lunes, 2 de enero de 2012

Pre-historia de unos textos invisibles


Ileana Ruiz

Paraguaná, 29 diciembre 2011

Pintura Rupestre. Cuevas de Altamira
Amanda.  Michelangeli,  era más largo el apellido que toda Amanda, cuarta hija de Maruja y Fabián. Llegó a mi vida a sus dos años y piquito. Ella misma parecía un piquito de tan chiquita que era toda salvo sus ojos. Entró al salón de preescolar acompañada por toda la familia y a la hora de la despedida las lágrimas empezaron a llenarlos como pozos sin que jamás los desbordaran. Creí que a mí se me partiría el corazón al llevarla cargada a ver unas fotos (a ver si ella veía porque lo que era yo tenía la vista nublada por completo) mientras la familia se marchaba. Al cabo de un año escolar la directora debía evaluar su motricidad gruesa y fina para decidir su cambio de nivel. En preescolar, el caminar sobre las distintas piezas de troncos o cauchos,  sorteando en equilibrio la dificultad de desniveles y variadas formas es un ejercicio obligatorio tal y como aprobar matemáticas o lengua lo es en la escuela primaria. Amanda sabía dibujar conservando los márgenes pero en el parque se mostraba insegura. Cuando la subí al primer obstáculo, Amanda me miró con terror y sus pozos visuales volvieron a anegarse al elevarse el nivel de las aguas internas. Saqué mi bolígrafo y se lo di: Mandy, agárralo bien duro y camina. Las lágrimas desaparecieron tragadas por el sumidero del alma. Amanda se aferró al bolígrafo como si fuese lo más seguro y estable sobre la faz de la tierra y se desplazó sin tropiezos por la hilera zigzagueante. Al final de la misma movió el lapicero como si se tratara de una batuta y, sonriendo, saltó al piso. Por si quedaba algún atisbo de duda acerca de su madurez motora, vino hacia mí saltando y, con una gran reverencia, me devolvió el bolígrafo.

Albert Anker (pintor suizo, 1831-1910): Un niño escribiendo (1875)
Alfredo. Fue mi compinche en la infancia. No tenía inconveniente en andar a cuatro patas por toda la casa llevándome en su espalda cuando jugábamos a Clarence, el león bizco de Daktari. También montaba en triciclo y jalaba un mecate del cual yo me sostenía haciendo piruetas con patines imaginándome que esquiaba en agua o me enseñaba a lanzarme y barrerme quieta al robarme una base. Se comía sin protesta mis experimentos culinarios y con la misma paciencia me explicaba los acertijos matemáticos de El hombre que calculaba. Desde niño es el hombre más inteligente y estudioso que conozco. Pero no le gusta escribir nada. Sufre, de verdad sufre cuando debe redactar algo. Cuando yo estaba en cuarto grado y él en tercero aprendí a falsificarle la letra y le hacía la tarea. En verdad, él la hacía: leía las instrucciones, me explicaba qué era lo que tenía que hacer, me daba las orientaciones generales y me dejaba escribiendo mientras él se iba a leer. Por ese tiempo mi papá me regaló un bolígrafo Paper Mate, todo un lujo para una chama de barrio como yo pese a que aún no se había inmortalizado como herramienta de limpieza utilizado para barrer por María Antonia (aquella loca de remate que según Mujica debe ser prima hermana mía o algo así). Con ese bolígrafo hacía mis tareas y, por supuesto, las de Alfredo. Pero llegaron los exámenes finales y Alfredo estaba nerviosísimo porque si bien había estudiado mucho durante todo el año, no había escrito nada. Esa mañana, antes del ritual de despedida (los hermanos y hermanas Ruiz nos abrazamos y besamos diciéndonos algo bonito y, como somos nueve y muy parecidos entre todos y todas y, para colmo, en el procedimiento a veces se nos olvida si ya nos despedimos de alguien y volvemos a despedirnos  no importa si está repetido, mis panas ante algo cercano a la eternidad dicen que es más largo que despedida de Ruiz), lo tomé por los hombros y entregándole el bolígrafo le dije: Mira, chamín. Este es un bolígrafo mágico: tú nada más lo pones en la hoja de examen y te concentras y él se acuerda de todo lo que yo escribí. Les puedo jurar que la magia existe: Alfredo sacó veinte puntos en todas las materias. Hoy en día cuando debe presentar algún informe sobre la situación de derechos humanos en Venezuela ante algún Comité Internacional me pregunta: Ile, ¿no tendrás algún bolígrafo que me prestes?

