Antonio Skármeta
Soy un
romántico perdido admirador del libro de papel, así como de las
inscripciones que han hecho culturas desaparecidas en las cavernas o
en pergaminos ancestrales. Y sin embargo, entre los escritores
contemporáneos, pertenezco a la rara especie de aquellos que no
abominaron de la televisión y durante más de una década hice
programas en Latinoamérica – con más imaginación que dinero –
que, trasmitidos muy tarde de la noche, en muchas ocasiones se
ubicaron entre los diez programas más vistos en las estaciones que
los trasmitían en Latinoamérica.
Esto
no sólo es atribuible al espíritu del realismo mágico que
caracteriza buena parte de la literatura latinoamericana y que tiene
su sumo pontífice en el Premio Nóbel Gabriel García Márquez, sino
en mi convicción profunda, adquirida en la infancia, de que los
relatos escritos pueden dar un destello más intenso si recuperan la
alegría original de la oralidad. Esta convicción no me vino de la
lectura de antropólogos, ni de Levi-Strauss ni de Foucault, sino de
rústicas experiencias aldeanas compartidas con mi abuela cuando era
un niño de ocho años y luego con mis amigotes en un barrio de
Buenos Aires cuando tenía once o doce.
Mi
infancia fue un largo idilio con la radio y mi primera experiencia
con relatos que carecían de todo soporte material. Cuando mi abuela
tejía interminables chalecos después del almuerzo, me pedía que
me quedara sentado a su lado, mientras ella oía horribles melodramas
radiales con música patética y episodios escalofriantes. Se
apasionaba de tal manera por esos seriales radiofónicos que se
irritaba si alguien le hacía una pregunta o sonaba el teléfono.
Y
comentaba con furia la torpeza de los protagonistas que no eran tan
decididos como ella para actuar.
Por
ejemplo, recuerdo una serial en que capítulo a capítulo dos
bandidos intentaban robar el anillo de diamantes de una mujer
aristocrática que valía un millón de dólares. Pero cada vez que
estaban a punto de birlarle el anillo de su dedo, algo pasaba:
entraba la criada a la habitación, su marido se acercaba a besarla,
la mujer cerraba el baño al ducharse. En una ocasión, los bandidos
le meten en la sopa una pócima de estupefaciente para hacerla
dormir, y cuando la dama cae tendida al suelo, intentan sacarle el
anillo. Pero éste estaba tan apretado que al cabo de diez minutos de
esfuerzos tienen que huir sin poder llevarse la joya. Mi abuela, que
amaba las emociones fuertes, me dijo indignada en español con su
acento croata: “¡Qué bandidos más estúpidos! Lo que tienen que
hacer es traer hacha, cortar dedo mujer rica y llevarse anillo y
dedo”.
El
momento inaugural de mi vida de escritor
En el
pueblo la electricidad no era muy estable. Y había muchos cortes de
energía que impedían que se mantuviera encendida la radio. Mi
abuela se indignaba, pues ocurrían a veces en el momento culminante
de la acción melodramática. Y entonces me decía: “A ver,
Antonio, ¿qué crees tú que está pasando ahora mismo?” Y yo, con
muchos gestos y ritmo acezante, le iba contando lo que me imaginaba,
por cierto con acciones tan descabelladas como las que le gustaban a
ella. Mi abuela asentía y seguía tejiendo, clavando su mirada en el
techo como si allí ocurriera la acción que yo le narraba.
Y un
día sábado en que sí había electricidad y la radio funcionaba con
el melodrama a alto volumen, mi abuela la apagó y me dijo: “Antonio,
mejor cuéntame tú”. Yo estimo que ése es el momento inaugural de
mi vida de escritor profesional: ¡sin soporte de ningún tipo!
Un rato de lectura. Ivan Kramskói. (1837-1887) |
Como
ustedes comprenderán, haber satisfecho las ansias de la fantasía de
una abuela era una invitación contundente a desembocar en la
inestable condición de escritor. La aprobación de la anciana de mis
“complementos” dramáticos me resultó más valioso que un PHD en
creative writing de Harvard.
