jueves, 29 de marzo de 2012

Por qué escribo

George Orwell


Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años, y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes, no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.

Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.

Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.

Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: "Voy a hacer un libro de arte". Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.

De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.

Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.

Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.

lunes, 19 de marzo de 2012

Cómo se hace un escritor


Stephen Vizinczey



Tolstói estableció una comparación muy profunda entre el arte y la comida: la gente que piensa que lo más importante de la comida es el placer que nos proporciona y la exquisitez de su elaboración no entiende que la verdadera función de la comida es nutrirnos. Lo mismo puede decirse del arte. Su función principal es cultivar nuestra conciencia, nuestra alma, hacernos conscientes de que formamos parte de la raza humana, de que no estamos solos. Sin embargo, los escritores jóvenes de hoy lo tienen difícil, porque la idea más popular entre la gente es que el arte sirve para entretener, es un espectáculo.
Yo tuve la suerte de nacer en Hungría, donde el arte se consideraba un alimento espiritual. A pesar de todas las tiranías que sufrimos, encontrábamos la libertad en el arte y la poesía. El poeta siempre hablaba de sí mismo y era el tribuno del pueblo: la voz que pronunciaba las cosas que el dictador de turno no quería oír. Los poetas que yo admiraba eran personas que hablaban en nombre del pueblo, de la nación, porque nosotros no teníamos ni democracia, ni un parlamento libre, ni libertad de prensa. Grandes poetas húngaros fueron asesinados, otros tantos se murieron de hambre, otros se suicidaron, pero dejaron un legado que a los diez u once años me permitió sentirme orgulloso de mí mismo como parte de la humanidad. Gracias a ese legado supe que no estaba solo.
Mujer leyendo en el bosque. Gyula  Benczúr (1844-1920), húngaro.
Lo más importante del arte, de cualquier arte, aunque yo realmente solo puedo hablar del arte de la literatura, es pues que gracias a ella aprendemos dos cosas importantísimas: que no estamos solos y que podemos comunicarnos. Tolstói afirmó que la gente que no es consciente de su historia, que desconoce lo que ocurrió antes de que ellos nacieran, son salvajes. La literatura establece un vínculo entre el sujeto y la humanidad. La tiranía bajo la que yo vivía en Hungría me enseñó estas cosas.
 Otra cosa que me inspiró es que tuve la suerte, en varias ocasiones –primero a los ocho años, luego a los trece, de nuevo a los veintidós–, de estar cerca de la muerte. Es muy importante ser consciente de tu propia mortalidad, porque si no lo eres es mucho más fácil que los demás te controlen. Ahora mismo estoy escribiendo una novela sobre el líder de la lucha contra la mafia en Italia en tiempos de Andreotti. Fue nombrado comisario antimafia y Andreotti, que no pudo impedirlo porque era demasiado popular después de haber liberado a un general norteamericano secuestrado, lo felicitó y le dijo: “Sin duda, hace falta muchísimo valor para asumir este puesto, porque debe saber que la mafia va a intentar matarle.” El comisario le respondió: “¿Quiere decir que si me muestro sumiso viviré para siempre?”
Los grandes crímenes de la humanidad, empezando por el nazismo, no habrían tenido lugar si todos hubiesen sido conscientes de su propia mortalidad. Hace poco estuve en el Museo del Prado y me sorprendí otra vez al ver cuántas calaveras se ven en sus cuadros: calaveras que nos recuerdan nuestra propia mortalidad, que forma parte de la vida. Sin embargo, si somos conscientes de nuestra propia mortalidad es mucho más fácil ser una persona libre e independiente, es mucho más fácil emitir los propios juicios sobre la vida y opinar por uno mismo. Y la literatura ayuda: un gran libro es como una partitura: solo el cincuenta por ciento del texto está escrito sobre el papel. Hay puntitos sobre el pentagrama, pero estos puntitos carecen de sentido hasta que los músicos interpretan lo que está escrito. En ese sentido, la lectura es una experiencia creativa. Nosotros somos como el intérprete, como el músico que lee la partitura y le da a lo escrito un significado adicional: completa una obra incompleta y la convierte en una realidad viva en nuestra cabeza, lo cual es extremadamente importante, incluso desde el punto de vista fisiológico.