Boris. Es mi hermano incomprensible. Exquisito para todo pero igualmente contradictoriamente abandonado. Tiene una vajilla de colores que combina con la carpa cuando se va de campamento y una alfombrita que coloca a la entrada de la misma para limpiarse la tierra de los zapatos al entrar pero luego se distrae tratando de atrapar en la boca cotufas enmantequilladas dejando un reguero de maíz tostado en aceite por todos lados;  se compra todas las cremas y menjunjes de la cosmetología moderna y se las pone cada una en la parte apropiada del cuerpo que no ha bañado con agua dulce en diecisiete  días al apostar conmigo a quién era capaz de permanecer salado por más tiempo durante unas vacaciones en las que nos dio por recorrer todas las playas del oriente del país (yo gané porque en el día dieciocho él sucumbió ante unos surtidores que regaban el césped de una casa en Güiria mientras en cambio yo me duché fue a los veintidós, en Caripe del Guácharo para quitarme el guano de la cueva); escucha música clásica y vallenato; se viste con trajes hipercarísimos con todo y corbata con zapatos de goma en el último estado de lo rosqueado. Cuando vivía en estaba pendiente de descubrir sitios nuevos para llevarme a comer desde perros calientes asquerositos hasta la más sofisticada comida mongolesa. Una vez estábamos comiendo conejo al salmorejo y en la mesa de al lado a un niño se le quedó atorada una semilla de durazno en la garganta. Pese a todos los esfuerzos que hacían los padres y Boris, la fulana pepa se negaba a salir. El chamo se estaba asfixiando. No sé de dónde me vino la idea. Saqué mi bolígrafo (el mágico no, otro), lo abrí por la mitad y dejando solo el cilindro de la punta se lo tendí a Boris: hazle una traqueotomía. Boris ni me miró: sujetó al niño entre sus rodillas inmovilizándolo y le clavó el tubo en la garganta. Un sonido milagroso del aire entrando y saliendo de sus pulmones se impuso sobre el griterío. Llegó una ambulancia y los médicos felicitaron a Boris por el procedimiento. Tranquilos- dijo- soy pediatra. Fue, se lavó las manos y se sentó a terminar su conejo.

Karibe. Caminábamos a la orilla de la playa dejando que la espuma de las olas jugara con nuestros pies. No me atrevo a escribir ni una letra en presencia del poeta Karibe. Basta que esté conmigo en una habitación para que yo me inhiba por completo. El texto terminado sí se lo muestro, pero el proceso de elaboración no. A nadie. Es que hay unos textos invisibles- le dije esa tarde- que no se pueden descifrar. Están presentes en cada escrito, danzan a su alrededor, susurran entre líneas, pareciera que quieren asomarse entre los signos de puntuación, son celajes de luna nueva que mengua en pleno creciente. ¿Cómo te explico?  No se puede. Aunque ¿de cuántos espantos nos hemos salvado, de cuántas sinrazones nos hemos librado, cuántos oráculos de muerte hemos exorcizado al aferrarnos con furia o pasión a un débil bolígrafo? Esta espuma que parece efímera es el resumen del impetuoso mar. El poeta se detuvo y me pidió: Escríbelo. Escribe esos textos invisibles.

Ileana. Frente a la Bahía de Amuay saco mi bolígrafo desechable y mi libreta del Segundo Aniversario de Todosadentro (todavía me queda una). Escribirlos. Esos textos invisibles son ahora mi tarea.

martes, 27 de diciembre de 2011

LA FÁBULA DE PÁLMENES

-acercamientos a su poesía-
Karelyn Buenaño
Pálmenes Yarza
La poesía en Venezuela, cada vez más vigorosa y diversa, debe parte de su fuerza expresiva a los aportes de escritores apenas leídos, y menos conocidos que otros autores de su mismo contexto, madurez y trascendencia. Por esta razón, hacemos un esbozo sobre la obra de la escritora yaracuyana Pálmenes Yarza (1916-2007); mujer subversa que, junto con otras extraordinarias poetas venezolanas, hicieron  de su nombre un oficio y ars poética.

