Vicente Adelantado Soriano
Antonio Machado, Proverbios y cantares
.
No recuerdo la fisonomía de la maestra que me enseñó a leer. Pero ni un solo día he dejado de evocarla. Y de darle las gracias. Recuerdo perfectamente, sin embargo, la primera mañana que fui a su escuela, en mi pueblo. Tenía yo tres años. Mi madre me llevó en brazos. Yo iba llorando a moco tendido. No quería que me sacara de casa. No quería que me privara de la plaza donde me dedicaba a pegar balonazos contra una pared del ayuntamiento. No quería, en fin, ir a la escuela. Cuando entramos en ella, me aferré al cuello de mi madre con todas mis fuerzas redoblando, al mismo tiempo, mis llantos. En vano la maestra, doña Pepita, trató de apaciguarme. Lo hizo, por el contrario, el ver a un amigo, a uno de los tantos que jugaban conmigo por las calles y los bancales. Me sonrió. Tenía un lápiz en las manos y estaba haciendo palotes. Me sentaron a su lado. Dejé de llorar.
No sé lo que pasó a continuación. Sé que doña
Pepita, la maestra, con todo el cariño del mundo, me llamaba, de vez en cuando,
a su mesa. Ésta estaba encima de una tarima de madera. La mesa era grande, negra.
Doña Pepita se sentaba en una silla con un leve respaldo redondo. Éste se convertía
en dos brazos cortos. Nosotros lo hacíamos en largos bancos corridos. Tan
largos como el largo tablón que nos servía de mesa. En la mesa de doña Pepita
había dos tinteros de cristal. Un palillero con su plumilla y un grueso lápiz,
rojo por una parte y azul por la otra. No faltaba la goma de borrar.
Cuando me llamaba, yo me ponía a su lado.
Doña Pepita me gustaba mucho. Era rubia. Olía muy bien. De pie, junto a ella,
clavándome el brazo de la silla, apenas si llegaba la mesa. Allí estaba el
famoso catón. Me señalaba una letra, una vocal, y tenía que decirle su nombre.
Luego esa letra aparecía delante o detrás de una consonante. Y ella me
preguntaba: «¿La ele con la a?». Y así, con una paciencia infinita, día tras
día, fuimos recorriendo todo el abecedario y haciendo infinidad de
combinaciones. Doña Pepita me enseñó a leer.
También con ella tracé mis primeros palotes. Hice
mucha caligrafía, y varios trabajos. Consistían éstos en copiar textos, muy fáciles,
de la enciclopedia o de algún libro que nos pasaba ella. Recuerdo que un día se
rió mucho. Le enseñé un mapa de España que había dibujado y coloreado. Los
colores eran tan intensos que los podía ver un ciego. El mapa, horrible, de un
marrón subido de tono, estaba cruzado por un montón de rayas azules, los ríos,
con sus nombres escritos en rojo, sangre de toro. Doña Pepita se rió de buena
gana porque a un río lo había bautizado con el nombre de río Miniño. Me
acarició varias veces la cabeza, cosa que me encantaba, y me hizo fijarme en el
nombre de dicho río. Pero me dijo que no lo corrigiera, que había quedado
precioso.
A raíz de aquel error, doña Pepita, la maestra,
comenzó a fijarse más en mí. Se percató, cuando salíamos a la calle, bendita
época sin coches, a jugar, al recreo, de que yo cerraba un ojo, y agachaba
mucho la cabeza. El sol me molestaba lo indecible. Un día se lo comentó a mi
madre. Le dijo que sería conveniente que me viera un médico. Mi madre se
asustó. Pero le hizo caso. Y comenzó para mí un verdadero calvario. Tanto por
tener que ir a la capital a que me miraran los ojos unos y otros, como por
estar separado de aquella maestra a la que tanto me estaba aficionando.
El aula, por llamarla de alguna forma, era una
destartalada habitación alta, espaciosa, con ventanas minúsculas, casi a tocar
alto techo. En invierno nos helábamos por más que doña Pepita alimentara la estufa
unas horas antes de nuestra llegada. Las bombillas, de poca potencia, estaban a
muchos metros de nuestras cabezas. Apenas nos veíamos. Por eso mismo, doña
Pepita, cuya mesa estaba mejor iluminada, me llamaba a su lado. De pie, junto a
ella, yo escribía o leía. Además, así me vigilaba: a los pocos meses de mi error
con el nombre del río, me pusieron gafas. Y no sólo eso sino que todos los
días, durante unas tres horas, tenía que llevar un ojo tapado con un parche,
para forzar el otro. Comenzaron las burlas y los insultos, con cantinela
incluida: el pirata mala pata, cuatro ojos... Doña Pepita los cortaba de raíz.