Robert Capa (Budapest, Hungría, 1913 Vietnam,1954)
Incluso los libros que son puro entretenimiento, como los libros policiacos, obligan al lector a pensar algo, aunque sea solo quién puede ser el asesino. Aunque sea la forma de literatura más popular y más fácil, el lector piensa y es mucho mejor leer estos libros que no leer nada. El cerebro necesita ejercicio, igual que el cuerpo. Y una mente que no se ejercita también tiene efectos sobre la salud y sobre el cuerpo. La forma más elevada de literatura es aquella en la que la partitura exige más esfuerzo mental por parte del lector: eso significa que es más difícil, que menos gente la entiende, pero es mucho más importante, ya que cuando completamos una novela así en nuestra mente también estamos ejercitando nuestra imaginación, y cuanto más ejercitemos nuestra imaginación más grande será. Y para la sociedad es tremendamente importante que la gente tenga imaginación: la matanza de millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial no hubiese sido posible si la gente hubiera podido imaginar lo que supone que te quemen vivo o que te torturen. Todos los horrores del mundo se han dado porque muchas personas carecían de la capacidad de imaginar lo que suponían sus actos. Lo más terrible de la naturaleza humana es la incapacidad de imaginarse estas cosas. Y la literatura, el arte en general, nos ayuda a pensar fuera de nuestra propia mente, a imaginarnos cómo se siente la otra persona. La gente es buena o mala no en función de sus principios morales, sino en función de la capacidad que tenga para imaginar lo que supone ser otra persona. ~

sábado, 10 de marzo de 2012

Poemas de Alfredo Lavergne


Selectos del libro: La mano en la velocidad

Poeta Alfredo Lavergne


este libro lo escribo a toda velocidad
consciente que el Taller la poesía cansada
me atrape si puede
y me fuerce al aula para aprender a mentir
entre pausas

#

a los que recrean a los que obviaron la tradición
a los que analizan a los que miran hacia atrás
a los que imaginan las fauces de la noche
a la mañana al amanecer también les cae la vigilancia
con violencia con gloria con billetes con aplausos
cuando suben las escaleras y los hoyos
de la suela de los zapatos izquierdos

#

como las raíces salvajes de la circunstancia
estoy quieto sin nadie miro encaramado
en el techo de un rascacielos loco decidido
a no poner punto acento
a dioses coma

#

celestes fraguados juegos
ninfas musas deas hijas
del elocuente Azur y la inmortal Letras
salgan de los libros al río poluidous
al imperio multinacionaleus a la guerra
entre cíclopes y lestrigones
pero huyan del consumismo cultural

#

en el gráfico las garantías suben y esperan
más mas las prioridades del planeta consumen
el peso de los niños en caída
la credibilidad que puede darse al olvido

#

Sor Juana de la Cruz sufrió
las descargas adheridas del polvo
y ya hace tanto tiempo
"Sor Juana en la cocina", Efrén Ordóñez (1927-2011).
en su biblioteca pasada al suplicio al retiro
de la materia en llamas traducida a tantas vidas
una mujer eternamente
por los besos de los versos humanos

#

el hermoso lado de las cosas que conducen el lujo
estrena la conducta del espejo ofrecido por nada
del mundo acepta el punto de vista del cliente
el maniquí desnudado miles de veces
del surrealismo

#

este año indigna
saber que Colón encalló en un banco de arena
los ojos naturales de los científicos imaginan
"La gallega" verdadera del año 1503 despedazada
en nuestra memoria los autóctonos a lo largo
del abandono

#

sin excusas de colesterol al futuro
la recuperación de los días perdidos inquietos
repercuten en el estado de hoy
esta cantidad de años y el origen terrenal
de los combates
de la desesperanza

#

un poco de historia está constituida en línea
la época actual puede provocarnos por ejemplo
la poesía y las esculturas móviles de paz
o la suspensión inmediata sobre toda falsa
ilusión de libertad

#

comprendo el gesto cauto del erudito
que busca en su escrito el silencio
parte con ellos a "bares" del otro mundo
donde izan la doble puerta del cielo doméstico
y a tirones nos cargan
su descuido y vacaciones

#

hay que ser franco con el color de la piel
y con la mancha líquida que brota del semejante
espero el dulce extraordinario basta
reconocer que somos el manantial del consumo
y que transpiramos para construir
seductores acondicionados temporales

#

no sé nada de usted ni de tu lectura
que no tiene nada de mí YO-YO-YO
Que salgo a pasear alborotado y desnudo
por los detalles que desconozco de tu verso
libre

#

cómo poder explicar la razón errante del frío
y la evolución de sus 90.000 años
Francis Coates Jones (1857-1932), estadounidense.
a este cuerpo inocente de llevar a cuesta
una flor a una mujer que no veo
hace un día

#

la visión muy personal de la caminata
por la Tierra Contemporánea de este poeta
y de las visiones en actitud interna puede parecer
incomprensible por culpa de adaptables sujetos
o de estos pájaros que se lanzan en picada
con sus cuerpos con sus sirenas con sus focos
encendidos

#

A 400 millones de años del miriópodo
América vigilada 500 años
oh continente oh Tierra Globo ooohombre
del acto de fe a la desconfianza
al diálogo al compromiso con la próspera
economía para la minoría oh ciempiés
que soportas el tiempo y pasas