La leyenda de Aracne o Las Hilanderas. Diego Velázquez 1599-1660
La poesía de Pálmenes Yarza comenzó a zurcirse a temprana edad. En 1935 obtiene su título de Docente Normalista. No en vano el primer poemario de la autora, publicado en 1936, se titula a secas Pálmenes Yarza. Su incursión en las letras venezolanas coincide con la aparición del grupo literario Viernes. En su primer libro, dedicado a la memoria de su padre, Yarza va tejiendo la mujer-ausencia, la mujer-olvido, y la mujer-silencio: He de aprender a hilar mi tela/ como la araña, sin telar;/ demarcaré en medio de la vida/ la armonía de ser!/ Cavaré la tierra con mi raíz,/ como la planta,/ y después,/ subirá mi fuerza al cielo/ y se dará en flor;/ génesis de la vida!/ La flor es la canción del árbol!/ Con mis ojos diáfanos/ soliviantaré la calma de la tierra/ en las noches largas!/ Hablaré conmigo;/ y cuando hable con los otros/ mi silencio será el lastre/ de las palabras suspendidas/ en el alma!/

Del mismo modo fue Pálmenes Yarza construyendo su palabra en la vida propia: lentamente, desde un silencio hondo y fértil hacia su transparente elocuencia. Ya podemos observar en sus inicios esos rasgos determinantes de nuestra poesía de inicios del siglo XX: de vanguardia lenta, todavía circunscrita en una especie de ensueño finisecular, aunque entonces se dejan ver la escobillada del verso libre, y un uso no tradicional de licencias poéticas, signos ortográficos, para recrear un tono poético exaltado e interiorizante. La propuesta literaria de Pálmenes continúa en los poemarios Espirales (1942) e Instancias (1947); épocas de búsqueda y florecimiento en las cuales la ausencia y la muerte inundan los espacios de la página, pero la audacia de la palabra no se detiene:

Compañera: a la distancia, tu nombre es una herida de luz. Persistes con nosotros y nos sonríes en cada encuentro. Como te sonreirían las palomas de los celajes y las célicas faenas asomadas en cortejo a los aires inéditos, apareciste incorpórea en el umbral de los confines imposibles.

He aquí un viaje silencioso a la incorporeidad de la hilaza cotidiana, el dolor calmo de lo querido; el territorio por antonomasia de las penas efímeras. Vemos aquí como la autora se vale del recurso del poema en prosa (muy poco común para su tiempo, aunque utilizado por Bolívar en 1823 en Mi delirio sobre el Chimborazo;  y luego en 1925, con la obra de José Antonio Ramos Sucre) para hilvanar sus amores. Todavía en estos primeros libros se encuentran trazos de un eros velado, y algunas quejas del verso, como en este poema en dístico llamado Encuentro:

Lovers. Andrew Wyeth 1917-2009
Siento estar al desnudo frente a ti de improviso./ Sorprendida en mi angustia como un pájaro herido./ Quiero ser fronda ausente, revelarme en perfume;/ flecha de un arco tenso, disparar: ser la nube./ Si la fuente supiera de la luna del alba / no me daría a la fuente con mi polvo de lágrimas./ Tú eres la fuente viva de mi imagen recóndita,/ del tallo de mi germen, del tono de mi sombra./ Esperando tu signo, tu señal, tu deseo,/ tu nombre se hace abismo en la roca del pecho./

En la lectura de los dos primeros poemarios de la autora notaremos una tendencia a nombrar los sustantivos que sugieran redondez, evasión o sinuosidad (nube, fronda, araña, perfume, luna, pájaro, roca, etc.); mucho más que aquellos que hablan de figuras lineales (tallo, flecha, fuente); lo cual nos da una idea de los temas predominantes de la autora: la femineidad, lo materno, la fecundidad, el deseo femenino, la ternura, la imprecisión del instante, la fábula del aire. En cambio, los temas relacionados con las fuerzas de lo pasional, el drama telúrico, la confrontación del verbo, la presencia física del amante/amado, el padre, el hijo, todavía no cobran fuerza en este primera poesía.

