lunes, 23 de abril de 2012

El ensayo entre profesionales y aficionados


Carlos Yusti

Imprenta
De joven quise ser poeta. Un buen día con otros individuos, que andaban comiendo musas a todas horas y anhelaban convertirse también en bardos urbanos, conformamos un grupo literario y luego multigrafiamos una revista, un cuaderno nada sacrosanto de cien páginas. En este dilema de todos poetas me asignaron la tarea de escribir los ensayos y ahí empezó todo.
El género te atrapa por muchas razones y el hombre que lo patentó fue Michel de Montaigne, un escritor francés nacido en el año 1533. Luego Sir Francis Bacon, célebre filósofo, político, abogado y escritor le daría una forma más sintética y lo demás es historia. Los ensayos de Montaigne permanecen hasta hoy por esa profunda honestidad con que fueron escritos, aparte que las citas incluidas demuestran una voracidad lectora como pocas y son en sí mismas un inestimable arte.
¿Y qué diantre es el ensayo? Son muchas las definiciones que andan por los predios de la Internet, pero la de Edmund Gosse (que la leí en el estudio preliminar que hace Adolfo Bioy Casares a una antología de ensayista ingleses) me parece la más indicada: “El ensayo es un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera”. No obstante no muchos escritos cortos son ensayos y no muchos textos algo más extensos, por mucho acicalamiento académico que exhiban, llegan a ser ensayos.
El amanecer. Paul Delvaux (1897-1994)
En el ensayo hay dos características insoslayable: la creación a partir de… y el juego como tanteo divertido y nunca definitivo, aunque a veces el autor de la impresión de lamentable cascarrabias y amargueta. Georg Lukács escribió que “el ensayo habla siempre de algo ya formado o, en el mejor de los casos, de algo que ya en otra ocasión ha sido; es pues su esencia el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento fueron vivas”. Entonces el ensayista es apenas un acomodador de argumentos, ideas y puntos de vistas que tienen tiempo dando sus paseos respectivos. El ensayista recicla, o acicala, toda esa amalgama de cosas y las presenta desde una perspectiva actualizada. W. Adorno que escribió ese esplendido texto El ensayo como forma, aseguraba que fortuna y juego le son esenciales (al ensayo no al ensayista) y que “No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde ya no queda resto alguno: así se sitúa entre las di-versiones”.
Otra de las características básicas del ensayo es que va mezclando experiencia (tanto leída como vital) con la cotidianidad más rupestre. El escepticismo es su marca de fábrica. Descreer de lo aprendido y dar largos paseos por la herejía y contra todas esas sutiles formas del poder que trata de anular cualquier requiebro libertario hasta llegar a esa interioridad particular. El ensayo, como bien lo enseñó Montaigne, es una forma de revisarse a sí mismo, de hurgar en ese cuarto de los trastos que algunos llaman conciencia e iniciar una encarnizada limpieza de todos esos veniales prejuicios que nos impulsan y nos convierten en parte de ese redil humano en consenso, a veces despiadado y carente de sutileza. Lo escrito por Adorno es puntual: “El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él”.
La academia ha visto en el ensayo una veta ideal para confeccionar sus tesinas, los trabajos de ascenso académico, los escritos para revistas arbitradas, las tareas para el postgrado en ciernes y un ramillete florido de etcétera. Los profesores universitarios, del feudo de las artes y las letras, se han convertido en indiscutibles profesionales del ensayo. Como el género es maleable y un tanto elástico se le utiliza como maquillaje para monografías, reseñas de libros, estudios, discursos y colecciones de artículos. El ensayo es menos ajustado, preciso y tiende más a ser un borrador (Borges hablaba de sus ensayos como tentativos borradores) inacabado que no lo tiene todo claro y que conjuga la bibliografía de la biblioteca con esa indispensable que proporciona la existencia.
Algo que afirmó con nitidez Adorno es que el ensayo trata de darle perdurabilidad a lo transitorio, trata de fijar lo efímero, de darle carne trascendente a eso que para muchos resulta banal, inconstante, superfluo. El ensayo fija los detalles nimios con chinchetas de inmortalidad, aunque suene rebuscado y algo profesoral.
Soledad. Paul Delvaux
Montaigne en su exordio al lector sobre sus ensayos acotaba: “Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron”.
En esto de ensayar hay ser siempre un aficionado; que el ensayista esté más entre el advenedizo de las letras y el metomentodo es saludable para el género. Es pertinente que el ensayista no tenga todas las cartas del juego de la escritura, que se sirva de sus lecturas y que le arrebate a la experiencia algunas enseñanzas que puedan escribirse con esa pasión de quien trata de encontrar un tono, una estética para su alma, que no es poca cosa.
Además para ensayar en el papel (o en la pantalla del computador) se necesita ser un quisquilloso observador de las experiencias experimentadas en carne propia por lo escrito por Bioy Casares: “Por su informalidad, el ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de toda tentación, fácilmente evitará el error. Con digresiones, con trivialidades ocasionales y caprichos. Solamente un maestro forjará la obra de arte”. El ensayo es la casualidad escrita del aficionado, el informe de una vida a saltos y sobresaltos, de lecturas y mudanzas, de absurdos y desavenencias acumuladas durante esas travesías triviales del existir.
Mientras que el profesional va con gríngolas académicas para no desviarse y así no salirse de sus casillas, el aficionado por el contrario es un entusiasta que todavía tiene los ojos frotados de asombro y aunque lo ha visto todo (y leído casi todo) cada mañana abre los ojos y el mundo le parece siempre distinto. El aficionado sabe que un libro, una frase, un atardecer, una idea, una foto, un encuentro puede servir para escribir un ensayo. Lo que otros desechan por baladí o desabrido siempre es buen material para ensayar como me ha pasado con aquella frase de Truman Capote: “Le tengo miedo a sapos reales en jardines imaginarios”.
Adorno escribió: “…la más íntima ley formal del ensayo es la herejía”. Se ensaya para oponerse a esa violencia intimidante de la ortodoxia venga de donde venga y esto trae implícito mucho compromiso si uno peca de heteroentodo. Hay que ensayar, como escribía Savater, como contrapeso a la dominante sabiduría inmutable. Hay que ensayar siempre y tener claro que todo es apenas un apunte, un boceto inacabado. La aventura es saber esto e iniciar siempre un nuevo borrador.