#

Subdesarrollo

finalmente creo que hay posibilidades
y que van delante vaciando nuestras vidas
y que esta tibia cama de hoy mañana
no será un sitio acostumbrarse a y el amor
podrá pedir explicación
a la herida que nos refregamos en la cara



Alfredo Lavergne. Poeta, nació en Valparaíso, Chile, en 1951. Emigró a Canadá en 1975, país donde publicó en diferentes medios literarios y logró dar a conocer su obra en extenso. Se radicó en Québec, Montreal. Se sumó al estudio de la obra huidobriana (creacionismo), al haiku (poesía japonesa) y a la creación literaria. Colabora en revistas especializadas, festivales y periódicos. Retornó a Santiago de Chile en 2005. Su obra ha sido incluida en diversas antologías y revistas. Ha publicado siete libros de poesía en castellano y tres bilingües en idiomas castellano-francés. Actualmente reside en Santiago, Chile.

martes, 21 de febrero de 2012

Orlando Araujo en mis tres tiempos

 
David Figueroa González
Apenas brotabas
por ti esperaba soñando.”

Orlando Araujo
La vida es sin duda la Universidad más grande que el hombre puede llegar a tener.Tal aseveración la hago en base a vivencias propias y anécdotas ajenas, claro que los estudios formales, grados, posgrados y doctorados, también tienen su valor y ponderación, pero, para realizarlos hay que estar vivo, por un lado y por otro ser vivo. Acá es donde esa “gran Universidad” nos separa de los que están vivos pero no han vivido, ya que las oportunidades para la superación o el éxito en muchos casos la pintan calva, claro está, como diría Miguel Ángel Cornejo para lograr el éxito se necesitan tres factores: la oportunidad, la preparación y cierto grado de suerte.
El año 1992 en mi vida fue realmente de altos y bajos. Participé en la asonada golpista del 4-F, cuando era estudiante de Economía en la Universidad de Carabobo; ese mismo año cuando las mareas bajaron, me retiré de