Yo me defendía a puñetazos y a patadas. Y sí, rompí muchas gafas. Y pasé mucho
miedo. Entrar en casa llevando la montura en una mano y los cristales en otra
era sentir verdadera angustia.
La escuela era mi refugio. Y doña Pepita mi
salvaguarda. Me encariñé con ella. Máxime cuando descubrí que no todo se había
terminado con la lectura: ahora me estaba enseñando los números. A sumar, a
restar, a multiplicar y a dividir...
Siempre se ha dicho que la alegría en casa
del pobre dura muy poco. Es cierto. Aún no sabía dividir por tres cifras cuando
una tarde vino un señor, con chaqueta, camisa blanca y corbata. Le pusieron una
silla y se sentó al lado de mi maestra. Y no se levantó de allí en todo el tiempo.
En vano esperé yo que lo hiciera y me llamara a mí. Luego, sin saber muy bien
lo que aquello suponía, me enteré de que era su novio. Doña Pepita se iba a casar
con él. Tras la boda, los dos se irían a trabajar a una escuela de Barcelona. Aquella
tarde, como era habitual en mí, en mis momentos de rabia y desesperación, salí
corriendo hacia la Torre del Molino. Estuve caminando por allí sin cesar,
pateando piedras y matorrales. Y llorando. Eso sí, tuve la precaución de quitarme
las gafas y llevarlas en el bolsillo.
Doña Pepita quiso despedirse de nosotros. La
tarde anterior a su marcha no hubo clase. Ayudada por unas cuantas ex alumnas,
que estaban ya en el colegio de chicas, de mayores, montó unas mesas en la
clase. En ellas había patatas, cacaos, almendras, aceitunas y varias jarras con
agua. Yo quise ayudar. Pero lo hice con tan mala fortuna que derribé una de las
jarras. El agua se derramó sobre los platos inundando patatas, aceitunas y cacaos.
Al ver el estropicio me entró una rabia infinita. Y una vergüenza todavía
mayor. Con las gafas en la mano, y el parche en el bolsillo, salí corriendo hacia
el monte. Me fui a la Torre del Molino. Nunca más volví a ver a doña Pepita.
Allí, al pie de la Torre, lloré y le pedí perdón hasta la extenuación. Pero fui
incapaz de presentarme ante ella.
Me pasaron al otro colegio, en la cuesta de
la estación. En éste empecé a resolver mis primeros problemas. Y comencé a leer
todas las pequeñas biografías que había en la enciclopedia: Viriato, Indíbil y Mandonio,
Santa Teresa, Séneca, que era español en aquellos años, etc., etc. Tuve también
la suerte de tropezarme con otro buen maestro. Recuerdo de él, no sé a santo de
qué, el día que trató de enseñarnos, con los brazos en cruz, a orientarnos.
Pero también él se fue. No me gustaron nada los que vinieron a continuación.
Echaba de menos a doña Pepita. Raro era el
día que no me pasaba por mi antigua escuela, cerrada ahora a cal y canto. A veces,
si no había ningún número allí, fumando, el cuartel de la guardia civil estaba
al lado del aula, miraba por entre los resquicios de la agrietada puerta de madera.
El corazón se me encogía: la mesa estaba vacía, sin el tintero de cristal ni el
catón. Y la silla, abandonada y cubierta de polvo.
Un domingo por la tarde me quedé solo en casa.
Mis padres se habían ido al cine. Pasaban una película de mucho predicamento en
aquella época. El último cuplé, se titulaba. Yo me dediqué a sacar mis viejas
libretas. Y allí estaba el mapa con el río Miniño. Y un libro, cuatro o diez
hojas, cogidas con un par de grapas, que tenía olvidado. En él, sin embargo, aprendí
a leer. En las primeras páginas estaba lo típico: mi papá fuma en pipa, etc.
Pero en las finales, las que recordé con cariño, se contaba, muy brevemente, la
historia de Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno. Bucéfalo no permitía que
nadie, salvo Alejandro, lo montara. Leí y releí la historia, como si estuviese
al lado de doña Pepita, hasta sabérmela de memoria.
