sábado, 18 de agosto de 2012
viernes, 15 de junio de 2012
Nanacinder: Escribir desde la locura
Carlos
Yusti
Jacek Yerka. Polaco |
Mi
amigo Pedro Téllez fue quien me proporcionó noticias de una
publicación que realizaban los pacientes del siquiátrico de Bárbula
en Valencia. Para mi resultó un hallazgo sorprendente. En primer
lugar la escritura tiene mucho de terapia y de locura combinadas.
Concebir mundos, con personajes y situaciones determinadas, a través
de la literatura tiene como es lógico un poco de esa locura con
método de la que dio muestras ese sempiterno personaje de
Shakespeare llamado Hamlet.
lunes, 7 de mayo de 2012
Dos textos de Samuel Feijoo
LO QUE ESCRIBE LA MANO
SIN MENTIRA
Giorgio de Chirico. Historia y melancolía de una calle |
El justo libro mejor, el libro que da vivo lo que cobijan justos
signos, portando el fuego humano que los pronuncia, se adora como el
físico pan. Magia utilísima de la escritura que el hombre se ha
creado, paciente, limpio y codicioso. Magia real del cruce de un
pensamiento humano a otro, en las edades; magia de la comunión de
los pensares o de la hermandad grande por la letra.
lunes, 23 de abril de 2012
El ensayo entre profesionales y aficionados
Carlos Yusti
Imprenta |
De joven quise ser poeta.
Un buen día con otros individuos, que andaban comiendo musas a todas
horas y anhelaban convertirse también en bardos urbanos, conformamos
un grupo literario y luego multigrafiamos una revista, un cuaderno
nada sacrosanto de cien páginas. En este dilema de todos poetas me
asignaron la tarea de escribir los ensayos y ahí empezó todo.
El género te atrapa por
muchas razones y el hombre que lo patentó fue Michel de Montaigne,
un escritor francés nacido en el año 1533. Luego Sir Francis Bacon,
célebre filósofo, político, abogado y escritor le daría una forma
más sintética y lo demás es historia. Los ensayos de Montaigne
permanecen hasta hoy por esa profunda honestidad con que fueron
escritos, aparte que las citas incluidas demuestran una voracidad
lectora como pocas y son en sí mismas un inestimable arte.
¿Y qué diantre es el
ensayo? Son muchas las definiciones que andan por los predios de la
Internet, pero la de Edmund Gosse (que la leí en el estudio
preliminar que hace Adolfo Bioy Casares a una antología de ensayista
ingleses) me parece la más indicada: “El ensayo es un escrito de
moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo
y fácil trata de un asunto cualquiera”. No obstante no muchos
escritos cortos son ensayos y no muchos textos algo más extensos,
por mucho acicalamiento académico que exhiban, llegan a ser ensayos.
El amanecer. Paul Delvaux (1897-1994) |
En el ensayo hay dos
características insoslayable: la creación a partir de… y el juego
como tanteo divertido y nunca definitivo, aunque a veces el autor de
la impresión de lamentable cascarrabias y amargueta. Georg Lukács
escribió que “el ensayo habla siempre de algo ya formado o, en el
mejor de los casos, de algo que ya en otra ocasión ha sido; es pues
su esencia el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino
limitarse a ordenar de un modo nuevo cosas que ya en algún momento
fueron vivas”. Entonces el ensayista es apenas un acomodador de
argumentos, ideas y puntos de vistas que tienen tiempo dando sus
paseos respectivos. El ensayista recicla, o acicala, toda esa
amalgama de cosas y las presenta desde una perspectiva actualizada.
W. Adorno que escribió ese esplendido texto El ensayo como forma,
aseguraba que fortuna y juego le son esenciales (al ensayo no al
ensayista) y que “No empieza por Adán y Eva, sino por aquello de
que quiere hablar; dice lo que a su propósito se le ocurre, termina
cuando él mismo se siente llegado al final, y no donde ya no queda
resto alguno: así se sitúa entre las di-versiones”.
Otra de las
características básicas del ensayo es que va mezclando experiencia
(tanto leída como vital) con la cotidianidad más rupestre. El
escepticismo es su marca de fábrica. Descreer de lo aprendido y dar
largos paseos por la herejía y contra todas esas sutiles formas del
poder que trata de anular cualquier requiebro libertario hasta llegar
a esa interioridad particular. El ensayo, como bien lo enseñó
Montaigne, es una forma de revisarse a sí mismo, de hurgar en ese
cuarto de los trastos que algunos llaman conciencia e iniciar una
encarnizada limpieza de todos esos veniales prejuicios que nos
impulsan y nos convierten en parte de ese redil humano en consenso, a
veces despiadado y carente de sutileza. Lo escrito por Adorno es
puntual: “El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y
otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo
aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la
propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo
sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al
encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí
mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción,
inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo
había hecho a él”.
La academia ha visto en
el ensayo una veta ideal para confeccionar sus tesinas, los trabajos
de ascenso académico, los escritos para revistas arbitradas, las
tareas para el postgrado en ciernes y un ramillete florido de
etcétera. Los profesores universitarios, del feudo de las artes y
las letras, se han convertido en indiscutibles profesionales del
ensayo. Como el género es maleable y un tanto elástico se le
utiliza como maquillaje para monografías, reseñas de libros,
estudios, discursos y colecciones de artículos. El ensayo es menos
ajustado, preciso y tiende más a ser un borrador (Borges hablaba de
sus ensayos como tentativos borradores) inacabado que no lo tiene
todo claro y que conjuga la bibliografía de la biblioteca con esa
indispensable que proporciona la existencia.