jueves, 2 de febrero de 2012

El blog de Kafka

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Carlos Yusti

Retrato de Franz Kafka


Siempre se vuelve a los escritos de Franz Kafka. En sus diarios y anotaciones sueltas en cuadernos se encuentran frases, visiones sobre la literatura y algunos sueños que ofrecen el perfil de un individuo entregado a la escritura, de un hombre atrapado en esa sutil reseda de esa realidad otra, en la que todo sufre un trastrocamiento y se llena con una baba irreal en la que el tiempo, los días y los objetos tienen una apariencia blanda fantástica, una realidad gelatinosa que parece desplazarse de puntillas y que conspira con ese mundo vulgar y endurecido de la cotidianidad.
En sus diarios hay algunas pistas sobre su existencia en función de la escritura, su vida diaria, en los mínimos detalles, pasada por el cedazo de esa percepción que irremediablemente desemboca en la anotación fugaz, en un relato o en una novela. La minucia sin valor, lo irrelevante o lo trascendente de la existencia pasa a formar parte de una comentario nervioso y al vuelo, persistente; de esa minuta sin tregua incluso cuando no hay nada que escribir, por paradójico que resulte. Por ejemplo anota en su diario: “Tan abandonado por mí, por todo. Ruido en el cuarto de al lado”. Otro día garrapatea: “1 de junio de 1912. No he escrito nada”.
Escribir un diario es exponerse, exhibirse como si de una vidriera formada espejos se tratara, para que los otros se vean en dichos espejos y traten de redimirse. Por supuesto que husmear en los diarios de otros escritores es una actividad subalterna y es más digna para el diván del siquiatra. Hoy los diarios personales tienen su equivalencia con el blog. Tanto el uno como el otro participan de esa intimidad que se exterioriza sin cortapisa, escritos en solitario (guardados con celos o dejados en la red como quien arroja una botella con un mensaje dentro al mar), pero pidiendo a gritos que alguien los lea, que cualquier otro desdichado atrapado por la literatura escudriñe en ellos, sin importar el asunto freudiano colateral.
En Kafka sus anotaciones dispersas y sus diarios sólo subrayan su condición de escritor anómalo (aunque muchos escritores que he conocido, sin ser Kafka en cuanto a escritura claro, sólo se quedan patinando en su condición de escritores metidos en su rol, algo desaliñado, de extravagantes). Kafka pactó con la literatura para convertirse en una especie de secretario de la condición humana desde el absurdo y lo inusitado. No fue al encuentro de lo extraño y rarofilo por pose o moda, sino que muchos factores conspiraron para que su trabajo literario se enfocara hacia temas nada comunes, pero con el componente subyacente del hombre azotado y vapuleado por la existencia sin razón aparente.
La metamorfosis. Portada primera edición 
Siguiendo en este peregrinar por los diarios de Kafka, o su blog personal, me encuentro con este texto:30 de agosto de 1912. Esta tarde, mientras estaba acostado en la cama, alguien hizo girar rápidamente una llave en la cerradura; durante un instante tuve cerraduras por todo el cuerpo, como en un baile de disfraz; aquí y allá, con breves intervalos, abrían o cerraban una de las cerraduras”. Aparte de estas anotaciones, poco comunes, sus escritos del día a día están plagados de sueños, cartas, aforismos, lecturas, etc. Muchas notas se orientan hacia los pormenores de la escritura y ese forcejeo constante por escribir, por llenar páginas y páginas con algo que valga la pena. Nunca estuvo seguro de lo que escribía, quería escribir con tal perfección que a veces dudada de estar a la altura para semejante tarea. Gustav Janouch recopila un hecho que expone la relación de Kafka con la escritura y su fingimiento. Este se encontraba en su estudio, sostenía un libro en blanco, dijo exasperado: “¡Sí, un libro! En realidad no es más que un simulacro hueco y vacío. Está encuadernado con piel artificial. Aunque mejor dicho, en él no hay rastro ni de artificio, ni de piel. Todo es papel. (…) ¡Dentro no hay nada, absolutamente nada! (…) ¿Se me está queriendo insinuar algo con esto? ¿Qué significa este libro que no es un libro?”. Un libro que en su aspecto externo lo es, pero en cuyo interior no tiene nada escrito señala un poco su condición: por fuera, sentado escribiendo, produce la sensación de ser un escritor, pero por dentro no hay nada. Un poco como Jack Torrance, aquel escritor de Kubrick/ Stephen King, de la película “El resplandor”, que como un poseso escribe y va llenando hoja tras hoja con una sola frase: “Todo el trabajo y nada de juego hacen de Jack un chico aburrido”. Pero para Kafka la escritura no era un simulacro, ni un sencillo juego: “Todo cuanto no es literatura me hastía y provoca mi odio, porque me molesta o es un obstáculo para mí,…".
Kafka. Sofía Gandarias
Por casualidad me topé con los diarios de la poeta Alejandra Pizarnik, quien tampoco se tomó eso de la escritura como pasatiempo para ser feliz o para que sus amigos la quisieran más, sino que para ella fue una actividad torturante y metódica. Por supuesto tenía devoción/obsesión por los diarios de Kafka, era su Biblia, según sus propias palabras, manoseada, percudida y con infinidad de anotaciones al margen. Ella escribió con esa claridad tan oscura en su diario: “No es la vida lo que me molesta; son los detalles”. Aunque en un poema la poeta vislumbró algo con respecto a Kafka y a ella misma: “…pero le paso (a Kafka) lo que a mí:/se separó/fue demasiado lejos en la soledad/ y supo -tuvo que saber- / que de allí no se vuelve / se alejó -me alejé-/ no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal) / sino porque una es extranjera/ una es de otra parte, (…)”
En una de las anotaciones finales de su diario Pizarnik escribe: “No olvidarse de suicidarse”. Días después, efectivamente, lo recordó con fría precisión. Kafka no se suicidó, murió de tuberculosis, no había cumplido los 40 años. No obstante al final pidió a su amigo Max Brod que arrojara al fuego todos sus escritos, que era como una especie de suicidio ya que la escritura, que tanto desvelos y revelaciones le había deparado, era lógico que acabase convertida en cenizas, sólo que su amigo no tuvo la firmeza para cumplir con el mandato final de su amigo y Kafka sigue en la oscura eternidad de la literatura, en el rincón de una fría habitación soñando como sus escritos arden y vuelan por el aire convertidos en pequeños pájaros negros, mientras alguien gira todas las llaves y abre las cerraduras de su cuerpo.