Dicen que el tiempo todo lo cura. Es posible.
Muy posible si éste se alía con las circunstancias. En mi caso fallaron estas
últimas. Emigramos. Me sacaron de mi pueblo. No pude volver a ver el aula donde
aprendí a leer. Y, con el paso del tiempo, cierto es, se me borró de la mente la
faz de doña Pepita. Si me enseñaran alguna fotografía de ella, de aquella
época, seguramente ni la reconocería. Pero nunca jamás olvidé que fue ella
quien me enseñó a leer. Fue mi salvación.
Alejado de mi pueblo, me convertí en una
persona huraña, triste y solitaria. Encerrado en casa pasaba muchísimas horas solo.
Y, cómo no, di en leer. Me aferré a los libros como a un clavo ardiendo. Y para
qué hablar de la inmensa alegría que sentí cuando me tropecé con una biografía
de Alejandro Magno. En ella aparecía su caballo Bucéfalo, y más y más historias.
Fue tanta mi alegría, tanto el entusiasmo que, como si pudiera oírme, no había
día que no le diera las gracias a doña Pepita por haberme enseñado a leer.
Luego, y en contra del parecer de mis padres, di en estudiar clásicas. Y surgió
mi penúltimo y gran homenaje a mi querida maestra.
Mi madre no quería que estudiara clásicas, ni
lenguas, ni nada. Hacer un peritaje de algo, electricidad, albañilería o lo que
fuera, y a trabajar. Me negué en redondo. Discutimos mucho. Nadie daba su brazo
a torcer. Y no sé de dónde lo sacó; pero un día me vino a casa con un vecino
que estaba estudiando derecho. Éste, en connivencia con mi madre, me dijo que estudiar
clásicas no servía para nada: los de clásicas son la guinda del pastel, un
adorno que nadie come, y que, además, no alimenta. No me convenció lo más mínimo.
Lo miré con estupefacción y rabia. Y entonces surgió la pregunta: « ¿Por qué
quieres estudiar clásicas? ». Mi respuesta fue la más sincera que he dado nunca
en mi vida: «Me gustan mucho las letras griegas. La profesora de griego del
instituto es rubia, me recuerda a mi maestra. Quiero que me enseñe a leer en
griego, como la doña Pepita me enseñó a leer en castellano». Me tomaron por
loco o por idiota. Pero yo estudié lo que quise. Y no hay día que no le dé las
gracias a doña Pepita.
Pero hay más: se ha puesto de moda, de un
tiempo a esta parte, el preguntar para qué sirve el latín o el griego, cuando
no mirar con condescendencia a quien estudia estas lenguas. Harto estoy que me
pregunten sobre la utilidad de tales estudios. Y de que me miren como si
estuviera loco o fuera un pobre idiota. Un amigo terminó por negarlo todo.
Cuando le preguntan, pese a su enorme corpachón, apenas dice nada de las
lenguas clásicas, en las que es un consumado maestro. Dice, por el contrario,
que es deportista, que le gusta mucho el salto con pértiga, y que se dedica a
él en cuerpo y alma. Máxime cuando en las ciudades, para ahorrar tiempo, van a
poner agujeros en el centro de las calzadas, pértigas en cada lado de la calle,
y en vez de esperar a que el semáforo se ponga verde, se salta con la pértiga
por encima de los coches y en paz. Para los ancianos hay unas pértigas, especie
de catapulta, que los lanza por los aires. De vez en cuando alguno se queda
enganchado en algún cable o farola. Pero para eso están los bomberos.
Lo miran como si estuviera loco. Él se ríe de
todos. Y ahí se acaba la conversación y
la utilidad de esto o de aquello. Yo, más modesto, cuento, si me preguntan, que
me enamoré de la maestra que me enseñó a leer, y que ésta se reencarnó en una
profesora de griego, que también me enseñó a leer, ahora en otra lengua... También
me miran como si estuviera loco. Tal vez lo esté. No salto con pértiga, pero no
hay vez que no abra la Ilíada o la Odisea, que no me acuerde de mi escuela de
Caudiel, y de doña Pepita, a quien le estoy infinitamente agradecido por
haberme enseñado a leer.
Cortesía
Letralia
Del
libro El arte de la lectura. 25 años de Letralia
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