Algo que afirmó con
nitidez Adorno es que el ensayo trata de darle perdurabilidad a lo
transitorio, trata de fijar lo efímero, de darle carne trascendente
a eso que para muchos resulta banal, inconstante, superfluo. El
ensayo fija los detalles nimios con chinchetas de inmortalidad,
aunque suene rebuscado y algo profesoral.
Soledad. Paul Delvaux |
Montaigne en su exordio
al lector sobre sus ensayos acotaba: “Este es un libro de buena
fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo
ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me
propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo
para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio.
Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para
que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en
él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio
conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí
tuvieron”.
En esto de ensayar hay
ser siempre un aficionado; que el ensayista esté más entre el
advenedizo de las letras y el metomentodo es saludable para el
género. Es pertinente que el ensayista no tenga todas las cartas del
juego de la escritura, que se sirva de sus lecturas y que le arrebate
a la experiencia algunas enseñanzas que puedan escribirse con esa
pasión de quien trata de encontrar un tono, una estética para su
alma, que no es poca cosa.
Además para ensayar en
el papel (o en la pantalla del computador) se necesita ser un
quisquilloso observador de las experiencias experimentadas en carne
propia por lo escrito por Bioy Casares: “Por su informalidad, el
ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de
toda tentación, fácilmente evitará el error. Con digresiones, con
trivialidades ocasionales y caprichos. Solamente un maestro forjará
la obra de arte”. El ensayo es la casualidad escrita del
aficionado, el informe de una vida a saltos y sobresaltos, de
lecturas y mudanzas, de absurdos y desavenencias acumuladas durante
esas travesías triviales del existir.
Mientras que el
profesional va con gríngolas académicas para no desviarse y así no
salirse de sus casillas, el aficionado por el contrario es un
entusiasta que todavía tiene los ojos frotados de asombro y aunque
lo ha visto todo (y leído casi todo) cada mañana abre los ojos y el
mundo le parece siempre distinto. El aficionado sabe que un libro,
una frase, un atardecer, una idea, una foto, un encuentro puede
servir para escribir un ensayo. Lo que otros desechan por baladí o
desabrido siempre es buen material para ensayar como me ha pasado con
aquella frase de Truman Capote: “Le tengo miedo a sapos reales en
jardines imaginarios”.
Adorno escribió: “…la
más íntima ley formal del ensayo es la herejía”. Se ensaya para
oponerse a esa violencia intimidante de la ortodoxia venga de donde
venga y esto trae implícito mucho compromiso si uno peca de
heteroentodo. Hay que ensayar, como escribía Savater, como
contrapeso a la dominante sabiduría inmutable. Hay que ensayar
siempre y tener claro que todo es apenas un apunte, un boceto
inacabado. La aventura es saber esto e iniciar siempre un nuevo
borrador.
lunes, 2 de abril de 2012
ESCRIBIR NO ESCRIBIR
Antonio Tabucchi
Foto: Inés Baucells |
El término autofiction gozó no hace mucho de un cierto entusiasmo sobre
todo por parte de la crítica francesa, por más que parezca haberse tratado de
un entusiasmo efímero. Acaso porque la autofiction es más fácil de
teorizar que de producir, aunque, a decir verdad, el concepto, que ha
permanecido en el ámbito de un estrecho círculo de elegidos, ha conservado un
sabor vagamente esotérico, con el prestigio que emana de los códigos a los que
el vulgo no tiene aún acceso.
Para evitar recorrer el complicado genoma literario del siglo XX que ha dado
lugar a una criatura como la autofiction, jugaré con el concepto, y
dándole la vuelta a efectos de cuanto me interesa decir aquí podría ser
definido de forma negativa, estableciendo lo que no es. Sustancialmente, la autofiction
no es cuatro cosas, o mejor dicho, cuatro categorías literarias canónicas hasta
hoy: no es autobiografía, ni novela, ni autobiografía novelada ni novela
autobiográfica. En su no ser todo eso, se sustrae por lo tanto a las categorías
de Philippe Lejeune, quien, por lo demás con notable habilidad y talento,
parecía haberle puesto el cascabel al gato de seculares disputas gracias a su
idea de la estipulación de un pacto con el lector: los llamados "pacto
autobiográfico" y "pacto novelesco".
En realidad, también esta clasificación, que pese a englobar la especie debe
depender en cualquier caso de la familia, al igual que sucede en botánica, no
toma en consideración el hecho de que autobiografía, autobiografía novelada y
novela autobiográfica constituyen una suerte de palíndromo, de cuyo abrazo no
puede escaparse; de forma distinta y complementaria llevan a cabo el mismo
procedimiento: transformar la vida en literatura. Porque el propio hecho de relatar
es literatura, y a esa ley no podemos sustraernos. Cambiando el orden de
factores, el producto no se altera, la pescadilla se muerde la cola y se parece
a la paradoja de Epiménides: "La frase que sigue es falsa. La frase que
precede es verdadera." Relatarse a sí mismo en una autobiografía
diligentemente verídica pertenece a lo novelesco de la misma forma que
relatarse a sí mismo en una novela autobiográfica. Todo es en cualquier caso
"novela". Así que más vale, por lo tanto, hacer una falsa autobiografía,
podría ser que resultara más "verdadera". "Cuántas lágrimas he
llorado sobre la ficción", decía Pushkin.