viernes, 13 de enero de 2012

Espacio privilegiado de la imaginación

Antonio Skármeta




Soy un romántico perdido admirador del libro de papel, así como de las inscripciones que han hecho culturas desaparecidas en las cavernas o en pergaminos ancestrales. Y sin embargo, entre los escritores contemporáneos, pertenezco a la rara especie de aquellos que no abominaron de la televisión y durante más de una década hice programas en Latinoamérica – con más imaginación que dinero – que, trasmitidos muy tarde de la noche, en muchas ocasiones se ubicaron entre los diez programas más vistos en las estaciones que los trasmitían en Latinoamérica.
Esto no sólo es atribuible al espíritu del realismo mágico que caracteriza buena parte de la literatura latinoamericana y que tiene su sumo pontífice en el Premio Nóbel Gabriel García Márquez, sino en mi convicción profunda, adquirida en la infancia, de que los relatos escritos pueden dar un destello más intenso si recuperan la alegría original de la oralidad. Esta convicción no me vino de la lectura de antropólogos, ni de Levi-Strauss ni de Foucault, sino de rústicas experiencias aldeanas compartidas con mi abuela cuando era un niño de ocho años y luego con mis amigotes en un barrio de Buenos Aires cuando tenía once o doce.
Mi infancia fue un largo idilio con la radio y mi primera experiencia con relatos que carecían de todo soporte material. Cuando mi abuela tejía interminables chalecos después del almuerzo, me pedía que me quedara sentado a su lado, mientras ella oía horribles melodramas radiales con música patética y episodios escalofriantes. Se apasionaba de tal manera por esos seriales radiofónicos que se irritaba si alguien le hacía una pregunta o sonaba el teléfono.
Y comentaba con furia la torpeza de los protagonistas que no eran tan decididos como ella para actuar.
Por ejemplo, recuerdo una serial en que capítulo a capítulo dos bandidos intentaban robar el anillo de diamantes de una mujer aristocrática que valía un millón de dólares. Pero cada vez que estaban a punto de birlarle el anillo de su dedo, algo pasaba: entraba la criada a la habitación, su marido se acercaba a besarla, la mujer cerraba el baño al ducharse. En una ocasión, los bandidos le meten en la sopa una pócima de estupefaciente para hacerla dormir, y cuando la dama cae tendida al suelo, intentan sacarle el anillo. Pero éste estaba tan apretado que al cabo de diez minutos de esfuerzos tienen que huir sin poder llevarse la joya. Mi abuela, que amaba las emociones fuertes, me dijo indignada en español con su acento croata: “¡Qué bandidos más estúpidos! Lo que tienen que hacer es traer hacha, cortar dedo mujer rica y llevarse anillo y dedo”.
El momento inaugural de mi vida de escritor
En el pueblo la electricidad no era muy estable. Y había muchos cortes de energía que impedían que se mantuviera encendida la radio. Mi abuela se indignaba, pues ocurrían a veces en el momento culminante de la acción melodramática. Y entonces me decía: “A ver, Antonio, ¿qué crees tú que está pasando ahora mismo?” Y yo, con muchos gestos y ritmo acezante, le iba contando lo que me imaginaba, por cierto con acciones tan descabelladas como las que le gustaban a ella. Mi abuela asentía y seguía tejiendo, clavando su mirada en el techo como si allí ocurriera la acción que yo le narraba.
Y un día sábado en que sí había electricidad y la radio funcionaba con el melodrama a alto volumen, mi abuela la apagó y me dijo: “Antonio, mejor cuéntame tú”. Yo estimo que ése es el momento inaugural de mi vida de escritor profesional: ¡sin soporte de ningún tipo!
Un rato de lectura. Ivan Kramskói. (1837-1887)
Como ustedes comprenderán, haber satisfecho las ansias de la fantasía de una abuela era una invitación contundente a desembocar en la inestable condición de escritor. La aprobación de la anciana de mis “complementos” dramáticos me resultó más valioso que un PHD en creative writing de Harvard.
Ser escritor para un adolescente chileno en esa época no podía ser sino ser un escritor norteamericano. ¡Y en New York! Trepar a la terraza del Empire State Building con una preciosa chica rubia en la mano, como lo había hecho King Kong. Allá en la gran metrópolis del mundo estaba toda la excitación necesaria. Había que volcarse al camino, a vivir on the road, como lo hacían Kerouac y sus poetas beatniks.
Siendo yo un escritor que aprendió amar la literatura sin ningún soporte material – como no fuera la voz humana y acaso el silencio del desierto -, no le temo a ningún tipo de aeropuerto donde aterricen las fantasías. Para mí el problema de la literatura no es el tipo de soporte, sino la falta de lectores. Si hago el elogio del libro de papel con entusiasmo, es porque hasta ahora éste ha sido el vehículo que me ha permitido contactarme con lectores en más de treinta lenguas. Pero también lo han conseguido los filmes hechos sobre mis novelas y hasta las operas que las han cantado.
No temo pues a las transformaciones: al contrario, las aliento. Trabajo con ellas. Sé que cualquiera que sea el soporte de las cartas que le lleva mi cartero a Pablo Neruda, la emoción que tendrá el lector del libro, del I-Pad, del E-Book, el espectador de la pantalla de cine o de los escenarios teatrales, será la misma.
La literatura es mucho más que información
He estado consultando las estadísticas acerca de la cantidad de lectores de libros en sistemas electrónicos y noto que hasta el momento el mercado de éstos en mi lengua, el castellano, es enormemente inferior a los de habla inglesa.
Sin embargo, quiero proponerles una consideración que me hace pensar que el soporte de papel de la literatura, el libro, es un objeto tan sofisticado que, al menos en lo que llamamos las bellas artes, convivirá con los nuevos soportes y hasta me pregunto si no lo hará con alguna ventaja. Mi argumento: las pantallas hoy son la herramienta fundamental de trabajo de la humanidad.
En cualquier lugar del planeta la mayor parte del tiempo laboral transcurre entre los fogonazos estridentes o atenuados – según la calidad del aparato – de los ordenadores. La electrónica, en primer lugar, está asociada al trabajo. Doblega nuestra vista, nos agota la atención. Es nuestro jefe.
