Ileana Ruiz
Paraguaná, 29
diciembre 2011
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Pintura Rupestre. Cuevas de Altamira |
Amanda. Michelangeli, era más largo el apellido que toda Amanda, cuarta
hija de Maruja y Fabián. Llegó a mi vida a sus dos años y piquito. Ella misma
parecía un piquito de tan chiquita que era toda salvo sus ojos. Entró al salón
de preescolar acompañada por toda la familia y a la hora de la despedida las
lágrimas empezaron a llenarlos como pozos sin que jamás los desbordaran. Creí
que a mí se me partiría el corazón al llevarla cargada a ver unas fotos (a ver
si ella veía porque lo que era yo tenía la vista nublada por completo) mientras
la familia se marchaba. Al cabo de un año escolar la directora debía evaluar su
motricidad gruesa y fina para decidir su cambio de nivel. En preescolar, el
caminar sobre las distintas piezas de troncos o cauchos, sorteando en equilibrio la dificultad de
desniveles y variadas formas es un ejercicio obligatorio tal y como aprobar
matemáticas o lengua lo es en la escuela primaria. Amanda sabía dibujar
conservando los márgenes pero en el parque se mostraba insegura. Cuando la subí
al primer obstáculo, Amanda me miró con terror y sus pozos visuales volvieron a
anegarse al elevarse el nivel de las aguas internas. Saqué mi bolígrafo y se lo
di: Mandy, agárralo bien duro y camina. Las lágrimas desaparecieron tragadas
por el sumidero del alma. Amanda se aferró al bolígrafo como si fuese lo más
seguro y estable sobre la faz de la tierra y se desplazó sin tropiezos por la
hilera zigzagueante. Al final de la misma movió el lapicero como si se tratara
de una batuta y, sonriendo, saltó al piso. Por si quedaba algún atisbo de duda
acerca de su madurez motora, vino hacia mí saltando y, con una gran reverencia,
me devolvió el bolígrafo.
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Albert Anker (pintor suizo, 1831-1910): Un niño escribiendo (1875) |
Alfredo.
Fue mi compinche en la infancia. No tenía inconveniente en andar a cuatro patas
por toda la casa llevándome en su espalda cuando jugábamos a Clarence, el león bizco de Daktari. También montaba en triciclo y
jalaba un mecate del cual yo me sostenía haciendo piruetas con patines
imaginándome que esquiaba en agua o me enseñaba a lanzarme y barrerme quieta al
robarme una base. Se comía sin protesta mis experimentos culinarios y con la
misma paciencia me explicaba los acertijos matemáticos de El hombre que calculaba. Desde niño es el hombre más inteligente y
estudioso que conozco. Pero no le gusta escribir nada. Sufre, de verdad sufre
cuando debe redactar algo. Cuando yo estaba en cuarto grado y él en tercero
aprendí a falsificarle la letra y le hacía la tarea. En verdad, él la hacía:
leía las instrucciones, me explicaba qué era lo que tenía que hacer, me daba
las orientaciones generales y me dejaba escribiendo mientras él se iba a leer.
Por ese tiempo mi papá me regaló un bolígrafo Paper Mate, todo un lujo para una
chama de barrio como yo pese a que aún no se había inmortalizado como
herramienta de limpieza utilizado para barrer por María Antonia (aquella loca
de remate que según Mujica debe ser prima hermana mía o algo así). Con ese
bolígrafo hacía mis tareas y, por supuesto, las de Alfredo. Pero llegaron los
exámenes finales y Alfredo estaba nerviosísimo porque si bien había estudiado
mucho durante todo el año, no había escrito nada. Esa mañana, antes del ritual
de despedida (los hermanos y hermanas Ruiz nos abrazamos y besamos diciéndonos
algo bonito y, como somos nueve y muy parecidos entre todos y todas y, para
colmo, en el procedimiento a veces se nos olvida si ya nos despedimos de
alguien y volvemos a despedirnos no
importa si está repetido, mis panas ante algo cercano a la eternidad dicen que
es más largo que despedida de Ruiz), lo tomé por los hombros y entregándole el
bolígrafo le dije: Mira, chamín. Este es un bolígrafo mágico: tú nada más lo
pones en la hoja de examen y te concentras y él se acuerda de todo lo que yo
escribí. Les puedo jurar que la magia existe: Alfredo sacó veinte puntos en
todas las materias. Hoy en día cuando debe presentar algún informe sobre la
situación de derechos humanos en Venezuela ante algún Comité Internacional me
pregunta: Ile, ¿no tendrás algún bolígrafo que me prestes?