Aunque para el pasado no pueda hablarse propiamente de autofiction, es
obvio que la literatura siempre ha sabido lo que significa introducir el propio
Yo en la fiction. ¿O es que cuanto Cervantes dice de sí mismo en su Don
Quijote no significa eso precisamente? ¿O será que lo que afirma Flaubert
de Madame Bovary es sólo una graciosa boutade que nos induce a la
sonrisa? "Madame Bovary c'est moi": ocurrente, sin duda, pero a fin
de cuentas ¿qué quiere decir? Merecería la pena reflexionar sobre ello y seguir
el problema en su inevitable trayectoria a lo largo del siglo XX, pero
sintetizaré etapas y análisis, disculpándome de antemano por los inevitables
hiatos. Rimbaud: "Je est un autre." Pessoa: "El poeta es un
fingidor,/ finge tan completamente/ que llega a fingir que es dolor/ el dolor
que en verdad siente." Pirandello: Así es si así os parece, Uno,
ninguno y cien mil. Beckett: La trilogía. Borges: innumerables
cuentos; recuerdo sólo "El Aleph", donde el admirable punto de vista
privilegiado sobre la vida y sobre el universo es mostrado por un mediocre
poeta argentino de los años veinte precisamente a Jorge Luis Borges, que nos lo
cuenta.
Este preámbulo me era útil para llegar al uso que Vila-Matas hace de la
biografía, y de la autobiografía, en un procedimiento de autofiction que
me parece que nos lleva, en el
Lejos de Veracruz, Extraña forma de vida, El viaje vertical: recuerdos de
escritores que recorrieron antes esos lugares que está recorriendo (o que no
está recorriendo) Vila-Matas. ¿Extracciones de tejidos ajenos? ¿Categorías de
lo posmoderno? Tal vez. No me corresponde a mí establecerlo. Lo cierto es que
si yo escribo una cosa que ya has escrito tú, es lo mismo, pero ya no es lo
mismo. El Pierre Menard de Borges que rescribe el Don Quijote nos lo
enseña. Perseguir con pasión vidas ajenas que son la nuestra, interiorizar a
los muertos y hacerlos revivir: la escritura revela sus extraños y ocultos
poderes, se convierte en práctica mágica. Escribir, ¿qué significa escribir?
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) goza ya de fama internacional y sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas; el año pasado le fue concedido uno de los más prestigiosos premios de lengua española, el Rómulo Gallegos, el llamado Nobel sudamericano. En Italia hasta ahora era un autor de culto para un pequeño círculo de admiradores gracias a dos libros publicados por la pequeña editorial Sellerio: Suicidios ejemplares y Manual abreviado de la literatura portátil. Con la aparición el pasado año de Bartleby y compañía en la editorial Feltrinelli es de presumir que el círculo de sus admiradores y estimadores llegue a ampliarse.
Y considero que no hay libro más adecuado para hablar de la aproximación de Vila-Matas a la literatura que su Bartleby y compañía, obra de literatura comparada por excelencia, porque abarcando desde las literaturas más conocidas a las más ignotas, desde las más difundidas a las más exiguas, desde las mayoritarias a las minoritarias, desde los países más presentes y potentes del mundo a los más recónditos, trata de un quid que concierne a la literatura de cualquier latitud, de algo que puede ocurrir a los escritores de cualquier parte: dejar de escribir.
Bartleby, como es bien sabido, es el personaje de Melville, el copista, el administrativo de una oficina londinense, quien, ante cualquier invitación que se le haga para extender o copiar un documento (pero no sólo eso, también ante cualquier pregunta que se le haga, ante cualquier impulso para que reaccione), responde una frase absolutamente infranqueable: "Preferiría no hacerlo". La novela de Vila-Matas es un diario, obviamente no de Vila-Matas, sino de un personaje (un señor desconocido, cuyo nombre nunca se pronuncia) que trabaja como empleado y que, veinte años antes, cuando era joven, había publicado un libro sobre la imposibilidad del amor. Después de aquello ya no ha vuelto a escribir. El porqué no se nos dice. Pero el 8 de julio de 1999, el autor de ese único libro empieza a indagar en su diario íntimo sobre los escritores de todas las latitudes que han dejado de escribir, asociándolos en un ideal club de la "literatura del No", una bandada de Bartlebys acomunados por la pulsión del No, por la vocación por el silencio. O más bien, como hubiera dicho Robert Walser (Jakob von Gunten es obviamente objeto de indagación del diarista que ha cesado de escribir), "saber que no se puede escribir es una forma de escribir" (aunque quizá la afirmación sea de Vila-Matas, quiero señalarlo).
Ello, naturalmente, conduce a una dimensión "paralela" donde el no escribir es una forma de vida, el silencio puede ser no una renuncia sino una conquista o una afirmación, donde lo no-existente se impone pasando a ser, cargado de un significado misterioso e insondable, al igual que una pausa, un silencio en una partitura musical que puede resultar más emocionante que una nota.
El oscuro escritor de un único libro se embarca en una extraña aventura, que prescinde de la cronología y de la geografía, en busca de los motivos por los que sus correligionarios han dejado de escribir. Y, qué extraño, cada uno lo ha hecho por razones distintas, al menos según las hipótesis, las elucubraciones, las afirmaciones y las documentaciones (verdaderas o presuntas, reales o apócrifas) que él va anotando. Juan Rulfo, autor de una de las obras maestras de la literatura hispanoamericana, Pedro Páramo, y que después calla durante el resto de la vida, esgrime una de las justificaciones más originales que los escritores del No han pronunciado jamás para justificar su abandono de la escritura: "Porque se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba las historias". El episodio es relatado por Augusto Monterroso, al menos según lo que sostiene el personaje de Vila-Matas (y por lo tanto, lo apócrifo está al acecho). Con todo, no será inútil referir una perspicaz fábula que sobre el mítico silencio de Juan Rulfo escribió verdaderamente su buen amigo Monterroso, "El zorro más sabio". En ella se cuenta de un imaginario escritor de nombre Zorro, autor de dos novelas acogidas con enorme favor por la crítica. Pasaron los años, y el señor Zorro no publicaba ningún otro libro. La gente empezaba a murmurar y a interrogarse acerca del silencio del señor Zorro, y cuando se encontraban con él en alguna recepción o ceremonia se le acercaban y le decían que debía publicar otro libro. Pero si ya he publicado dos, contestaba cansinamente el señor Zorro. Y excelentes, replicaba todo el mundo, por eso debe publicar otro. El señor Zorro no lo confesó jamás, pero pensaba que en realidad lo que se pretendía de él era que publicara por fin un pésimo libro. Y dado que era un auténtico zorro, no lo hizo.