De estas primeras lumbres líricas, y luego de su libro en transición Elegías del segundo (1961), la autora gana el Premio Nacional de Literatura, y construye una nueva ars a través de los poemarios Contraseñas del tiempo (1974), Recuento de un árbol y otros poemas (1975), y Poemas. Recuento de un árbol. Incorporaciones de la isla (1976), en los cuales Pálmenes Yarza hace su palabra más provocadora, como testigo de toda suerte de innovaciones poéticas, y de distintas necesidades expresivas. Consciente de que su palabra se encuentra ahora bajo cauces rápidos y diferentes, la autora escribe: yo obedezco ahora a una huella y me libero de mi ausencia.

Los años en que se escriben estas obras son los mismos en los que grupos literarios como El techo de la ballena ganan espacios fundamentales en las revistas y publicaciones del país. Pálmenes Yarza es, para entonces, reconocida por su trabajo como poeta y ensayista a partir de numerosas reseñas, artículos, entrevistas y ensayos de autores como Andrés Eloy Blanco, Lubio Cardozo, Juan Liscano, Pascual Venegas Filardo, Gilberto Antolínez, Jean Aristeguieta, Vicente Aleixandre y Judit Gerendas. Conocido es el trabajo de Yarza, no sólo en el ámbito nacional sino a lo lejos, a través de antologías publicadas en España, Argentina, Chile y Yugoslavia.

La poesía de Pálmenes es una larga y, no obstante, colorida elegía: en tu predio más allá de los relojes,/hay un guardián del que huyen las sorpresas,/y vigila roído de penumbras./ Se encuentran, además, bajo una espesa niebla lírica, indagaciones acerca de lo nacional, el movimiento de las calles, el cambio y la permanencia de las ciudades, la idea o el sentir de pueblo, los héroes, el obrero, el destino del inmigrante: la intemperie social-residual (Recordemos el poema Elegías del segundo dedicado a Simón Bolívar, no al mítico Libertador, más bien al héroe ausente, al hombre inacabado). Búsqueda temática que veremos con mayor pertinencia en sus últimas obras: Borradores al viento (1988); Memoria residual (1994); y Expresiones (2002).

La autora y sus antologías completan la palabra final para celebrar los adioses en suma: los duelos, las pérdidas, las mudanzas poéticas, cuyo resultado sólo deviene la obra total, el Gran Poema de Pálmenes Yarza que deja para el último instante estas tres líneas:

/mas el horizonte talla para la boda de los amaneceres mi vaso de luces/ y abre la casa de mis días mejores a la danza ígnea de las siegas./ Y se congregan en mí las estaciones./           

domingo, 18 de diciembre de 2011

El pensador de pararrayos




Carlos Yusti
Georg Christoph Lichtenberg 1742-1799

Mi amigo Pedro Téllez, bibliófilo, siquiatra y escritor, aparte de arriesgado explorador de baratas y remates de libros, tuvo la amabilidad de dibujarme un mapa de esos lugares en los cuales los libros, luego de pasar por muchos ojos y manos, se amontonan como desangelada mercancía a precios irrisorios. Con dicho mapa descubrí los remates de libros más insólitos e inesperados, los cuales eran conocidos por un selecto grupo de lectores. En uno de ellos descubrí el libro de aforismos de Georg Christoph Lichtenberg.

En el esplendido prólogo escrito por Juan Villoro este cuenta su afición por las tormentas eléctricas lo que lo llevó a convertirse en todo un experto con respecto a los pararrayos. Villoro escribe que Lichtenberg se dedicaba días y semanas enteros estudiando planos de ciudades, edificios y espacios urbanos. Esta afición por el estudio, esta concentración puntillosa por determinado tema es uno de los rasgos característicos de una personalidad intelectual fuera de serie. El interés de Lichtenberg fue siempre en varias direcciones al mismo tiempo. Le atraían la moda, las matemáticas, la física, la química, los sueños, la literatura, la filosofía, daba clases en la universidad y además redactaba el "Almanaque de bolsillo de Gotinga" en el que mezcló temas frívolos con los tópicos de última momento en ciencia, filosofía y literatura. Cuando murió su casero encontró en su habitación una buena porción de cuadernillos, de esos que utilizaban los tenderos y comerciantes para llevar los saldos de las ventas. En ellos anotaba sus observaciones, sus ocurrencias y sus pensamientos siempre el filo de la extravagancia y el asombro. Al hermano del singular personaje y a uno de sus alumnos correspondió la tarea de organizar las anotaciones que le darían fama  como pensador, filósofo y escritor. Bastante acertada la observación de Villoro: "Los cuadernos arrojaban los saldos de una mente", y vaya mente.