lunes, 2 de abril de 2012

ESCRIBIR NO ESCRIBIR


Antonio Tabucchi






Foto: Inés Baucells

El término autofiction gozó no hace mucho de un cierto entusiasmo sobre todo por parte de la crítica francesa, por más que parezca haberse tratado de un entusiasmo efímero. Acaso porque la autofiction es más fácil de teorizar que de producir, aunque, a decir verdad, el concepto, que ha permanecido en el ámbito de un estrecho círculo de elegidos, ha conservado un sabor vagamente esotérico, con el prestigio que emana de los códigos a los que el vulgo no tiene aún acceso.

Para evitar recorrer el complicado genoma literario del siglo XX que ha dado lugar a una criatura como la autofiction, jugaré con el concepto, y dándole la vuelta a efectos de cuanto me interesa decir aquí podría ser definido de forma negativa, estableciendo lo que no es. Sustancialmente, la autofiction no es cuatro cosas, o mejor dicho, cuatro categorías literarias canónicas hasta hoy: no es autobiografía, ni novela, ni autobiografía novelada ni novela autobiográfica. En su no ser todo eso, se sustrae por lo tanto a las categorías de Philippe Lejeune, quien, por lo demás con notable habilidad y talento, parecía haberle puesto el cascabel al gato de seculares disputas gracias a su idea de la estipulación de un pacto con el lector: los llamados "pacto autobiográfico" y "pacto novelesco".

En realidad, también esta clasificación, que pese a englobar la especie debe depender en cualquier caso de la familia, al igual que sucede en botánica, no toma en consideración el hecho de que autobiografía, autobiografía novelada y novela autobiográfica constituyen una suerte de palíndromo, de cuyo abrazo no puede escaparse; de forma distinta y complementaria llevan a cabo el mismo procedimiento: transformar la vida en literatura. Porque el propio hecho de relatar es literatura, y a esa ley no podemos sustraernos. Cambiando el orden de factores, el producto no se altera, la pescadilla se muerde la cola y se parece a la paradoja de Epiménides: "La frase que sigue es falsa. La frase que precede es verdadera." Relatarse a sí mismo en una autobiografía diligentemente verídica pertenece a lo novelesco de la misma forma que relatarse a sí mismo en una novela autobiográfica. Todo es en cualquier caso "novela". Así que más vale, por lo tanto, hacer una falsa autobiografía, podría ser que resultara más "verdadera". "Cuántas lágrimas he llorado sobre la ficción", decía Pushkin.

Aunque para el pasado no pueda hablarse propiamente de autofiction, es obvio que la literatura siempre ha sabido lo que significa introducir el propio Yo en la fiction. ¿O es que cuanto Cervantes dice de sí mismo en su Don Quijote no significa eso precisamente? ¿O será que lo que afirma Flaubert de Madame Bovary es sólo una graciosa boutade que nos induce a la sonrisa? "Madame Bovary c'est moi": ocurrente, sin duda, pero a fin de cuentas ¿qué quiere decir? Merecería la pena reflexionar sobre ello y seguir el problema en su inevitable trayectoria a lo largo del siglo XX, pero sintetizaré etapas y análisis, disculpándome de antemano por los inevitables hiatos. Rimbaud: "Je est un autre." Pessoa: "El poeta es un fingidor,/ finge tan completamente/ que llega a fingir que es dolor/ el dolor que en verdad siente." Pirandello: Así es si así os parece, Uno, ninguno y cien mil. Beckett: La trilogía. Borges: innumerables cuentos; recuerdo sólo "El Aleph", donde el admirable punto de vista privilegiado sobre la vida y sobre el universo es mostrado por un mediocre poeta argentino de los años veinte precisamente a Jorge Luis Borges, que nos lo cuenta.