En el periplo por los mares ignotos de la no-escritura, el personaje de Vila-Matas no podía dejar de encontrarse con aquellos que pensaron escribir, pero no lo hicieron nunca, aquellos que eran potencialmente escritores, pero no llegaron a serlo. Aquellos, en definitiva, que lo rechazaron de antemano. La categoría es vasta en el siglo XX, y el no-escritor de Vila-Matas localiza al pionero en Joseph Joubert, nacido en Montignac en 1754, muerto a los setenta años, gran amigo de Chateaubriand, que no escribió jamás libro
alguno, aunque
se preparó siempre para escribir uno. Se dice que Chateaubriand, que tenía gran
ascendiente sobre él, le dijo un día, a la manera de Shakespeare, que le
pidiera a ese gran escritor que se ocultaba en él que abandonara sus
preconceptos, y que Joubert le contestó que todavía no había encontrado la fuente
que buscaba. A su muerte, sus amigos publicaron su Journal intime, que
él había redactado sólo para sí mismo, y aquellas páginas revelaron las
múltiples vicisitudes que atravesó en su heroica búsqueda de las fuentes de la
escritura. En aquella búsqueda, Joubert se perdió, tal vez por las razones por
las cuales, según Blanchot, la búsqueda del espace littéraire inhibe la
literatura: la fuente de la escritura es por sí misma fuente de la página en
blanco.
Del pionero Joubert a nuestros contemporáneos que jamás escribieron lo que hubieran podido escribir: por ejemplo Pepín Bello, que fue el "cerebro" de la generación del 27, la de Lorca, Buñuel, Dalí; o Bobi Bazlen, quien evitó el texto literario para escribir únicamente notas al margen (publicadas en los años setenta por la editorial Adelphi con el título de Note senza testo —Notas sin texto—). El protagonista de Vila-Matas, buscando las razones de estos taciturnos a priori, no descuida los escritores que de tal silencio han buscado las razones, como Daniele del Giudice en su El estadio de Wimbledon, o como el más inquietante texto sobre la imposibilidad de escribir, que es La carta de Lord Chandos; ni obviamente los libros desaparecidos, los libros hipotéticos: los libros de caballerías de Alonso Quijano, Don Quijote; los libros hallados en las estibas de los barcos que arribaban a Alejandría y que Tolomeo hacía copiar; los tratados filosóficos de la biblioteca submarina del Capitán Nemo, y lo más virtual entre lo virtual: los libros que Blaise Cendrars quería anotar en un volumen que proyectó durante mucho tiempo y que hubiera debido titularse Manuel de la Bibliographie des livres jamais publiés ni même écrits.
Y seguimos, en este viaje de la no-escritura, con Rimbaud, que abandona la poesía por Abisinia, y Juan Ramón Jiménez, que deja de escribir en 1956, en el instante en el que recibe el Nobel y muere la compañera de su vida, porque se da cuenta de que todo lo que había escrito lo había escrito porque existía ella, y desde el momento en que ella ya no estaba, escribir ya no tenía sentido. Y Salinger, y su negativa a decir el porqué. Y Kafka, cuyos manuscritos salvó Max Brod de las llamas a las que su autor los había destinado, Kafka con su Odradek, o el último cuento, ese de la ratita Josephine, cantante lírica, que pierde la voz y deja de chillar. Y Enrique Banchs, el autor de La Urna, acerca del cual, en 1936, Borges escribió el memorable artículo "Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio". "Quizá su mismo talento le haga desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil", escribe Borges para explicar aquel silencio que duraba desde 1911. No sabía Borges que el mutismo de Banchs duraría 57 años, sobrepasando las bodas de oro del poeta con el silencio. O bien el silencio de Petronio, interpretado por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Petronio, en el relato de Schwob, es un chico de buena familia que conoció un día a un esclavo llamado Siro, quien le enseñó cosas desconocidas, descubriéndole un mundo de gladiadores bárbaros, de charlatanes, de celestinas, de jovencitos de cabello rizado a los que visitaban los senadores, de viejos borrachos que contaban historias inverecundas en las tabernas. El día que cumplió treinta años, Petronio decidió escribir las historias que pertenecían a ese mundo lejano de su posición social y leyó lo que había escrito al esclavo Siro, quien quedó entusiasmado. Se estuvieron riendo durante dos días enteros, y después Petronio y Siro concibieron el proyecto de poner en práctica las aventuras que Petronio había imaginado: se disfrazaron, entraron en los bajos fondos, se perdieron, se evadieron de la ciudad. Y así Petronio renunció a escribir, porque había empezado a vivir la vida que había imaginado. En otros términos, si el tema de Don Quijote es el soñador que vive sus sueños, la historia de Petronio es la del escritor que decide vivir lo que ha escrito, y por eso deja de escribir: porque ya no le hace falta.
¿Cuántas son las razones del silencio? Tantas como las de la vida. O de la muerte. O del suicidio. Porque el silencio es también un suicidio, razona el silencioso protagonista que escribe el diario escrito por Vila-Matas. Pero al suicidio le hace falta una cantidad de valor más reducida: basta una vez. Para el silencio el valor es obstinado, es necesario reunir valor para callar cada mañana, durante todos los días que nos quedan por vivir. El silencio es un suicidio renovado día a día.
