Carlos Yusti
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De joven quise ser poeta.
Un buen día con otros individuos, que andaban comiendo musas a todas
horas y anhelaban convertirse también en bardos urbanos, conformamos
un grupo literario y luego multigrafiamos una revista, un cuaderno
nada sacrosanto de cien páginas. En este dilema de todos poetas me
asignaron la tarea de escribir los ensayos y ahí empezó todo.
El género te atrapa por
muchas razones y el hombre que lo patentó fue Michel de Montaigne,
un escritor francés nacido en el año 1533. Luego Sir Francis Bacon,
célebre filósofo, político, abogado y escritor le daría una forma
más sintética y lo demás es historia. Los ensayos de Montaigne
permanecen hasta hoy por esa profunda honestidad con que fueron
escritos, aparte que las citas incluidas demuestran una voracidad
lectora como pocas y son en sí mismas un inestimable arte.
¿Y qué diantre es el
ensayo? Son muchas las definiciones que andan por los predios de la
Internet, pero la de Edmund Gosse (que la leí en el estudio
preliminar que hace Adolfo Bioy Casares a una antología de ensayista
ingleses) me parece la más indicada: “El ensayo es un escrito de
moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo
y fácil trata de un asunto cualquiera”. No obstante no muchos
escritos cortos son ensayos y no muchos textos algo más extensos,
por mucho acicalamiento académico que exhiban, llegan a ser ensayos.
El amanecer. Paul Delvaux (1897-1994) |
En el ensayo hay dos
características insoslayable: la creación a partir de… y el juego
como tanteo divertido y nunca definitivo, aunque a veces el autor de
la impresión de lamentable cascarrabias y amargueta. Georg Lukács
escribió que “el ensayo habla siempre de algo ya formado o, en el
mejor de los casos, de algo que ya en otra ocasión ha sido; es pues
su esencia el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino
limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento
fueron vivas”. Entonces el ensayista es apenas un acomodador de
argumentos, ideas y puntos de vistas que tienen tiempo dando sus
paseos respectivos. El ensayista recicla, o acicala, toda esa
amalgama de cosas y las presenta desde una perspectiva actualizada.
W. Adorno que escribió ese esplendido texto El ensayo como forma,
aseguraba que fortuna y juego le son esenciales (al ensayo no al
ensayista) y que “No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de
que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina
cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde ya no queda
resto alguno: así se sitúa entre las di-versiones”.
Otra de las
características básicas del ensayo es que va mezclando experiencia
(tanto leída como vital) con la cotidianidad más rupestre. El
escepticismo es su marca de fábrica. Descreer de lo aprendido y dar
largos paseos por la herejía y contra todas esas sutiles formas del
poder que trata de anular cualquier requiebro libertario hasta llegar
a esa interioridad particular. El ensayo, como bien lo enseñó
Montaigne, es una forma de revisarse a sí mismo, de hurgar en ese
cuarto de los trastos que algunos llaman conciencia e iniciar una
encarnizada limpieza de todos esos veniales prejuicios que nos
impulsan y nos convierten en parte de ese redil humano en consenso, a
veces despiadado y carente de sutileza. Lo escrito por Adorno es
puntual: “El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y
otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo
aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la
propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo
sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al
encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí
mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción,
inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo
había hecho a él”.
La academia ha visto en
el ensayo una veta ideal para confeccionar sus tesinas, los trabajos
de ascenso académico, los escritos para revistas arbitradas, las
tareas para el postgrado en ciernes y un ramillete florido de
etcétera. Los profesores universitarios, del feudo de las artes y
las letras, se han convertido en indiscutibles profesionales del
ensayo. Como el género es maleable y un tanto elástico se le
utiliza como maquillaje para monografías, reseñas de libros,
estudios, discursos y colecciones de artículos. El ensayo es menos
ajustado, preciso y tiende más a ser un borrador (Borges hablaba de
sus ensayos como tentativos borradores) inacabado que no lo tiene
todo claro y que conjuga la bibliografía de la biblioteca con esa
indispensable que proporciona la existencia.
Algo que afirmó con
nitidez Adorno es que el ensayo trata de darle perdurabilidad a lo
transitorio, trata de fijar lo efímero, de darle carne trascendente
a eso que para muchos resulta banal, inconstante, superfluo. El
ensayo fija los detalles nimios con chinchetas de inmortalidad,
aunque suene rebuscado y algo profesoral.
Soledad. Paul Delvaux |
Montaigne en su exordio
al lector sobre sus ensayos acotaba: “Este es un libro de buena
fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo
ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me
propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo
para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio.
Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para
que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en
él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio
conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí
tuvieron”.
En esto de ensayar hay
ser siempre un aficionado; que el ensayista esté más entre el
advenedizo de las letras y el metomentodo es saludable para el
género. Es pertinente que el ensayista no tenga todas las cartas del
juego de la escritura, que se sirva de sus lecturas y que le arrebate
a la experiencia algunas enseñanzas que puedan escribirse con esa
pasión de quien trata de encontrar un tono, una estética para su
alma, que no es poca cosa.
Además para ensayar en
el papel (o en la pantalla del computador) se necesita ser un
quisquilloso observador de las experiencias experimentadas en carne
propia por lo escrito por Bioy Casares: “Por su informalidad, el
ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de
toda tentación, fácilmente evitará el error. Con digresiones, con
trivialidades ocasionales y caprichos. Solamente un maestro forjará
la obra de arte”. El ensayo es la casualidad escrita del
aficionado, el informe de una vida a saltos y sobresaltos, de
lecturas y mudanzas, de absurdos y desavenencias acumuladas durante
esas travesías triviales del existir.
Mientras que el
profesional va con gríngolas académicas para no desviarse y así no
salirse de sus casillas, el aficionado por el contrario es un
entusiasta que todavía tiene los ojos frotados de asombro y aunque
lo ha visto todo (y leído casi todo) cada mañana abre los ojos y el
mundo le parece siempre distinto. El aficionado sabe que un libro,
una frase, un atardecer, una idea, una foto, un encuentro puede
servir para escribir un ensayo. Lo que otros desechan por baladí o
desabrido siempre es buen material para ensayar como me ha pasado con
aquella frase de Truman Capote: “Le tengo miedo a sapos reales en
jardines imaginarios”.
Adorno escribió: “…la
más íntima ley formal del ensayo es la herejía”. Se ensaya para
oponerse a esa violencia intimidante de la ortodoxia venga de donde
venga y esto trae implícito mucho compromiso si uno peca de
heteroentodo. Hay que ensayar, como escribía Savater, como
contrapeso a la dominante sabiduría inmutable. Hay que ensayar
siempre y tener claro que todo es apenas un apunte, un boceto
inacabado. La aventura es saber esto e iniciar siempre un nuevo
borrador.