Así como un autor te lleva a otro un siquiatra puede llevarte al manicomio o a otro siquiatra. Leí, mucho tiempo después, un excelente ensayo del también escritor, humanista y médico en la clínica siquiátrica donde estuvo recluido el célebre  Antonin Artaud, el Doctor José Solanes, quien indaga sobre esa extraña coincidencia (o conexión) del ingenio de Lichtenberg con un personaje de Rómulo Gallegos. El aforismo «El cuchillo sin hoja, al que le falta el mango» sirve a Solanes como pista para recordar al personaje de Doña Bárbara, Pajarote cuando busca trabajo como peón. Le dan trabajo con caballo incluido sin él se consigue el apero, es decir todas las herramientas ecuestres. A lo que el personaje responde: «Yo tengo apero, me falta el arricés, el guardabastos se me perdió, el fuste me lo robaron y la coraza no sé que se me hizo, pero me queda el sufridor». Todo esto le permite escribir a Solanes sobre nuestra condición de seres pensantes a pesar de las distancias y que pensar es tan natural como llover o como él escribe: «En una cierta aunque inadvertida intemperie estamos viviendo en la que resulta posible observar como en mi está pensando del modo que se observa como en la ciudad está lloviendo».

Otro texto del poeta y sin igual ensayista Eugenio Montejo de nuevo enlaza al pensador de Gotinga con nuestro país. En el texto Montejo escribe sobre Solanes, recorre la suerte de los aforismos y aporta algunos datos sobre Lichtenberg y por supuesto también cita a Villoro, no obstante su texto centra su atención en la afición del filosofo de fumar en pipa y su pequeña anotación: «Nada mejor que una taza de café y una pipa de Varinas». Montejo escribe: «Desde la soleada llanura venezolana hasta Gotinga era trasportado el tabaco cuya picadura hacia las delicias del impar meditador alemán».

Lichtenberg nunca estuvo interesado en elaborar un majestuoso sistema filosófico, tampoco se preocupó en escribir gruesos tomos para ocupar un anaquel en la posteridad. Sus observaciones y pensamientos curiosos los escribió para su propio deleite. Su curiosidad por el saber y la ciencia lo empujó siempre por los caminos menos trillados del conocimiento y no por nada su casa era sitio obligado de peregrinaje de las mentes privilegiadas de su tiempo como Kant, Humboldt, Goethe. Fue un precursor de los ismos conocidos en filosofía y literatura, pero por sobre está su fino y delicado humor que saltan como chispas vivas desde sus aforismos:

El amor es ciego, pero el matrimonio le restaura la vista.

***
Sí, las monjas no sólo tienen un estricto voto de castidad sino también fuertes rejas en sus ventanas.

                                                       ***
Eso que ustedes llaman corazón está bastante más abajo del cuarto botón del chaleco.

***
Por más que se predique, las iglesias siguen necesitando pararrayos.

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Está bien que los jóvenes enfermen de poesía en ciertos años, pero por el amor de Dios, hay que impedir que la contagien.

***
Siempre he visto que la ambición voraz y la desconfianza van juntas.

En el año 1795 la biblioteca de Gotinga entrenó un pararrayos diseñado por Lichtenberg, lo que le produjo gran satisfacción y uno puede imaginarlo al momento en el que se desataba una tormenta. Verlo como quizá se apresuraba, tratando de sostener su sombrero a pesar del viento, para ubicarse en un área cercana a la espera que algún relámpago probara la efectividad de su creación.

Sus aforismos en el fondo son sutiles, finos y exquisitos pararrayos contra esos rayos de la estupidez y el desamor por el estudio o la insensibilidad hacia la sabiduría que campea hoy más que nunca en todos los estratos de nuestra vida.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Fragmentos Libro de las poéticas


Juan Calzadilla


Juan Calzadilla. Imagen: Guillermo Colmenares


El poema

Escríbelo. Escríbelo de todos modos. Escríbelo como si finalmente nada hubiera de decir.
Escríbelo. Escríbelo aunque sólo fuera para demostrar que lo que tenías que decir no ha elegido en ti al instrumento para decirlo.