En fin... Hemos llegado al final del libro. Acabamos de cerrar un libro. El desconocido autor que había dejado de escribir y que se interrogaba sobre las razones del silencio ha escrito un libro. Su diario, como el de Joubert, es un libro sobre la imposibilidad de escribir. Sólo
que no serán sus amigos quienes
lo publiquen póstumo y contra su voluntad: lo publicará Vila-Matas, resolviendo
tal vez, con esta autofiction, un problema personal propio con la
escritura. Porque si misteriosos son los caminos del silencio, igualmente lo
son los de la escritura, y con su personaje Vila-Matas parece interpretar
perfectamente la definición que John Keats, el poeta "consciente de ser
poeta", dio del poeta: "El poeta es todo y nada, no tiene carácter,
le sientan bien tanto la luz como la sombra". Y precisamente por eso,
continúa Keats, "el poeta es el ser menos poético que existe, porque
carece de identidad: está constantemente sustituyendo y llenando otros
cuerpos".
Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando de literatura, naturalmente. Estamos reflexionando sobre ella. La estamos persiguiendo. Nos estamos preguntando qué es. Mallarmé se muestra muy categórico al establecer lo que no es. Cito de Crise des vers: "Narrar, mostrar, describir no presentan ninguna dificultad, y si bien para intercambiar nuestros pensamientos es suficiente con depositar en silencio una moneda en una mano ajena, el uso elemental del discurso sirve como medio de intercambio universal del que participan todos los géneros contemporáneos de la escritura, con la excepción de la literatura".
Gracias, Monsieur Mallarmé. Pero entonces, ¿qué es la literatura? Es una buena cuestión, que incluso podría plantearse la botánica, en el sentido de que se refiere a la especie y descuida la familia, visto que la especie "literatura" depende de la familia "arte". Así que sería necesario preguntarse qué es el arte. ¡Vaya pregunta más original!, se dirá. Y además, atención, veo ya al acecho a Benedetto Croce, que nos dirá no sólo qué es la poesía, sino también lo que no es; o Marx, que le dará un alojamiento popular; o Freud, dispuesto a levantar una piedra sobre la que la pobrecita yacía aplastada. Y muchos otros más, cada uno con su propia versión. Entonces ¿qué?
Entonces, para escapar de los edictos de los poderosos, nos podemos refugiar en una reflexión de Arthur Rimbaud. "Adieu" es un breve texto que forma parte de Une saison en enfer, y creo que se trata de una de las despedidas más hermosas, en su conmovedora levedad, de la literatura. En él, el cometa que ha ardido demasiado deprisa desea ya el propio otoño, la oscuridad y el silencio de los espacios siderales. "Intenté inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas", se dice a sí mismo, "y he aquí el resultado. ¡Debo sepultar mis recuerdos y mi imaginación!" Pero entonces ¿qué eran la poesía y el arte, esas prácticas que él creía sobrenaturales y por las cuales se siente traicionado? El poeta reflexiona. Nos está dando la espalda, quizá en la otra habitación con su mochila para Abisinia ya lista. Ah, un momento, parece que ya ha encontrado la respuesta: "Maintenant je peux dire que l'art est une sottise". Ahora puedo decir que el arte es una estupidez. Mientras lo piensa, Rimbaud está componiendo uno de los poemas más sublimes de todos los tiempos. Y nosotros aceptamos de buena gana su definición: el arte es una estupidez. Pero una estupidez sin la que la vida no tendría sabor, acaso ni siquiera sentido. La literatura, como toda forma de arte, es una estupidez, concedido, sólo que, como dijo Pessoa, es la sencilla demostración de que la vida no basta. Y por eso nosotros seguimos hablando de ella. ~
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) goza ya de fama internacional y sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas; el año pasado le fue concedido uno de los más prestigiosos premios de lengua española, el Rómulo Gallegos, el llamado Nobel sudamericano. En Italia hasta ahora era un autor de culto para un pequeño círculo de admiradores gracias a dos libros publicados por la pequeña editorial Sellerio: Suicidios ejemplares y Manual abreviado de la literatura portátil. Con la aparición el pasado año de Bartleby y compañía en la editorial Feltrinelli es de presumir que el círculo de sus admiradores y estimadores llegue a ampliarse.
Y considero que no hay libro más adecuado para hablar de la aproximación de Vila-Matas a la literatura que su Bartleby y compañía, obra de literatura comparada por excelencia, porque abarcando desde las literaturas más conocidas a las más ignotas, desde las más difundidas a las más exiguas, desde las mayoritarias a las minoritarias, desde los países más presentes y potentes del mundo a los más recónditos, trata de un quid que concierne a la literatura de cualquier latitud, de algo que puede ocurrir a los escritores de cualquier parte: dejar de escribir.
Bartleby, como es bien sabido, es el personaje de Melville, el copista, el administrativo de una oficina londinense, quien, ante cualquier invitación que se le haga para extender o copiar un documento (pero no sólo eso, también ante cualquier pregunta que se le haga, ante cualquier impulso para que reaccione), responde una frase absolutamente infranqueable: "Preferiría no hacerlo". La novela de Vila-Matas es un diario, obviamente no de Vila-Matas, sino de un personaje (un señor desconocido, cuyo nombre nunca se pronuncia) que trabaja como empleado y que, veinte años antes, cuando era joven, había publicado un libro sobre la imposibilidad del amor. Después de aquello ya no ha vuelto a escribir. El porqué no se nos dice. Pero el 8 de julio de 1999, el autor de ese único libro empieza a indagar en su diario íntimo sobre los escritores de todas las latitudes que han dejado de escribir, asociándolos en un ideal club de la "literatura del No", una bandada de Bartlebys acomunados por la pulsión del No, por la vocación por el silencio. O más bien, como hubiera dicho Robert Walser (Jakob von Gunten es obviamente objeto de indagación del diarista que ha cesado de escribir), "saber que no se puede escribir es una forma de escribir" (aunque quizá la afirmación sea de Vila-Matas, quiero señalarlo).