Este preámbulo me era útil para llegar al uso que Vila-Matas hace de la biografía, y de la autobiografía, en un procedimiento de autofiction que me parece que nos lleva, en el

corazón de sus obras, hacia una dimensión a fin de cuentas lejana del punto de arranque y que significa sustancialmente "indagación acerca de la escritura". Un ejemplo entre muchos: recordar recuerdos ajenos. En Vila-Matas eso ocurre con cierta frecuencia, especialmente en novelas que se parecen a la literatura de viajes, como

Lejos de Veracruz, Extraña forma de vida, El viaje vertical: recuerdos de escritores que recorrieron antes esos lugares que está recorriendo (o que no está recorriendo) Vila-Matas. ¿Extracciones de tejidos ajenos? ¿Categorías de lo posmoderno? Tal vez. No me corresponde a mí establecerlo. Lo cierto es que si yo escribo una cosa que ya has escrito tú, es lo mismo, pero ya no es lo mismo. El Pierre Menard de Borges que rescribe el Don Quijote nos lo enseña. Perseguir con pasión vidas ajenas que son la nuestra, interiorizar a los muertos y hacerlos revivir: la escritura revela sus extraños y ocultos poderes, se convierte en práctica mágica. Escribir, ¿qué significa escribir?

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) goza ya de fama internacional y sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas; el año pasado le fue concedido uno de los más prestigiosos premios de lengua española, el Rómulo Gallegos, el llamado Nobel sudamericano. En Italia hasta ahora era un autor de culto para un pequeño círculo de admiradores gracias a dos libros publicados por la pequeña editorial Sellerio:
Suicidios ejemplares y Manual abreviado de la literatura portátil. Con la aparición el pasado año de Bartleby y compañía en la editorial Feltrinelli es de presumir que el círculo de sus admiradores y estimadores llegue a ampliarse.

Y considero que no hay libro más adecuado para hablar de la aproximación de Vila-Matas a la literatura que su Bartleby y compañía, obra de literatura comparada por excelencia, porque abarcando desde las literaturas más conocidas a las más ignotas, desde las más difundidas a las más exiguas, desde las mayoritarias a las minoritarias, desde los países más presentes y potentes del mundo a los más recónditos, trata de un quid que concierne a la literatura de cualquier latitud, de algo que puede ocurrir a los escritores de cualquier parte: dejar de escribir.

Bartleby, como es bien sabido, es el personaje de Melville, el copista, el administrativo de una oficina londinense, quien, ante cualquier invitación que se le haga para extender o copiar un documento (pero no sólo eso, también ante cualquier pregunta que se le haga, ante cualquier impulso para que reaccione), responde una frase absolutamente infranqueable: "Preferiría no hacerlo". La novela de Vila-Matas es un diario, obviamente no de Vila-Matas, sino de un personaje (un señor desconocido, cuyo nombre nunca se pronuncia) que trabaja como empleado y que, veinte años antes, cuando era joven, había publicado un libro sobre la imposibilidad del amor. Después de aquello ya no ha vuelto a escribir. El porqué no se nos dice. Pero el 8 de julio de 1999, el autor de ese único libro empieza a indagar en su diario íntimo sobre los escritores de todas las latitudes que han dejado de escribir, asociándolos en un ideal club de la "literatura del No", una bandada de Bartlebys acomunados por la pulsión del No, por la vocación por el silencio. O más bien, como hubiera dicho Robert Walser (Jakob von Gunten es obviamente objeto de indagación del diarista que ha cesado de escribir), "saber que no se puede escribir es una forma de escribir" (aunque quizá la afirmación sea de Vila-Matas, quiero señalarlo).

Ello, naturalmente, conduce a una dimensión "paralela" donde el no escribir es una forma de vida, el silencio puede ser no una renuncia sino una conquista o una afirmación, donde lo no-existente se impone pasando a ser, cargado de un significado misterioso e insondable, al igual que una pausa, un silencio en una partitura musical que puede resultar más emocionante que una nota.

El oscuro escritor de un único libro se embarca en una extraña aventura, que prescinde de la cronología y de la geografía, en busca de los motivos por los que sus correligionarios han dejado de escribir. Y, qué extraño, cada uno lo ha hecho por razones distintas, al menos según las hipótesis, las elucubraciones, las afirmaciones y las documentaciones (verdaderas o presuntas, reales o apócrifas) que él va anotando. Juan Rulfo, autor de una de las obras maestras de la literatura hispanoamericana, Pedro Páramo, y que después calla durante el resto de la vida, esgrime una de las justificaciones más originales que los escritores del No han pronunciado jamás para justificar su abandono de la escritura: "Porque se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba las historias". El episodio es relatado por Augusto Monterroso, al menos según lo que sostiene el personaje de Vila-Matas (y por lo tanto, lo apócrifo está al acecho). Con todo, no será inútil referir una perspicaz fábula que sobre el mítico silencio de Juan Rulfo escribió verdaderamente su buen amigo Monterroso, "El zorro más sabio". En ella se cuenta de un imaginario escritor de nombre Zorro, autor de dos novelas acogidas con enorme favor por la crítica. Pasaron los años, y el señor Zorro no publicaba ningún otro libro. La gente empezaba a murmurar y a interrogarse acerca del silencio del señor Zorro, y cuando se encontraban con él en alguna recepción o ceremonia se le acercaban y le decían que debía publicar otro libro. Pero si ya he publicado dos, contestaba cansinamente el señor Zorro. Y excelentes, replicaba todo el mundo, por eso debe publicar otro. El señor Zorro no lo confesó jamás, pero pensaba que en realidad lo que se pretendía de él era que publicara por fin un pésimo libro. Y dado que era un auténtico zorro, no lo hizo.