Ser
escritor para un adolescente chileno en esa época no podía ser sino
ser un escritor norteamericano. ¡Y en New York! Trepar a la terraza
del Empire State Building con una preciosa chica rubia en la mano,
como lo había hecho King Kong. Allá en la gran metrópolis del
mundo estaba toda la excitación necesaria. Había que volcarse al
camino, a vivir on the road, como lo hacían Kerouac y sus
poetas beatniks.
Siendo
yo un escritor que aprendió amar la literatura sin ningún soporte
material – como no fuera la voz humana y acaso el silencio del
desierto -, no le temo a ningún tipo de aeropuerto donde aterricen
las fantasías. Para mí el problema de la literatura no es el tipo
de soporte, sino la falta de lectores. Si hago el elogio del libro
de papel con entusiasmo, es porque hasta ahora éste ha sido el
vehículo que me ha permitido contactarme con lectores en más de
treinta lenguas. Pero también lo han conseguido los filmes hechos
sobre mis novelas y hasta las operas que las han cantado.
No
temo pues a las transformaciones: al contrario, las aliento. Trabajo
con ellas. Sé que cualquiera que sea el soporte de las cartas que le
lleva mi cartero a Pablo Neruda, la emoción que tendrá el lector
del libro, del I-Pad, del E-Book, el espectador de la pantalla de
cine o de los escenarios teatrales, será la misma.
La
literatura es mucho más que información
He
estado consultando las estadísticas acerca de la cantidad de
lectores de libros en sistemas electrónicos y noto que hasta el
momento el mercado de éstos en mi lengua, el castellano, es
enormemente inferior a los de habla inglesa.
Sin
embargo, quiero proponerles una consideración que me hace pensar que
el soporte de papel de la literatura, el libro, es un objeto tan
sofisticado que, al menos en lo que llamamos las bellas artes,
convivirá con los nuevos soportes y hasta me pregunto si no lo hará
con alguna ventaja. Mi argumento: las pantallas hoy son la
herramienta fundamental de trabajo de la humanidad.
En
cualquier lugar del planeta la mayor parte del tiempo laboral
transcurre entre los fogonazos estridentes o atenuados – según la
calidad del aparato – de los ordenadores. La electrónica, en
primer lugar, está asociada al trabajo. Doblega nuestra vista, nos
agota la atención. Es nuestro jefe.
Claro
que también es el espacio privilegiado de comunicación entre la
gente que se siente ligada con su uso. Pero no es menos interesante
que las formas más populares de expresión entre los viajeros de la
red de internet sea el mensaje abreviado, minimalista, conciso. El de
la información. Twitter.
Pero
justamente la literatura es mucho más que información. Un libro
científico es un caudal de informaciones, y los textos de estudio
son sólo eso: información que hay que entender, aprender, dominar y
aplicar.
Mas la
literatura no tiene nada que ver con estos criterios pragmáticos. La
literatura es justamente el regodeo en la palabra, en las imágenes
que abren la mente hacia zonas no codificadas por el lenguaje de las
ciencias. Para decirlo de un modo impreciso pero rotundo, la
literatura de creación, narración o poesía, perteneciente al
ámbito del placer más que del trabajo.
Creo
que ese factor psicológico – de evasión hacia lo otro – pondrá
a salvo al libro de la voracidad de la información. De quienes le
dan y de quienes le piden. Claro que es posible comprar un DVD y ver
el último filme premiado en Cannes en la pantalla del televisor de
la casa. Pero aún vamos al cine. Claro que nuestros sentimientos
profundos de religiosidad permiten un diálogo íntimo con la
divinidad en un rezo, pero entramos a los templos y participamos en
los ritos. Claro que podemos decirle palabras de amor a la amada por
teléfono o por mail, pero buscamos encontrarla y vamos tras sus
labios con nuestro beso. Claro que podemos trabajar todo el día en
Wall Street reventándonos las pupilas en las transacciones de la
Bolsa y en la noche ir a ver un filme magnífico donde nos muestren
en tres dimensiones las playas de Tahití y las bellas mujeres que
pintó Gauguin. Pero lo que realmente queremos es estar en esas
playas, ver esas pieles, disfrutar aquella brisa, vivir no de un modo
vicario el placer sino la plenitud. Nadar en las templadas aguas de
ese mar cobalto.