Ello, naturalmente, conduce a una dimensión "paralela" donde el no escribir es una forma de vida, el silencio puede ser no una renuncia sino una conquista o una afirmación, donde lo no-existente se impone pasando a ser, cargado de un significado misterioso e insondable, al igual que una pausa, un silencio en una partitura musical que puede resultar más emocionante que una nota.
El oscuro escritor de un único libro se embarca en una extraña aventura, que prescinde de la cronología y de la geografía, en busca de los motivos por los que sus correligionarios han dejado de escribir. Y, qué extraño, cada uno lo ha hecho por razones distintas, al menos según las hipótesis, las elucubraciones, las afirmaciones y las documentaciones (verdaderas o presuntas, reales o apócrifas) que él va anotando. Juan Rulfo, autor de una de las obras maestras de la literatura hispanoamericana, Pedro Páramo, y que después calla durante el resto de la vida, esgrime una de las justificaciones más originales que los escritores del No han pronunciado jamás para justificar su abandono de la escritura: "Porque se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba las historias". El episodio es relatado por Augusto Monterroso, al menos según lo que sostiene el personaje de Vila-Matas (y por lo tanto, lo apócrifo está al acecho). Con todo, no será inútil referir una perspicaz fábula que sobre el mítico silencio de Juan Rulfo escribió verdaderamente su buen amigo Monterroso, "El zorro más sabio". En ella se cuenta de un imaginario escritor de nombre Zorro, autor de dos novelas acogidas con enorme favor por la crítica. Pasaron los años, y el señor Zorro no publicaba ningún otro libro. La gente empezaba a murmurar y a interrogarse acerca del silencio del señor Zorro, y cuando se encontraban con él en alguna recepción o ceremonia se le acercaban y le decían que debía publicar otro libro. Pero si ya he publicado dos, contestaba cansinamente el señor Zorro. Y excelentes, replicaba todo el mundo, por eso debe publicar otro. El señor Zorro no lo confesó jamás, pero pensaba que en realidad lo que se pretendía de él era que publicara por fin un pésimo libro. Y dado que era un auténtico zorro, no lo hizo.
En el periplo por los mares ignotos de la no-escritura, el personaje de Vila-Matas no podía dejar de encontrarse con aquellos que pensaron escribir, pero no lo hicieron nunca, aquellos que eran potencialmente escritores, pero no llegaron a serlo. Aquellos, en definitiva, que lo rechazaron de antemano. La categoría es vasta en el siglo XX, y el no-escritor de Vila-Matas localiza al pionero en Joseph Joubert, nacido en Montignac en 1754, muerto a los setenta años, gran amigo de Chateaubriand, que no escribió jamás libro
Pessoa leyendo |
Del pionero Joubert a nuestros contemporáneos que jamás escribieron lo que hubieran podido escribir: por ejemplo Pepín Bello, que fue el "cerebro" de la generación del 27, la de Lorca, Buñuel, Dalí; o Bobi Bazlen, quien evitó el texto literario para escribir únicamente notas al margen (publicadas en los años setenta por la editorial Adelphi con el título de Note senza testo —Notas sin texto—). El protagonista de Vila-Matas, buscando las razones de estos taciturnos a priori, no descuida los escritores que de tal silencio han buscado las razones, como Daniele del Giudice en su El estadio de Wimbledon, o como el más inquietante texto sobre la imposibilidad de escribir, que es La carta de Lord Chandos; ni obviamente los libros desaparecidos, los libros hipotéticos: los libros de caballerías de Alonso Quijano, Don Quijote; los libros hallados en las estibas de los barcos que arribaban a Alejandría y que Tolomeo hacía copiar; los tratados filosóficos de la biblioteca submarina del Capitán Nemo, y lo más virtual entre lo virtual: los libros que Blaise Cendrars quería anotar en un volumen que proyectó durante mucho tiempo y que hubiera debido titularse Manuel de la Bibliographie des livres jamais publiés ni même écrits.
Y seguimos, en este viaje de la no-escritura, con Rimbaud, que abandona la poesía por Abisinia, y Juan Ramón Jiménez, que deja de escribir en 1956, en el instante en el que recibe el Nobel y muere la compañera de su vida, porque se da cuenta de que todo lo que había escrito lo había escrito porque existía ella, y desde el momento en que ella ya no estaba, escribir ya no tenía sentido. Y Salinger, y su negativa a decir el porqué. Y Kafka, cuyos manuscritos salvó Max Brod de las llamas a las que su autor los había destinado, Kafka con su Odradek, o el último cuento, ese de la ratita Josephine, cantante lírica, que pierde la voz y deja de chillar. Y Enrique Banchs, el autor de La Urna, acerca del cual, en 1936, Borges escribió el memorable artículo "Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio". "Quizá su mismo talento le haga desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil", escribe Borges para explicar aquel silencio que duraba desde 1911. No sabía Borges que el mutismo de Banchs duraría 57 años, sobrepasando las bodas de oro del poeta con el silencio. O bien el silencio de Petronio, interpretado por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Petronio, en el relato de Schwob, es un chico de buena familia que conoció un día a un esclavo llamado Siro, quien le enseñó cosas desconocidas, descubriéndole un mundo de gladiadores bárbaros, de charlatanes, de celestinas, de jovencitos de cabello rizado a los que visitaban los senadores, de viejos borrachos que contaban historias inverecundas en las tabernas. El día que cumplió treinta años, Petronio decidió escribir las historias que pertenecían a ese mundo lejano de su posición social y leyó lo que había escrito al esclavo Siro, quien quedó entusiasmado. Se estuvieron riendo durante dos días enteros, y después Petronio y Siro concibieron el proyecto de poner en práctica las aventuras que Petronio había imaginado: se disfrazaron, entraron en los bajos fondos, se perdieron, se evadieron de la ciudad. Y así Petronio renunció a escribir, porque había empezado a vivir la vida que había imaginado. En otros términos, si el tema de Don Quijote es el soñador que vive sus sueños, la historia de Petronio es la del escritor que decide vivir lo que ha escrito, y por eso deja de escribir: porque ya no le hace falta.
