José
Gregorio González Márquez
Retrato de Émile Zola 1868. Edouard Manet |
Los
escritores terminaron resguardando la memoria cotidiana. Batallando contra la
oposición desmedida de sujetos obscuros e intangibles. Preservan con su
discurso cada hebra que se ha hilado para conformar el mapa de la sabiduría. Un
verdadero escritor es un ser libre que permanece aliado a su conciencia. La
palabra finamente elaborada brota de su pensamiento bajo la limpidez de la
agonía, de la incertidumbre, del misterio. Pero también desde el vientre mismo
de la tierra, su residencia ancestral que es lugar dilecto donde surgió.
De
lo sagrado a lo profano, todo se guarda en el libro de la vida. Albacea del
verbo, el escritor es un chamán, un cuidador de todo lo creado. Su pluma
testifica los tiempos ya idos, las simplezas que abandonan la historia cuando
sus protagonistas construyen o destruyen las virtudes de la humanidad. Yacer
entre palabras implica rememorar el devenir de todas la eras. El habla desde el
alma subyace en la plenitud de la escritura. La obra mágica, la poesía originaria
circunscribe la razón y la pasión. Verso, prosa, y oralidad representan la
intimidad de la conciencia. Letras, símbolos, signos asumen la
representatividad onírica de las huellas tras el paso del escriba. Vista la
morada de lo permanente, etéreo y eterno, el hombre no produce olvido. Se
consagra por los siglos de los siglos en el viaje ignoto de la palabra.
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