Gustavo
Roldan
Escribir
para chicos es un oficio muy gratificante y a la vez un oficio muy poco
gratificante.
Poco gratificante porque es una literatura que pertenece al orden de lo marginal, a la que a veces se siente que se le da permiso para existir porque bueno, también conviene que los chicos lean. Pero no pasemos mucho de ahí, no vaya a ser que estos autores se crean que hacen literatura en serio. Ejemplos sobran de lo que sucede diariamente con el lugar que ocupan los libros para chicos, generalmente faltos de la legitimación que merecen tanto en academias como en universidades.
Pero
también es un oficio muy gratificante, por algo que conocen todos los que hacen
estos cuentos tan cortitos, esos poemas tan sencillos. Ellos saben que a veces,
aunque los chicos no digan nada, ese cuento que leyeron los caló muy hondo y
ahí les quedó una marca para siempre y que de eso no se van a olvidar.
Se
van a olvidar del nombre del cuento, se van a olvidar del nombre del autor,
pero la aventura que pudieron vivir, durante ese rato en que se metieron de
cabeza entre las páginas llenas de letras, va a quedar como una de las
experiencias que los fueron ayudando a crecer. Tal vez tan inolvidable, en lo
más secreto de cada uno, como ese primer día en que se dio una vuelta a la
manzana en bicicleta o se pudo trepar al primer árbol.
Para
saber eso sigue habiendo gente que escribe para chicos. Porque creen en el poder
de la palabra y porque creen en la inteligencia, en la sensibilidad, en la
capacidad de comprensión de los chicos.
Tal
vez se equivoquen, tal vez no tengan razón y las palabras no posean ningún
poder ni los chicos tengan ninguna capacidad para recibirlas. Pero el que
escribe está convencido de que sí, de que eso es cierto, y entonces apuesta a
seguir en la pelea, sin bajar los brazos, hasta que las velas no ardan.
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