En el periplo por los mares ignotos de la no-escritura, el personaje de Vila-Matas no podía dejar de encontrarse con aquellos que pensaron escribir, pero no lo hicieron nunca, aquellos que eran potencialmente escritores, pero no llegaron a serlo. Aquellos, en definitiva, que lo rechazaron de antemano. La categoría es vasta en el siglo XX, y el no-escritor de Vila-Matas localiza al pionero en Joseph Joubert, nacido en Montignac en 1754, muerto a los setenta años, gran amigo de Chateaubriand, que no escribió jamás libro


Pessoa leyendo
alguno, aunque se preparó siempre para escribir uno. Se dice que Chateaubriand, que tenía gran ascendiente sobre él, le dijo un día, a la manera de Shakespeare, que le pidiera a ese gran escritor que se ocultaba en él que abandonara sus preconceptos, y que Joubert le contestó que todavía no había encontrado la fuente que buscaba. A su muerte, sus amigos publicaron su Journal intime, que él había redactado sólo para sí mismo, y aquellas páginas revelaron las múltiples vicisitudes que atravesó en su heroica búsqueda de las fuentes de la escritura. En aquella búsqueda, Joubert se perdió, tal vez por las razones por las cuales, según Blanchot, la búsqueda del espace littéraire inhibe la literatura: la fuente de la escritura es por sí misma fuente de la página en blanco.

Del pionero Joubert a nuestros contemporáneos que jamás escribieron lo que hubieran podido escribir: por ejemplo Pepín Bello, que fue el "cerebro" de la generación del 27, la de Lorca, Buñuel, Dalí; o Bobi Bazlen, quien evitó el texto literario para escribir únicamente notas al margen (publicadas en los años setenta por la editorial Adelphi con el título de Note senza testo —Notas sin texto—). El protagonista de Vila-Matas, buscando las razones de estos taciturnos a priori, no descuida los escritores que de tal silencio han buscado las razones, como Daniele del Giudice en su El estadio de Wimbledon, o como el más inquietante texto sobre la imposibilidad de escribir, que es La carta de Lord Chandos; ni obviamente los libros desaparecidos, los libros hipotéticos: los libros de caballerías de Alonso Quijano, Don Quijote; los libros hallados en las estibas de los barcos que arribaban a Alejandría y que Tolomeo hacía copiar; los tratados filosóficos de la biblioteca submarina del Capitán Nemo, y lo más virtual entre lo virtual: los libros que Blaise Cendrars quería anotar en un volumen que proyectó durante mucho tiempo y que hubiera debido titularse Manuel de la Bibliographie des livres jamais publiés ni même écrits.

Y seguimos, en este viaje de la no-escritura, con Rimbaud, que abandona la poesía por Abisinia, y Juan Ramón Jiménez, que deja de escribir en 1956, en el instante en el que recibe el Nobel y muere la compañera de su vida, porque se da cuenta de que todo lo que había escrito lo había escrito porque existía ella, y desde el momento en que ella ya no estaba, escribir ya no tenía sentido. Y Salinger, y su negativa a decir el porqué. Y Kafka, cuyos manuscritos salvó Max Brod de las llamas a las que su autor los había destinado, Kafka con su Odradek, o el último cuento, ese de la ratita Josephine, cantante lírica, que pierde la voz y deja de chillar. Y Enrique Banchs, el autor de La Urna, acerca del cual, en 1936, Borges escribió el memorable artículo "Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio". "Quizá su mismo talento le haga desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil", escribe Borges para explicar aquel silencio que duraba desde 1911. No sabía Borges que el mutismo de Banchs duraría 57 años, sobrepasando las bodas de oro del poeta con el silencio. O bien el silencio de Petronio, interpretado por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Petronio, en el relato de Schwob, es un chico de buena familia que conoció un día a un esclavo llamado Siro, quien le enseñó cosas desconocidas, descubriéndole un mundo de gladiadores bárbaros, de charlatanes, de celestinas, de jovencitos de cabello rizado a los que visitaban los senadores, de viejos borrachos que contaban historias inverecundas en las tabernas. El día que cumplió treinta años, Petronio decidió escribir las historias que pertenecían a ese mundo lejano de su posición social y leyó lo que había escrito al esclavo Siro, quien quedó entusiasmado. Se estuvieron riendo durante dos días enteros, y después Petronio y Siro concibieron el proyecto de poner en práctica las aventuras que Petronio había imaginado: se disfrazaron, entraron en los bajos fondos, se perdieron, se evadieron de la ciudad. Y así Petronio renunció a escribir, porque había empezado a vivir la vida que había imaginado. En otros términos, si el tema de Don Quijote es el soñador que vive sus sueños, la historia de Petronio es la del escritor que decide vivir lo que ha escrito, y por eso deja de escribir: porque ya no le hace falta.

¿Cuántas son las razones del silencio? Tantas como las de la vida. O de la muerte. O del suicidio. Porque el silencio es también un suicidio, razona el silencioso protagonista que escribe el diario escrito por Vila-Matas. Pero al suicidio le hace falta una cantidad de valor más reducida: basta una vez. Para el silencio el valor es obstinado, es necesario reunir valor para callar cada mañana, durante todos los días que nos quedan por vivir. El silencio es un suicidio renovado día a día.