Una
buena convivencia
Cualquier
discusión sobre el futuro del libro debe tomas en cuenta que el
relato llevado al papel – de los antiguos pergaminos hasta las
impresiones actuales – ha generado prestigiosos espacios de
comunicación., tales como librerías, bibliotecas nacionales o
municipales, clubes de lectores y que sus formas se vinculan con
otras artes que hacen del relato impreso y encuadernado un objeto
único: por su diagramación, las ilustraciones, las portadas, la
gente que se convoca en torno a él en espacios públicos.
La
aparición de un libro exitoso provoca la admiración colectiva
simultánea: es un acontecimiento cultural. Dudo que la fantasmal
aparición de un relato en la soledad de un soporte electrónico
privado tenga la efusiva gracia del nacimiento de un texto en papel.
Leyendo. Gerhard Richter (1932- ) |
Es
evidente que hoy cuando nos sentamos frente al televisor en nuestras
casas tenemos a nuestra disposición muchos programas en muchas
lenguas y que el zapping nos puede llevar a cualquier lugar
del mundo. Pero siempre nuestra primera opción es la información
local, aquella intimidad y pertenencia que nos dan los rostros
cercanos, los acontecimientos de nuestro país que son la agenda de
nuestras conversaciones y discusiones de la vida cotidiana.
No veo
cómo el libro electrónico pueda conseguir esa aureola de
simultaneidad admirativa y atención colectiva que provoca la
firmemente estructurada industria editorial y sus redes de difusión
desde las librerías a la prensa. Quiero enfatizar con esto que la
publicación de un libro en la modalidad existente es un
acontecimiento cultural que pone esa imaginación extravagante, que
es la fantasía de un escritor, en la agenda colectiva de la gente.
De
allí que mi apuesta es por una larga convivencia de distintos tipos
de soportes: los electrónicos serán fieles aliados de la
investigación, la información, el “trabajo” intelectual, el
contacto “solitario” con un relato. Los soportes en papel
seguirán siendo el espacio privilegiado de la imaginación no
utilitaria, de la combinación de artes que se expresan en el objeto
libro.
Y por
cierto la noble tarea que ya las instituciones más dedicadas a la
cultura universal han iniciado de crear las bibliotecas virtuales es
digna de todo elogio. Que ellas pongan al alcance de la gente todo el
magnífico saber de la humanidad desde que lo relatos se hicieron
signos es un acontecimiento que celebramos con júbilo porque esa
información se expandirá e influirá en la vida de millones de
personas haciéndolas más informadas, sensibles y, consecuentemente,
más libres.
Si el
libro de papel ha de sobrevivir y convivir con la masiva celeridad de
la difusión de libros por la Red y los E-books, los grandes espacios
de circulación han de activarse para hacerse más acogedores. No es
raro que si se ama un libro, uno quiera regalarlo. El libro de papel
es el objeto ideal para hacerlo. Al lugar común de que el cine no
mató al teatro, de que la televisión no mató al cine, o de que las
excelentes reproducciones no hundieron a los museos con sus
originales, puede agregarse algo que detecto en los distintos idiomas
y continentes por los que me muevo: hay un ansia en la gente de
intimidad, de estar cerca del artista y la obra de arte, de huir de
la experiencia chirriante y estridente, de estar VIVO en VIVO, en
medio de los acontecimientos.
Hay un
apetito por evadir los intermediarios. Se podrá decir que esta
tendencia es minoritaria, pero creciente.
No se
equivocan quienes dicen que los libros concentran una comunicación
más íntima con el lector, menos mediatizada. No hay que hacer
ningún clic para llegar y sumergirse en él. Que nuestro sueño más
preciado sea la intimidad con el arte, con el artista, con el
silencio reflexivo que nos deja haber entrado en el mundo de la
creación y haber salido de él inspirados para abordar la vida con
más gracia y alegría.
Hasta
ahora el libro de papel es el medio más próximo, el menos efímero,
el más concreto, el más sensual, el más visionario, y hasta aquel
que desprende el mejor aroma: el de la tinta bendita derramada sobre
la página.
Cortesía
El Correo de la UNESCO
Octubre-Diciembre
2011