¿Cuántas son las razones del silencio? Tantas como las de la vida. O de la muerte. O del suicidio. Porque el silencio es también un suicidio, razona el silencioso protagonista que escribe el diario escrito por Vila-Matas. Pero al suicidio le hace falta una cantidad de valor más reducida: basta una vez. Para el silencio el valor es obstinado, es necesario reunir valor para callar cada mañana, durante todos los días que nos quedan por vivir. El silencio es un suicidio renovado día a día.
En fin... Hemos llegado al final del libro. Acabamos de cerrar un libro. El desconocido autor que había dejado de escribir y que se interrogaba sobre las razones del silencio ha escrito un libro. Su diario, como el de Joubert, es un libro sobre la imposibilidad de escribir. Sólo
Pessoa. Hermenegildo Sabat |
Pero entonces, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando de literatura, naturalmente. Estamos reflexionando sobre ella. La estamos persiguiendo. Nos estamos preguntando qué es. Mallarmé se muestra muy categórico al establecer lo que no es. Cito de Crise des vers: "Narrar, mostrar, describir no presentan ninguna dificultad, y si bien para intercambiar nuestros pensamientos es suficiente con depositar en silencio una moneda en una mano ajena, el uso elemental del discurso sirve como medio de intercambio universal del que participan todos los géneros contemporáneos de la escritura, con la excepción de la literatura".
Gracias, Monsieur Mallarmé. Pero entonces, ¿qué es la literatura? Es una buena cuestión, que incluso podría plantearse la botánica, en el sentido de que se refiere a la especie y descuida la familia, visto que la especie "literatura" depende de la familia "arte". Así que sería necesario preguntarse qué es el arte. ¡Vaya pregunta más original!, se dirá. Y además, atención, veo ya al acecho a Benedetto Croce, que nos dirá no sólo qué es la poesía, sino también lo que no es; o Marx, que le dará un alojamiento popular; o Freud, dispuesto a levantar una piedra sobre la que la pobrecita yacía aplastada. Y muchos otros más, cada uno con su propia versión. Entonces ¿qué?
Entonces, para escapar de los edictos de los poderosos, nos podemos refugiar en una reflexión de Arthur Rimbaud. "Adieu" es un breve texto que forma parte de Une saison en enfer, y creo que se trata de una de las despedidas más hermosas, en su conmovedora levedad, de la literatura. En él, el cometa que ha ardido demasiado deprisa desea ya el propio otoño, la oscuridad y el silencio de los espacios siderales. "Intenté inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas", se dice a sí mismo, "y he aquí el resultado. ¡Debo sepultar mis recuerdos y mi imaginación!" Pero entonces ¿qué eran la poesía y el arte, esas prácticas que él creía sobrenaturales y por las cuales se siente traicionado? El poeta reflexiona. Nos está dando la espalda, quizá en la otra habitación con su mochila para Abisinia ya lista. Ah, un momento, parece que ya ha encontrado la respuesta: "Maintenant je peux dire que l'art est une sottise". Ahora puedo decir que el arte es una estupidez. Mientras lo piensa, Rimbaud está componiendo uno de los poemas más sublimes de todos los tiempos. Y nosotros aceptamos de buena gana su definición: el arte es una estupidez. Pero una estupidez sin la que la vida no tendría sabor, acaso ni siquiera sentido. La literatura, como toda forma de arte, es una estupidez, concedido, sólo que, como dijo Pessoa, es la sencilla demostración de que la vida no basta. Y por eso nosotros seguimos hablando de ella. ~
Traducción de Carlos Gumpert
Cortesía Letras Libres, marzo 2003
jueves, 29 de marzo de 2012
Por qué escribo
George
Orwell
Desde
muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando
fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro
años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome
cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que
tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.
Era
yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los
dos cinco años, y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta
y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo
desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años
escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar
historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo
que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la
sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las
palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con
hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el
que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida
cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir,
realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en
mis años adolescentes, no llegó a una docena de páginas. Escribí
mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi
madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba
de un tigre y que el tigre tenía "dientes como de carne",
frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de
"Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló
la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el
periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la
muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor,
escribí malos e inacabados "poemas de la naturaleza" en
estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una
novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra
con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.
Sin
embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades
literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con
facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los
ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos
que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a
los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de
Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción
de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión.
Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda
imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en
el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince
años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una
"historia" continua de mí mismo, una especie de diario que
sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los
niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que
era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como
héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración"
de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción
de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante
algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo
la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar,
filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde
una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la
mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la
calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca",
etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco
años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que
buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar
haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie
de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración"
reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en
diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa
calidad descriptiva.
Cuando
tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las
palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras.
Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan
maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de
describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué
clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces
deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir
enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de
detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también
llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las
Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera
novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis
treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien
esa clase de libro.
Doy
toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar
los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al
principio. Sus temas estarán determinados por la época en que vive
-por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios
como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido
una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su
tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar
atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo:
pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su
impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida,
creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para
escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y
concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en
cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:
1.
El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de
ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo
despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad
pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los
escritores comparten esta característica con los científicos,
artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito,
o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres
humanos no es intensamente egoísta.