Boris. Es
mi hermano incomprensible. Exquisito para todo pero igualmente
contradictoriamente abandonado. Tiene una vajilla de colores que combina con la
carpa cuando se va de campamento y una alfombrita que coloca a la entrada de la
misma para limpiarse la tierra de los zapatos al entrar pero luego se distrae
tratando de atrapar en la boca cotufas enmantequilladas dejando un reguero de
maíz tostado en aceite por todos lados; se
compra todas las cremas y menjunjes de la cosmetología moderna y se las pone
cada una en la parte apropiada del cuerpo que no ha bañado con agua dulce en
diecisiete días al apostar conmigo a
quién era capaz de permanecer salado por más tiempo durante unas vacaciones en
las que nos dio por recorrer todas las playas del oriente del país (yo gané
porque en el día dieciocho él sucumbió ante unos surtidores que regaban el césped
de una casa en Güiria mientras en cambio yo me duché fue a los veintidós, en
Caripe del Guácharo para quitarme el guano de la cueva); escucha música clásica
y vallenato; se viste con trajes hipercarísimos con todo y corbata con zapatos
de goma en el último estado de lo rosqueado. Cuando vivía en estaba pendiente
de descubrir sitios nuevos para llevarme a comer desde perros calientes
asquerositos hasta la más sofisticada comida mongolesa. Una vez estábamos
comiendo conejo al salmorejo y en la mesa de al lado a un niño se le quedó
atorada una semilla de durazno en la garganta. Pese a todos los esfuerzos que
hacían los padres y Boris, la fulana pepa se negaba a salir. El chamo se estaba
asfixiando. No sé de dónde me vino la idea. Saqué mi bolígrafo (el mágico no,
otro), lo abrí por la mitad y dejando solo el cilindro de la punta se lo tendí
a Boris: hazle una traqueotomía. Boris ni me miró: sujetó al niño entre sus
rodillas inmovilizándolo y le clavó el tubo en la garganta. Un sonido milagroso
del aire entrando y saliendo de sus pulmones se impuso sobre el griterío. Llegó
una ambulancia y los médicos felicitaron a Boris por el procedimiento.
Tranquilos- dijo- soy pediatra. Fue, se lavó las manos y se sentó a terminar su
conejo.
Karibe. Caminábamos
a la orilla de la playa dejando que la espuma de las olas jugara con nuestros
pies. No me atrevo a escribir ni una letra en presencia del poeta Karibe. Basta
que esté conmigo en una habitación para que yo me inhiba por completo. El texto
terminado sí se lo muestro, pero el proceso de elaboración no. A nadie. Es que
hay unos textos invisibles- le dije esa tarde- que no se pueden descifrar. Están
presentes en cada escrito, danzan a su alrededor, susurran entre líneas,
pareciera que quieren asomarse entre los signos de puntuación, son celajes de
luna nueva que mengua en pleno creciente. ¿Cómo te explico? No se puede. Aunque ¿de cuántos espantos nos
hemos salvado, de cuántas sinrazones nos hemos librado, cuántos oráculos de
muerte hemos exorcizado al aferrarnos con furia o pasión a un débil bolígrafo?
Esta espuma que parece efímera es el resumen del impetuoso mar. El poeta se
detuvo y me pidió: Escríbelo. Escribe esos textos invisibles.
Ileana. Frente
a la Bahía de Amuay saco mi bolígrafo desechable y mi libreta del Segundo
Aniversario de Todosadentro (todavía me queda una). Escribirlos. Esos textos
invisibles son ahora mi tarea.