Claro que también es el espacio privilegiado de comunicación entre la gente que se siente ligada con su uso. Pero no es menos interesante que las formas más populares de expresión entre los viajeros de la red de internet sea el mensaje abreviado, minimalista, conciso. El de la información. Twitter.
Pero justamente la literatura es mucho más que información. Un libro científico es un caudal de informaciones, y los textos de estudio son sólo eso: información que hay que entender, aprender, dominar y aplicar.
Mas la literatura no tiene nada que ver con estos criterios pragmáticos. La literatura es justamente el regodeo en la palabra, en las imágenes que abren la mente hacia zonas no codificadas por el lenguaje de las ciencias. Para decirlo de un modo impreciso pero rotundo, la literatura de creación, narración o poesía, perteneciente al ámbito del placer más que del trabajo.
Creo que ese factor psicológico – de evasión hacia lo otro – pondrá a salvo al libro de la voracidad de la información. De quienes le dan y de quienes le piden. Claro que es posible comprar un DVD y ver el último filme premiado en Cannes en la pantalla del televisor de la casa. Pero aún vamos al cine. Claro que nuestros sentimientos profundos de religiosidad permiten un diálogo íntimo con la divinidad en un rezo, pero entramos a los templos y participamos en los ritos. Claro que podemos decirle palabras de amor a la amada por teléfono o por mail, pero buscamos encontrarla y vamos tras sus labios con nuestro beso. Claro que podemos trabajar todo el día en Wall Street reventándonos las pupilas en las transacciones de la Bolsa y en la noche ir a ver un filme magnífico donde nos muestren en tres dimensiones las playas de Tahití y las bellas mujeres que pintó Gauguin. Pero lo que realmente queremos es estar en esas playas, ver esas pieles, disfrutar aquella brisa, vivir no de un modo vicario el placer sino la plenitud. Nadar en las templadas aguas de ese mar cobalto.
Una buena convivencia
Cualquier discusión sobre el futuro del libro debe tomas en cuenta que el relato llevado al papel – de los antiguos pergaminos hasta las impresiones actuales – ha generado prestigiosos espacios de comunicación., tales como librerías, bibliotecas nacionales o municipales, clubes de lectores y que sus formas se vinculan con otras artes que hacen del relato impreso y encuadernado un objeto único: por su diagramación, las ilustraciones, las portadas, la gente que se convoca en torno a él en espacios públicos.
La aparición de un libro exitoso provoca la admiración colectiva simultánea: es un acontecimiento cultural. Dudo que la fantasmal aparición de un relato en la soledad de un soporte electrónico privado tenga la efusiva gracia del nacimiento de un texto en papel.
Leyendo. Gerhard Richter (1932-        )
Es evidente que hoy cuando nos sentamos frente al televisor en nuestras casas tenemos a nuestra disposición muchos programas en muchas lenguas y que el zapping nos puede llevar a cualquier lugar del mundo. Pero siempre nuestra primera opción es la información local, aquella intimidad y pertenencia que nos dan los rostros cercanos, los acontecimientos de nuestro país que son la agenda de nuestras conversaciones y discusiones de la vida cotidiana.
No veo cómo el libro electrónico pueda conseguir esa aureola de simultaneidad admirativa y atención colectiva que provoca la firmemente estructurada industria editorial y sus redes de difusión desde las librerías a la prensa. Quiero enfatizar con esto que la publicación de un libro en la modalidad existente es un acontecimiento cultural que pone esa imaginación extravagante, que es la fantasía de un escritor, en la agenda colectiva de la gente.
De allí que mi apuesta es por una larga convivencia de distintos tipos de soportes: los electrónicos serán fieles aliados de la investigación, la información, el “trabajo” intelectual, el contacto “solitario” con un relato. Los soportes en papel seguirán siendo el espacio privilegiado de la imaginación no utilitaria, de la combinación de artes que se expresan en el objeto libro.
Y por cierto la noble tarea que ya las instituciones más dedicadas a la cultura universal han iniciado de crear las bibliotecas virtuales es digna de todo elogio. Que ellas pongan al alcance de la gente todo el magnífico saber de la humanidad desde que lo relatos se hicieron signos es un acontecimiento que celebramos con júbilo porque esa información se expandirá e influirá en la vida de millones de personas haciéndolas más informadas, sensibles y, consecuentemente, más libres.
Si el libro de papel ha de sobrevivir y convivir con la masiva celeridad de la difusión de libros por la Red y los E-books, los grandes espacios de circulación han de activarse para hacerse más acogedores. No es raro que si se ama un libro, uno quiera regalarlo. El libro de papel es el objeto ideal para hacerlo. Al lugar común de que el cine no mató al teatro, de que la televisión no mató al cine, o de que las excelentes reproducciones no hundieron a los museos con sus originales, puede agregarse algo que detecto en los distintos idiomas y continentes por los que me muevo: hay un ansia en la gente de intimidad, de estar cerca del artista y la obra de arte, de huir de la experiencia chirriante y estridente, de estar VIVO en VIVO, en medio de los acontecimientos.
Hay un apetito por evadir los intermediarios. Se podrá decir que esta tendencia es minoritaria, pero creciente.
No se equivocan quienes dicen que los libros concentran una comunicación más íntima con el lector, menos mediatizada. No hay que hacer ningún clic para llegar y sumergirse en él. Que nuestro sueño más preciado sea la intimidad con el arte, con el artista, con el silencio reflexivo que nos deja haber entrado en el mundo de la creación y haber salido de él inspirados para abordar la vida con más gracia y alegría.
Hasta ahora el libro de papel es el medio más próximo, el menos efímero, el más concreto, el más sensual, el más visionario, y hasta aquel que desprende el mejor aroma: el de la tinta bendita derramada sobre la página.