Cero grandes pasiones, cero poesía.

El poeta supera el fracaso de su vida sólo cuando se exime de hablar de él. Es entonces cuando a costa de ese fracaso y sin mencionarlo puede exhibir algún trofeo.
En cambio, el éxito de la poesía se refiere sólo a ella misma. Y en caso de tenerlo, sólo se haría efectivo si encontrara a un lector. Y si el olfato de éste fuera tan bueno como para hacer borrón de autor. Para quedarse sólo con el poema.
Los poetas mueren solos.


Poética objetualista

El problema no es crear una lámpara en el poema, sino cómo, una vez creada, encenderla. Así pasa con la rosa: la cuestión no es inventarla en el poema, como aconsejaba Huidobro, sino colorearla.
La rosa no es rosa hasta que la mirada la entinta. Es el color el que decide. No la palabra.

Instrucciones para leer

 Más allá de su apariencia el monólogo es un diálogo con lo invisible. A la inversa, en el caso del poeta, todo ensayo de escritura es un tipo de diálogo que tiene como interlocutor al papel. ¿Y es que puede el poeta hacer algo? Si, leerse piadosamente. A eso podría reducirse toda esperanza en el porvenir de la poesía.

El conocimiento en poesía

En poesía no hay que hacerse ninguna ilusión respecto de que pueda llegarse a saber. Ni aún si está de por medio el conocer. Saber en poesía es asunto de iluminación genética.
La poesía conoce por ósmosis. Y se guarda el secreto.

Autobiografía

Ahora estoy poniendo en limpio mi autobiografía, efectuando una especie de balance de ingresos y egresos morales de mi necesidad expresiva, desanudando a ésta del enrevesado mapa de mi cobardía. Confieso que antes había ocupado mucho tiempo en oír a los otros y en sacar conclusiones serías acerca de cosas que tenían por eje todo lo que yo no había sido. Ahora trato de oírme más a mí mismo, ayudado por una máscara.
Y el perverso espejo de la memoria.

Escrito en la piel

Piensa en una poesía que,  aún estando escrita, no necesitara de palabras. Y en la cual el sentido y no lo que se ha escrito sea lo que dé la cara por el poema. Un poema que estuviese escrito en la piel y que yo pudiera leerlo en tu cuerpo cuando estuvieras a mi lado desnuda en la cama.

Epitafio atribulado

Todos los que han muerto, murieron por mí. Todos los que mueren, mueren por mí. Si no murieran por mí, yo no estaría vivo ni estuviera yo llenando por ellos el lugar que dejaron vacío para mí. Ni estaría yo ocupado de escribir en este momento el poema con que pongo fin a mi libro.










lunes, 5 de diciembre de 2011

De la escritura


José Gregorio González Márquez


Retrato de Émile Zola 1868. Edouard Manet
Antes de la invención de la imprenta, el hombre ya escribía.  Compartir el conocimiento, era rutinario. Tatuado en la memoria, los saberes pasaban de generación en generación.  Lugar común para muchos de los congéneres que hoy habitan el planeta. Ciencia cierta para quienes luchaban denodadamente no sólo por sobrevivir, sino que ayudados por la madre naturaleza sembraban de existencia lúcida, los genes que ahora entrecruzan la humanidad entera. Escribir es un arte, un oficio pero también una paradoja. El hombre siempre escribió; pero,  tachó su destino en la medida en que fue redescubriendo el ocio vago de esperar sin mucho esfuerzo, la solución de sus problemas.

jueves, 24 de noviembre de 2011

A la espera de Adriano González León


Luis Alberto Crespo


No; no fui a tenerle compañía en la barra del bar donde se quedó dormido mientras fatigaba las páginas de un periódico con la susodicha prosa inane de cierta diatriba banderizada que lo distraía y lo alejaba de nuestro amor. De haber atendido al teléfono ese sábado (ese mediodía del sábado a las doce) habría acudido a compartir el último trago de su muerte y acaso habría movido su hombro para despertarlo del súbito sopor que derribó su frente sobre la madera y la nada. Me habría bastado con tocarlo por última vez como en la elegía al padre de Ramón Palomares. Alguien a su lado - me diría Boris Munoz mucho después de colgar el auricular – terminó de consumir su bebida ardiente. “Adriano se volvió a quedar dormido”, musitó. No sé quien más pidió ayuda para tenderlo sobre unos bancos. Entonces comprendí de qué sueño se trataba: era el otro, el que nos duerme por dentro y apaga el ruido del vivir.

