Eleazar León
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Jean-Hippolyte Marchand, francés. Una mujer leyendo |
Cierta
práctica contagiosa de quienes solicitan la literatura de nuestros días ostenta
con alarde que son suficientes las palabras cotidianas para la población
satisfecha de algunas páginas, para esa tarea “sobre el papel vacío que
defiende su blancura” de la cual hablara con celosa ceremonia Stéphane
Mallarmé. Según esa creencia, la mera enunciación de los vocablos del pueblo y
de la calle bastaría para seducir el privilegio de la expresión, esas frases
que nos revelan y nos rebelan y nos desbaratan y nos vuelve a decir,
atravesando el decir común, “municipal y espeso”, y tocando el habla manantial
de donde fluyen las voces de los que apenas tienen voz, de mana la disonancia
que desespera de todo y la música leve que se contenta con casi nada. Quisieran
los dones primordiales que tal confianza fuera posible. Pero no hay tal, por
más que lo procuremos, pues las palabras abandonaron desde hace un tiempo sin
memoria, su intimidad de vida con el mundo, y ahora mundo y lenguaje merodean
aparte su propio destierro, el uno avasallado por las cosas de la realidad
(producidas, mercadas, consumidas), y el otro, con mucho, su vasallo.