Cortesía El Correo de la UNESCO
Octubre-Diciembre 2011

lunes, 2 de enero de 2012

Pre-historia de unos textos invisibles


Ileana Ruiz

Paraguaná, 29 diciembre 2011

Pintura Rupestre. Cuevas de Altamira
Amanda.  Michelangeli,  era más largo el apellido que toda Amanda, cuarta hija de Maruja y Fabián. Llegó a mi vida a sus dos años y piquito. Ella misma parecía un piquito de tan chiquita que era toda salvo sus ojos. Entró al salón de preescolar acompañada por toda la familia y a la hora de la despedida las lágrimas empezaron a llenarlos como pozos sin que jamás los desbordaran. Creí que a mí se me partiría el corazón al llevarla cargada a ver unas fotos (a ver si ella veía porque lo que era yo tenía la vista nublada por completo) mientras la familia se marchaba. Al cabo de un año escolar la directora debía evaluar su motricidad gruesa y fina para decidir su cambio de nivel. En preescolar, el caminar sobre las distintas piezas de troncos o cauchos,  sorteando en equilibrio la dificultad de desniveles y variadas formas es un ejercicio obligatorio tal y como aprobar matemáticas o lengua lo es en la escuela primaria. Amanda sabía dibujar conservando los márgenes pero en el parque se mostraba insegura. Cuando la subí al primer obstáculo, Amanda me miró con terror y sus pozos visuales volvieron a anegarse al elevarse el nivel de las aguas internas. Saqué mi bolígrafo y se lo di: Mandy, agárralo bien duro y camina. Las lágrimas desaparecieron tragadas por el sumidero del alma. Amanda se aferró al bolígrafo como si fuese lo más seguro y estable sobre la faz de la tierra y se desplazó sin tropiezos por la hilera zigzagueante. Al final de la misma movió el lapicero como si se tratara de una batuta y, sonriendo, saltó al piso. Por si quedaba algún atisbo de duda acerca de su madurez motora, vino hacia mí saltando y, con una gran reverencia, me devolvió el bolígrafo.