En fin... Hemos llegado al final del libro. Acabamos de cerrar un libro. El desconocido autor que había dejado de escribir y que se interrogaba sobre las razones del silencio ha escrito un libro. Su diario, como el de Joubert, es un libro sobre la imposibilidad de escribir. Sólo 

Pessoa. Hermenegildo Sabat
que no serán sus amigos quienes lo publiquen póstumo y contra su voluntad: lo publicará Vila-Matas, resolviendo tal vez, con esta autofiction, un problema personal propio con la escritura. Porque si misteriosos son los caminos del silencio, igualmente lo son los de la escritura, y con su personaje Vila-Matas parece interpretar perfectamente la definición que John Keats, el poeta "consciente de ser poeta", dio del poeta: "El poeta es todo y nada, no tiene carácter, le sientan bien tanto la luz como la sombra". Y precisamente por eso, continúa Keats, "el poeta es el ser menos poético que existe, porque carece de identidad: está constantemente sustituyendo y llenando otros cuerpos".

Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando de literatura, naturalmente. Estamos reflexionando sobre ella. La estamos persiguiendo. Nos estamos preguntando qué es. Mallarmé se muestra muy categórico al establecer lo que no es. Cito de Crise des vers: "Narrar, mostrar, describir no presentan ninguna dificultad, y si bien para intercambiar nuestros pensamientos es suficiente con depositar en silencio una moneda en una mano ajena, el uso elemental del discurso sirve como medio de intercambio universal del que participan todos los géneros contemporáneos de la escritura, con la excepción de la literatura".

Gracias, Monsieur Mallarmé. Pero entonces, ¿qué es la literatura? Es una buena cuestión, que incluso podría plantearse la botánica, en el sentido de que se refiere a la especie y descuida la familia, visto que la especie "literatura" depende de la familia "arte". Así que sería necesario preguntarse qué es el arte. ¡Vaya pregunta más original!, se dirá. Y además, atención, veo ya al acecho a Benedetto Croce, que nos dirá no sólo qué es la poesía, sino también lo que no es; o Marx, que le dará un alojamiento popular; o Freud, dispuesto a levantar una piedra sobre la que la pobrecita yacía aplastada. Y muchos otros más, cada uno con su propia versión. Entonces ¿qué?

Entonces, para escapar de los edictos de los poderosos, nos podemos refugiar en una reflexión de Arthur Rimbaud. "Adieu" es un breve texto que forma parte de Une saison en enfer, y creo que se trata de una de las despedidas más hermosas, en su conmovedora levedad, de la literatura. En él, el cometa que ha ardido demasiado deprisa desea ya el propio otoño, la oscuridad y el silencio de los espacios siderales. "Intenté inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas", se dice a sí mismo, "y he aquí el resultado. ¡Debo sepultar mis recuerdos y mi imaginación!" Pero entonces ¿qué eran la poesía y el arte, esas prácticas que él creía sobrenaturales y por las cuales se siente traicionado? El poeta reflexiona. Nos está dando la espalda, quizá en la otra habitación con su mochila para Abisinia ya lista. Ah, un momento, parece que ya ha encontrado la respuesta: "Maintenant je peux dire que l'art est une sottise". Ahora puedo decir que el arte es una estupidez. Mientras lo piensa, Rimbaud está componiendo uno de los poemas más sublimes de todos los tiempos. Y nosotros aceptamos de buena gana su definición: el arte es una estupidez. Pero una estupidez sin la que la vida no tendría sabor, acaso ni siquiera sentido. La literatura, como toda forma de arte, es una estupidez, concedido, sólo que, como dijo Pessoa, es la sencilla demostración de que la vida no basta. Y por eso nosotros seguimos hablando de ella. ~

 Traducción de Carlos Gumpert

Cortesía Letras Libres, marzo 2003

jueves, 29 de marzo de 2012

Por qué escribo

George Orwell


Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años, y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes, no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.

Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.

Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.

Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: "Voy a hacer un libro de arte". Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.

De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.

Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.

Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.