Tarjeta postal de El Techo de la Ballena
Toda muerte es atroz, sostiene el descreído, el que confirma como Dylan Tomas que sobre la sábana de nuestro sosiego cotidiano avanza ya el encorvado gusano. Frente a esa apostasía, una creencia trata de convencernos, a fuer de consuelo, que el cuerpo con que existimos es sólo un estuche (“estuche de muerte” lo moteja la americana Susan Sontag), por lo que el pequeño ser yaciente entre comensales y libadores de fines de sol no dejará por eso de ser Adriano, Adriano González León, el autor de Las hogueras más altas, de Hombre que daba sed, de País portátil, el maestro de las aulas de Letras, el cronista de periódicos y revistas, tertuliante de la cultura en la televisión, el intelectual refractario de los años 60 y 70, culpable de desatar junto a un grupo de escritores y artistas la fascinación por una nueva forma de pensar y reinventar la vanguardia estético-política en los manifiestos y revueltas verbales y plásticas del Techo de la Ballena, vocero y comité central de la “Venezuela violenta” biografiada por Orlando Araujo en un libro tan suyo, tan propio de su apasionada inteligencia política, de visionario contenido y por ende de actualísima lectura. Pero no sólo es él, me habría atrevido a agregar, de haber estado presente en el anónimo bebedero público donde moría de sueño mi admirado amigo. No sólo el escritor de prosa emocionada e inventiva, el envalentonado de aquel país iracundo, el profesor de literatura como encantamiento y de la cultura como dandismo baudeleriano: también aquél que derrochara, como si la cediera a manos llenas, la palabra de la loa y la crítica al joven escritor bisoño que alguna vez fuimos, enderezando nuestros entuertos de estilo, enseñándonos a oírnos y a ajustar en la horma de la escritura la forma del lenguaje literario que nos define y nos explica.

En un reciente homenaje a Albert Camus, el gran periodista Jean Daniel hacía referencia, en uno de sus ineludibles editoriales de Le Nouvel Observateur, al infierno del silencio literario que suelen sufrir los autores y creadores después de su muerte, pero de cuyas llamas se ha librado el autor de El hombre rebelde y de El extranjero, ahora releído y celebrado, tal vez más que en los años en que reinaban su filosofía y su narrativa nihilista.

Quiero pensar que la obra de Adriano González León jamás habrá de sufrir la mácula de la preterición y del olvido. Un fragmento apenas de Las hogueras más altas, el primer punto y aparte de “Fatina o las llamas”, donde que lo que se dice hechiza tanto o más que lo que se narra, y si no la asediante memoria de nieblas y caudillos de Andrés Barazarte en País Portátil, bastarían para despertar para siempre de la gran noche a quien entendió el oficio de escribir como un insomnio deleitoso, un sueño con los ojos de continuos abiertos al deleite del idioma y sus embrujos.
A la espera del escritor ahora inalcanzado por lo terrestre apuro el tiempo de los astros, sin sábados ni corazón vencido, para que se cumpla para siempre nuestra cita interrumpida por la miseria de un instante al que llamamos muerte.


sábado, 12 de noviembre de 2011

El compromiso de vida en la poesía de César Uzcátegui Mantilla

 
José Gregorio González Márquez

La Miseria. Cristóbal Rojas. (1858-1890)
La poesía revela a través de la palabra la interioridad del poeta. Así la palabra se transforma en la imagen ancestral del hombre, en el vínculo indivisible entre el universo de las metáforas y la vida cotidiana. La poesía camina por diversas vertientes; su sonoridad no está atada a paradigmas ni modas – aún cuando en ocasiones han tratado de encasillarla – sino que transita desde el corazón del poeta hacia mundos insospechados. El poema