Albert Anker (pintor suizo, 1831-1910): Un niño escribiendo (1875)
Alfredo. Fue mi compinche en la infancia. No tenía inconveniente en andar a cuatro patas por toda la casa llevándome en su espalda cuando jugábamos a Clarence, el león bizco de Daktari. También montaba en triciclo y jalaba un mecate del cual yo me sostenía haciendo piruetas con patines imaginándome que esquiaba en agua o me enseñaba a lanzarme y barrerme quieta al robarme una base. Se comía sin protesta mis experimentos culinarios y con la misma paciencia me explicaba los acertijos matemáticos de El hombre que calculaba. Desde niño es el hombre más inteligente y estudioso que conozco. Pero no le gusta escribir nada. Sufre, de verdad sufre cuando debe redactar algo. Cuando yo estaba en cuarto grado y él en tercero aprendí a falsificarle la letra y le hacía la tarea. En verdad, él la hacía: leía las instrucciones, me explicaba qué era lo que tenía que hacer, me daba las orientaciones generales y me dejaba escribiendo mientras él se iba a leer. Por ese tiempo mi papá me regaló un bolígrafo Paper Mate, todo un lujo para una chama de barrio como yo pese a que aún no se había inmortalizado como herramienta de limpieza utilizado para barrer por María Antonia (aquella loca de remate que según Mujica debe ser prima hermana mía o algo así). Con ese bolígrafo hacía mis tareas y, por supuesto, las de Alfredo. Pero llegaron los exámenes finales y Alfredo estaba nerviosísimo porque si bien había estudiado mucho durante todo el año, no había escrito nada. Esa mañana, antes del ritual de despedida (los hermanos y hermanas Ruiz nos abrazamos y besamos diciéndonos algo bonito y, como somos nueve y muy parecidos entre todos y todas y, para colmo, en el procedimiento a veces se nos olvida si ya nos despedimos de alguien y volvemos a despedirnos  no importa si está repetido, mis panas ante algo cercano a la eternidad dicen que es más largo que despedida de Ruiz), lo tomé por los hombros y entregándole el bolígrafo le dije: Mira, chamín. Este es un bolígrafo mágico: tú nada más lo pones en la hoja de examen y te concentras y él se acuerda de todo lo que yo escribí. Les puedo jurar que la magia existe: Alfredo sacó veinte puntos en todas las materias. Hoy en día cuando debe presentar algún informe sobre la situación de derechos humanos en Venezuela ante algún Comité Internacional me pregunta: Ile, ¿no tendrás algún bolígrafo que me prestes?

Boris. Es mi hermano incomprensible. Exquisito para todo pero igualmente contradictoriamente abandonado. Tiene una vajilla de colores que combina con la carpa cuando se va de campamento y una alfombrita que coloca a la entrada de la misma para limpiarse la tierra de los zapatos al entrar pero luego se distrae tratando de atrapar en la boca cotufas enmantequilladas dejando un reguero de maíz tostado en aceite por todos lados;  se compra todas las cremas y menjunjes de la cosmetología moderna y se las pone cada una en la parte apropiada del cuerpo que no ha bañado con agua dulce en diecisiete  días al apostar conmigo a quién era capaz de permanecer salado por más tiempo durante unas vacaciones en las que nos dio por recorrer todas las playas del oriente del país (yo gané porque en el día dieciocho él sucumbió ante unos surtidores que regaban el césped de una casa en Güiria mientras en cambio yo me duché fue a los veintidós, en Caripe del Guácharo para quitarme el guano de la cueva); escucha música clásica y vallenato; se viste con trajes hipercarísimos con todo y corbata con zapatos de goma en el último estado de lo rosqueado. Cuando vivía en estaba pendiente de descubrir sitios nuevos para llevarme a comer desde perros calientes asquerositos hasta la más sofisticada comida mongolesa. Una vez estábamos comiendo conejo al salmorejo y en la mesa de al lado a un niño se le quedó atorada una semilla de durazno en la garganta. Pese a todos los esfuerzos que hacían los padres y Boris, la fulana pepa se negaba a salir. El chamo se estaba asfixiando. No sé de dónde me vino la idea. Saqué mi bolígrafo (el mágico no, otro), lo abrí por la mitad y dejando solo el cilindro de la punta se lo tendí a Boris: hazle una traqueotomía. Boris ni me miró: sujetó al niño entre sus rodillas inmovilizándolo y le clavó el tubo en la garganta. Un sonido milagroso del aire entrando y saliendo de sus pulmones se impuso sobre el griterío. Llegó una ambulancia y los médicos felicitaron a Boris por el procedimiento. Tranquilos- dijo- soy pediatra. Fue, se lavó las manos y se sentó a terminar su conejo.

Karibe. Caminábamos a la orilla de la playa dejando que la espuma de las olas jugara con nuestros pies. No me atrevo a escribir ni una letra en presencia del poeta Karibe. Basta que esté conmigo en una habitación para que yo me inhiba por completo. El texto terminado sí se lo muestro, pero el proceso de elaboración no. A nadie. Es que hay unos textos invisibles- le dije esa tarde- que no se pueden descifrar. Están presentes en cada escrito, danzan a su alrededor, susurran entre líneas, pareciera que quieren asomarse entre los signos de puntuación, son celajes de luna nueva que mengua en pleno creciente. ¿Cómo te explico?  No se puede. Aunque ¿de cuántos espantos nos hemos salvado, de cuántas sinrazones nos hemos librado, cuántos oráculos de muerte hemos exorcizado al aferrarnos con furia o pasión a un débil bolígrafo? Esta espuma que parece efímera es el resumen del impetuoso mar. El poeta se detuvo y me pidió: Escríbelo. Escribe esos textos invisibles.

Ileana. Frente a la Bahía de Amuay saco mi bolígrafo desechable y mi libreta del Segundo Aniversario de Todosadentro (todavía me queda una). Escribirlos. Esos textos invisibles son ahora mi tarea.