lunes, 19 de marzo de 2012

Cómo se hace un escritor


Stephen Vizinczey



Tolstói estableció una comparación muy profunda entre el arte y la comida: la gente que piensa que lo más importante de la comida es el placer que nos proporciona y la exquisitez de su elaboración no entiende que la verdadera función de la comida es nutrirnos. Lo mismo puede decirse del arte. Su función principal es cultivar nuestra conciencia, nuestra alma, hacernos conscientes de que formamos parte de la raza humana, de que no estamos solos. Sin embargo, los escritores jóvenes de hoy lo tienen difícil, porque la idea más popular entre la gente es que el arte sirve para entretener, es un espectáculo.
Yo tuve la suerte de nacer en Hungría, donde el arte se consideraba un alimento espiritual. A pesar de todas las tiranías que sufrimos, encontrábamos la libertad en el arte y la poesía. El poeta siempre hablaba de sí mismo y era el tribuno del pueblo: la voz que pronunciaba las cosas que el dictador de turno no quería oír. Los poetas que yo admiraba eran personas que hablaban en nombre del pueblo, de la nación, porque nosotros no teníamos ni democracia, ni un parlamento libre, ni libertad de prensa. Grandes poetas húngaros fueron asesinados, otros tantos se murieron de hambre, otros se suicidaron, pero dejaron un legado que a los diez u once años me permitió sentirme orgulloso de mí mismo como parte de la humanidad. Gracias a ese legado supe que no estaba solo.
Mujer leyendo en el bosque. Gyula  Benczúr (1844-1920), húngaro.
Lo más importante del arte, de cualquier arte, aunque yo realmente solo puedo hablar del arte de la literatura, es pues que gracias a ella aprendemos dos cosas importantísimas: que no estamos solos y que podemos comunicarnos. Tolstói afirmó que la gente que no es consciente de su historia, que desconoce lo que ocurrió antes de que ellos nacieran, son salvajes. La literatura establece un vínculo entre el sujeto y la humanidad. La tiranía bajo la que yo vivía en Hungría me enseñó estas cosas.
 Otra cosa que me inspiró es que tuve la suerte, en varias ocasiones –primero a los ocho años, luego a los trece, de nuevo a los veintidós–, de estar cerca de la muerte. Es muy importante ser consciente de tu propia mortalidad, porque si no lo eres es mucho más fácil que los demás te controlen. Ahora mismo estoy escribiendo una novela sobre el líder de la lucha contra la mafia en Italia en tiempos de Andreotti. Fue nombrado comisario antimafia y Andreotti, que no pudo impedirlo porque era demasiado popular después de haber liberado a un general norteamericano secuestrado, lo felicitó y le dijo: “Sin duda, hace falta muchísimo valor para asumir este puesto, porque debe saber que la mafia va a intentar matarle.” El comisario le respondió: “¿Quiere decir que si me muestro sumiso viviré para siempre?”
Los grandes crímenes de la humanidad, empezando por el nazismo, no habrían tenido lugar si todos hubiesen sido conscientes de su propia mortalidad. Hace poco estuve en el Museo del Prado y me sorprendí otra vez al ver cuántas calaveras se ven en sus cuadros: calaveras que nos recuerdan nuestra propia mortalidad, que forma parte de la vida. Sin embargo, si somos conscientes de nuestra propia mortalidad es mucho más fácil ser una persona libre e independiente, es mucho más fácil emitir los propios juicios sobre la vida y opinar por uno mismo. Y la literatura ayuda: un gran libro es como una partitura: solo el cincuenta por ciento del texto está escrito sobre el papel. Hay puntitos sobre el pentagrama, pero estos puntitos carecen de sentido hasta que los músicos interpretan lo que está escrito. En ese sentido, la lectura es una experiencia creativa. Nosotros somos como el intérprete, como el músico que lee la partitura y le da a lo escrito un significado adicional: completa una obra incompleta y la convierte en una realidad viva en nuestra cabeza, lo cual es extremadamente importante, incluso desde el punto de vista fisiológico.

Robert Capa (Budapest, Hungría, 1913 Vietnam,1954)
Incluso los libros que son puro entretenimiento, como los libros policiacos, obligan al lector a pensar algo, aunque sea solo quién puede ser el asesino. Aunque sea la forma de literatura más popular y más fácil, el lector piensa y es mucho mejor leer estos libros que no leer nada. El cerebro necesita ejercicio, igual que el cuerpo. Y una mente que no se ejercita también tiene efectos sobre la salud y sobre el cuerpo. La forma más elevada de literatura es aquella en la que la partitura exige más esfuerzo mental por parte del lector: eso significa que es más difícil, que menos gente la entiende, pero es mucho más importante, ya que cuando completamos una novela así en nuestra mente también estamos ejercitando nuestra imaginación, y cuanto más ejercitemos nuestra imaginación más grande será. Y para la sociedad es tremendamente importante que la gente tenga imaginación: la matanza de millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial no hubiese sido posible si la gente hubiera podido imaginar lo que supone que te quemen vivo o que te torturen. Todos los horrores del mundo se han dado porque muchas personas carecían de la capacidad de imaginar lo que suponían sus actos. Lo más terrible de la naturaleza humana es la incapacidad de imaginarse estas cosas. Y la literatura, el arte en general, nos ayuda a pensar fuera de nuestra propia mente, a imaginarnos cómo se siente la otra persona. La gente es buena o mala no en función de sus principios morales, sino en función de la capacidad que tenga para imaginar lo que supone ser otra persona. ~

sábado, 10 de marzo de 2012

Poemas de Alfredo Lavergne


Selectos del libro: La mano en la velocidad

Poeta Alfredo Lavergne


este libro lo escribo a toda velocidad
consciente que el Taller la poesía cansada
me atrape si puede
y me fuerce al aula para aprender a mentir
entre pausas

#

a los que recrean a los que obviaron la tradición
a los que analizan a los que miran hacia atrás
a los que imaginan las fauces de la noche
a la mañana al amanecer también les cae la vigilancia
con violencia con gloria con billetes con aplausos
cuando suben las escaleras y los hoyos
de la suela de los zapatos izquierdos

#

como las raíces salvajes de la circunstancia
estoy quieto sin nadie miro encaramado
en el techo de un rascacielos loco decidido
a no poner punto acento
a dioses coma

#

celestes fraguados juegos
ninfas musas deas hijas
del elocuente Azur y la inmortal Letras
salgan de los libros al río poluidous
al imperio multinacionaleus a la guerra
entre cíclopes y lestrigones
pero huyan del consumismo cultural

#

en el gráfico las garantías suben y esperan
más mas las prioridades del planeta consumen
el peso de los niños en caída
la credibilidad que puede darse al olvido

#

Sor Juana de la Cruz sufrió
las descargas adheridas del polvo
y ya hace tanto tiempo
"Sor Juana en la cocina", Efrén Ordóñez (1927-2011).
en su biblioteca pasada al suplicio al retiro
de la materia en llamas traducida a tantas vidas
una mujer eternamente
por los besos de los versos humanos

