Luis
Alberto Crespo
No;
no fui a tenerle compañía en la barra del bar donde se quedó
dormido mientras fatigaba las páginas de un periódico con la
susodicha prosa inane de cierta diatriba banderizada que lo distraía
y lo alejaba de nuestro amor. De haber atendido al teléfono ese
sábado (ese mediodía del sábado a las doce) habría acudido a
compartir el último trago de su muerte y acaso habría movido su
hombro para despertarlo del súbito sopor que derribó su frente
sobre la madera y la nada. Me habría bastado con tocarlo por última
vez como en la elegía al padre de Ramón Palomares. Alguien a su
lado - me diría Boris Munoz mucho después de colgar el auricular –
terminó de consumir su bebida ardiente. “Adriano se volvió a
quedar dormido”, musitó. No sé quien más pidió ayuda para
tenderlo sobre unos bancos. Entonces comprendí de qué sueño se
trataba: era el otro, el que nos duerme por dentro y apaga el ruido
del vivir.
Tarjeta postal de El Techo de la Ballena |
Toda
muerte es atroz, sostiene el descreído, el que confirma como Dylan
Tomas que sobre la sábana de nuestro sosiego cotidiano avanza ya el
encorvado gusano. Frente a esa apostasía, una creencia trata de
convencernos, a fuer de consuelo, que el cuerpo con que existimos es
sólo un estuche (“estuche de muerte” lo moteja la americana
Susan Sontag), por lo que el pequeño ser yaciente entre comensales y
libadores de fines de sol no dejará por eso de ser Adriano, Adriano
González León, el autor de Las
hogueras más altas, de
Hombre que daba sed, de
País
portátil, el
maestro de las aulas de Letras, el cronista de periódicos y
revistas, tertuliante de la cultura en la televisión, el
intelectual refractario de los años 60 y 70, culpable de desatar
junto a un grupo de escritores y artistas la fascinación por una
nueva forma de pensar y reinventar la vanguardia estético-política
en los manifiestos y revueltas verbales y plásticas del Techo de la
Ballena, vocero y comité central de la “Venezuela violenta”
biografiada por Orlando Araujo en un libro tan suyo, tan propio de su
apasionada inteligencia política, de visionario contenido y por ende
de actualísima lectura. Pero no sólo es él, me habría atrevido a
agregar, de haber estado presente en el anónimo bebedero público
donde moría de sueño mi admirado amigo. No sólo el escritor de
prosa emocionada e inventiva, el envalentonado de aquel país
iracundo, el profesor de literatura como encantamiento y de la
cultura como dandismo baudeleriano: también aquél que derrochara,
como si la cediera a manos llenas, la palabra de la loa y la crítica
al joven escritor bisoño que alguna vez fuimos, enderezando nuestros
entuertos de estilo, enseñándonos a oírnos y a ajustar en la horma
de la escritura la forma del lenguaje literario que nos define y nos
explica.
En
un reciente homenaje a Albert Camus, el gran periodista Jean Daniel
hacía referencia, en uno de sus ineludibles editoriales de
Le Nouvel Observateur,
al infierno del silencio literario que suelen sufrir los autores y
creadores después de su muerte, pero de cuyas llamas se ha librado
el autor de El
hombre rebelde
y de El
extranjero, ahora
releído y celebrado, tal vez más que en los años en que reinaban
su filosofía y su narrativa nihilista.
Quiero
pensar que la obra de Adriano González León jamás habrá de sufrir
la mácula de la preterición y del olvido. Un fragmento apenas de
Las hogueras
más altas, el
primer punto y aparte de “Fatina o las llamas”, donde que lo que
se dice hechiza tanto o más que lo que se narra, y si no la
asediante memoria de nieblas y caudillos de Andrés Barazarte en País
Portátil,
bastarían para despertar para siempre de la gran noche a quien
entendió el oficio de escribir como un insomnio deleitoso, un sueño
con los ojos de continuos abiertos al deleite del idioma y sus
embrujos.
A
la espera del escritor ahora inalcanzado por lo terrestre apuro el
tiempo de los astros, sin sábados ni corazón vencido, para que se
cumpla para siempre nuestra cita interrumpida por la miseria de un
instante al que llamamos muerte.
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