#

el hermoso lado de las cosas que conducen el lujo
estrena la conducta del espejo ofrecido por nada
del mundo acepta el punto de vista del cliente
el maniquí desnudado miles de veces
del surrealismo

#

este año indigna
saber que Colón encalló en un banco de arena
los ojos naturales de los científicos imaginan
"La gallega" verdadera del año 1503 despedazada
en nuestra memoria los autóctonos a lo largo
del abandono

#

sin excusas de colesterol al futuro
la recuperación de los días perdidos inquietos
repercuten en el estado de hoy
esta cantidad de años y el origen terrenal
de los combates
de la desesperanza

#

un poco de historia está constituida en línea
la época actual puede provocarnos por ejemplo
la poesía y las esculturas móviles de paz
o la suspensión inmediata sobre toda falsa
ilusión de libertad

#

comprendo el gesto cauto del erudito
que busca en su escrito el silencio
parte con ellos a "bares" del otro mundo
donde izan la doble puerta del cielo doméstico
y a tirones nos cargan
su descuido y vacaciones

#

hay que ser franco con el color de la piel
y con la mancha líquida que brota del semejante
espero el dulce extraordinario basta
reconocer que somos el manantial del consumo
y que transpiramos para construir
seductores acondicionados temporales

#

no sé nada de usted ni de tu lectura
que no tiene nada de mí YO-YO-YO
Que salgo a pasear alborotado y desnudo
por los detalles que desconozco de tu verso
libre

#

cómo poder explicar la razón errante del frío
y la evolución de sus 90.000 años
Francis Coates Jones (1857-1932), estadounidense.
a este cuerpo inocente de llevar a cuesta
una flor a una mujer que no veo
hace un día

#

la visión muy personal de la caminata
por la Tierra Contemporánea de este poeta
y de las visiones en actitud interna puede parecer
incomprensible por culpa de adaptables sujetos
o de estos pájaros que se lanzan en picada
con sus cuerpos con sus sirenas con sus focos
encendidos

#

A 400 millones de años del miriópodo
América vigilada 500 años
oh continente oh Tierra Globo ooohombre
del acto de fe a la desconfianza
al diálogo al compromiso con la próspera
economía para la minoría oh ciempiés
que soportas el tiempo y pasas

#

Subdesarrollo

finalmente creo que hay posibilidades
y que van delante vaciando nuestras vidas
y que esta tibia cama de hoy mañana
no será un sitio acostumbrarse a y el amor
podrá pedir explicación
a la herida que nos refregamos en la cara



Alfredo Lavergne. Poeta, nació en Valparaíso, Chile, en 1951. Emigró a Canadá en 1975, país donde publicó en diferentes medios literarios y logró dar a conocer su obra en extenso. Se radicó en Québec, Montreal. Se sumó al estudio de la obra huidobriana (creacionismo), al haiku (poesía japonesa) y a la creación literaria. Colabora en revistas especializadas, festivales y periódicos. Retornó a Santiago de Chile en 2005. Su obra ha sido incluida en diversas antologías y revistas. Ha publicado siete libros de poesía en castellano y tres bilingües en idiomas castellano-francés. Actualmente reside en Santiago, Chile.

martes, 21 de febrero de 2012

Orlando Araujo en mis tres tiempos

 
David Figueroa González
Apenas brotabas
por ti esperaba soñando.”

Orlando Araujo
La vida es sin duda la Universidad más grande que el hombre puede llegar a tener.Tal aseveración la hago en base a vivencias propias y anécdotas ajenas, claro que los estudios formales, grados, posgrados y doctorados, también tienen su valor y ponderación, pero, para realizarlos hay que estar vivo, por un lado y por otro ser vivo. Acá es donde esa “gran Universidad” nos separa de los que están vivos pero no han vivido, ya que las oportunidades para la superación o el éxito en muchos casos la pintan calva, claro está, como diría Miguel Ángel Cornejo para lograr el éxito se necesitan tres factores: la oportunidad, la preparación y cierto grado de suerte.
El año 1992 en mi vida fue realmente de altos y bajos. Participé en la asonada golpista del 4-F, cuando era estudiante de Economía en la Universidad de Carabobo; ese mismo año cuando las mareas bajaron, me retiré de

jueves, 2 de febrero de 2012

El blog de Kafka

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Carlos Yusti

Retrato de Franz Kafka


Siempre se vuelve a los escritos de Franz Kafka. En sus diarios y anotaciones sueltas en cuadernos se encuentran frases, visiones sobre la literatura y algunos sueños que ofrecen el perfil de un individuo entregado a la escritura, de un hombre atrapado en esa sutil reseda de esa realidad otra, en la que todo sufre un trastrocamiento y se llena con una baba irreal en la que el tiempo, los días y los objetos tienen una apariencia blanda fantástica, una realidad gelatinosa que parece desplazarse de puntillas y que conspira con ese mundo vulgar y endurecido de la cotidianidad.
En sus diarios hay algunas pistas sobre su existencia en función de la escritura, su vida diaria, en los mínimos detalles, pasada por el cedazo de esa percepción que irremediablemente desemboca en la anotación fugaz, en un relato o en una novela. La minucia sin valor, lo irrelevante o lo trascendente de la existencia pasa a formar parte de una comentario nervioso y al vuelo, persistente; de esa minuta sin tregua incluso cuando no hay nada que escribir, por paradójico que resulte. Por ejemplo anota en su diario: “Tan abandonado por mí, por todo. Ruido en el cuarto de al lado”. Otro día garrapatea: “1 de junio de 1912. No he escrito nada”.
Escribir un diario es exponerse, exhibirse como si de una vidriera formada espejos se tratara, para que los otros se vean en dichos espejos y traten de redimirse. Por supuesto que husmear en los diarios de otros escritores es una actividad subalterna y es más digna para el diván del siquiatra. Hoy los diarios personales tienen su equivalencia con el blog. Tanto el uno como el otro participan de esa intimidad que se exterioriza sin cortapisa, escritos en solitario (guardados con celos o dejados en la red como quien arroja una botella con un mensaje dentro al mar), pero pidiendo a gritos que alguien los lea, que cualquier otro desdichado atrapado por la literatura escudriñe en ellos, sin importar el asunto freudiano colateral.
En Kafka sus anotaciones dispersas y sus diarios sólo subrayan su condición de escritor anómalo (aunque muchos escritores que he conocido, sin ser Kafka en cuanto a escritura claro, sólo se quedan patinando en su condición de escritores metidos en su rol, algo desaliñado, de extravagantes). Kafka pactó con la literatura para convertirse en una especie de secretario de la condición humana desde el absurdo y lo inusitado. No fue al encuentro de lo extraño y rarofilo por pose o moda, sino que muchos factores conspiraron para que su trabajo literario se enfocara hacia temas nada comunes, pero con el componente subyacente del hombre azotado y vapuleado por la existencia sin razón aparente.
La metamorfosis. Portada primera edición 
Siguiendo en este peregrinar por los diarios de Kafka, o su blog personal, me encuentro con este texto:30 de agosto de 1912. Esta tarde, mientras estaba acostado en la cama, alguien hizo girar rápidamente una llave en la cerradura; durante un instante tuve cerraduras por todo el cuerpo, como en un baile de disfraz; aquí y allá, con breves intervalos, abrían o cerraban una de las cerraduras”. Aparte de estas anotaciones, poco comunes, sus escritos del día a día están plagados de sueños, cartas, aforismos, lecturas, etc. Muchas notas se orientan hacia los pormenores de la escritura y ese forcejeo constante por escribir, por llenar páginas y páginas con algo que valga la pena. Nunca estuvo seguro de lo que escribía, quería escribir con tal perfección que a veces dudada de estar a la altura para semejante tarea. Gustav Janouch recopila un hecho que expone la relación de Kafka con la escritura y su fingimiento. Este se encontraba en su estudio, sostenía un libro en blanco, dijo exasperado: “¡Sí, un libro! En realidad no es más que un simulacro hueco y vacío. Está encuadernado con piel artificial. Aunque mejor dicho, en él no hay rastro ni de artificio, ni de piel. Todo es papel. (…) ¡Dentro no hay nada, absolutamente nada! (…) ¿Se me está queriendo insinuar algo con esto? ¿Qué significa este libro que no es un libro?”. Un libro que en su aspecto externo lo es, pero en cuyo interior no tiene nada escrito señala un poco su condición: por fuera, sentado escribiendo, produce la sensación de ser un escritor, pero por dentro no hay nada. Un poco como Jack Torrance, aquel escritor de Kubrick/ Stephen King, de la película “El resplandor”, que como un poseso escribe y va llenando hoja tras hoja con una sola frase: “Todo el trabajo y nada de juego hacen de Jack un chico aburrido”. Pero para Kafka la escritura no era un simulacro, ni un sencillo juego: “Todo cuanto no es literatura me hastía y provoca mi odio, porque me molesta o es un obstáculo para mí,…".
Kafka. Sofía Gandarias
Por casualidad me topé con los diarios de la poeta Alejandra Pizarnik, quien tampoco se tomó eso de la escritura como pasatiempo para ser feliz o para que sus amigos la quisieran más, sino que para ella fue una actividad torturante y metódica. Por supuesto tenía devoción/obsesión por los diarios de Kafka, era su Biblia, según sus propias palabras, manoseada, percudida y con infinidad de anotaciones al margen. Ella escribió con esa claridad tan oscura en su diario: “No es la vida lo que me molesta; son los detalles”. Aunque en un poema la poeta vislumbró algo con respecto a Kafka y a ella misma: “…pero le paso (a Kafka) lo que a mí:/se separó/fue demasiado lejos en la soledad/ y supo -tuvo que saber- / que de allí no se vuelve / se alejó -me alejé-/ no por desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal) / sino porque una es extranjera/ una es de otra parte, (…)”
En una de las anotaciones finales de su diario Pizarnik escribe: “No olvidarse de suicidarse”. Días después, efectivamente, lo recordó con fría precisión. Kafka no se suicidó, murió de tuberculosis, no había cumplido los 40 años. No obstante al final pidió a su amigo Max Brod que arrojara al fuego todos sus escritos, que era como una especie de suicidio ya que la escritura, que tanto desvelos y revelaciones le había deparado, era lógico que acabase convertida en cenizas, sólo que su amigo no tuvo la firmeza para cumplir con el mandato final de su amigo y Kafka sigue en la oscura eternidad de la literatura, en el rincón de una fría habitación soñando como sus escritos arden y vuelan por el aire convertidos en pequeños pájaros negros, mientras alguien gira todas las llaves y abre las cerraduras de su cuerpo.