Después
de los treinta años de edad abandonan la ambición individual
-muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven
principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero
también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos
decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores
pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que
suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos
interesados por el dinero.
2.
Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo
o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer
en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena
prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una
experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El
motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero
incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras
y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede
darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los
márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una
guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones
estéticas.
3.
Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los
hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.
4.
Propósito político, y empleo la palabra "político" en el
sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta
dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase
de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que
ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el
arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma
una actitud política.
Puede
verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y
cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por
naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se
llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los
tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época
pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente
descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades
políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de
panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me
sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé
pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi
aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por
primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi
tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del
imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para
proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron
Hitler, la guerra civil española, etc.
Éstos
y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver
claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936
lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a
favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece
una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno
evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un
modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de
cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia
tendencia política, más probabilidades tiene de actuar
políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e
intelectual.
Lo
que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir
los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de
partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro
no me digo: "Voy a hacer un libro de arte". Escribo porque
hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho
sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es
lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un
libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también
una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es
propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional
consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar
por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia.
Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha
importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y
complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil.
De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea
consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las
actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a
todos a realizar.
No
es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica
de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de
la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil
española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro
decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con
cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en
él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre
otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos
y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con
Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos
perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que
estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas
páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo.
"Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en
periodismo." Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo
sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de
que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto
no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
De
una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del
lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré
que en los últimos años he tratado de escribir menos
pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que
cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase
estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que
traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el
propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde
hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.
Seguramente
será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué
clase de libro quiero escribir.
Mirando
la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que
mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu
público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos
los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo
fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha
horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca
debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al
que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese
demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé
lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también
cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente
por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal
de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más
fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo
la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha
faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito
libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos
de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y,
en general, tonterías.
lunes, 19 de marzo de 2012
Cómo se hace un escritor
Stephen Vizinczey
Tolstói estableció una
comparación muy profunda entre el arte y la comida: la gente que
piensa que lo más importante de la comida es el placer que nos
proporciona y la exquisitez de su elaboración no entiende que la
verdadera función de la comida es nutrirnos. Lo mismo puede decirse
del arte. Su función principal es cultivar nuestra conciencia,
nuestra alma, hacernos conscientes de que formamos parte de la raza
humana, de que no estamos solos. Sin embargo, los escritores jóvenes
de hoy lo tienen difícil, porque la idea más popular entre la gente
es que el arte sirve para entretener, es un espectáculo.
Yo tuve la suerte de
nacer en Hungría, donde el arte se consideraba un alimento
espiritual. A pesar de todas las tiranías que sufrimos,
encontrábamos la libertad en el arte y la poesía. El poeta siempre
hablaba de sí mismo y era el tribuno del pueblo: la voz que
pronunciaba las cosas que el dictador de turno no quería oír. Los
poetas que yo admiraba eran personas que hablaban en nombre del
pueblo, de la nación, porque nosotros no teníamos ni democracia, ni
un parlamento libre, ni libertad de prensa. Grandes poetas húngaros
fueron asesinados, otros tantos se murieron de hambre, otros se
suicidaron, pero dejaron un legado que a los diez u once años me
permitió sentirme orgulloso de mí mismo como parte de la humanidad.
Gracias a ese legado supe que no estaba solo.
Mujer leyendo en el bosque. Gyula Benczúr (1844-1920), húngaro. |
Lo más importante del
arte, de cualquier arte, aunque yo realmente solo puedo hablar del
arte de la literatura, es pues que gracias a ella aprendemos dos
cosas importantísimas: que no estamos solos y que podemos
comunicarnos. Tolstói afirmó que la gente que no es consciente de
su historia, que desconoce lo que ocurrió antes de que ellos
nacieran, son salvajes. La literatura establece un vínculo entre el
sujeto y la humanidad. La tiranía bajo la que yo vivía en Hungría
me enseñó estas cosas.
Otra cosa que me inspiró
es que tuve la suerte, en varias ocasiones –primero a los ocho
años, luego a los trece, de nuevo a los veintidós–, de estar
cerca de la muerte. Es muy importante ser consciente de tu propia
mortalidad, porque si no lo eres es mucho más fácil que los demás
te controlen. Ahora mismo estoy escribiendo una novela sobre el líder
de la lucha contra la mafia en Italia en tiempos de Andreotti. Fue
nombrado comisario antimafia y Andreotti, que no pudo impedirlo
porque era demasiado popular después de haber liberado a un general
norteamericano secuestrado, lo felicitó y le dijo: “Sin duda, hace
falta muchísimo valor para asumir este puesto, porque debe saber que
la mafia va a intentar matarle.” El comisario le respondió:
“¿Quiere decir que si me muestro sumiso viviré para siempre?”
Los grandes crímenes de
la humanidad, empezando por el nazismo, no habrían tenido lugar si
todos hubiesen sido conscientes de su propia mortalidad. Hace poco
estuve en el Museo del Prado y me sorprendí otra vez al ver cuántas
calaveras se ven en sus cuadros: calaveras que nos recuerdan nuestra
propia mortalidad, que forma parte de la vida. Sin embargo, si somos
conscientes de nuestra propia mortalidad es mucho más fácil ser una
persona libre e independiente, es mucho más fácil emitir los
propios juicios sobre la vida y opinar por uno mismo. Y la literatura
ayuda: un gran libro es como una partitura: solo el cincuenta por
ciento del texto está escrito sobre el papel. Hay puntitos sobre el
pentagrama, pero estos puntitos carecen de sentido hasta que los
músicos interpretan lo que está escrito. En ese sentido, la lectura
es una experiencia creativa. Nosotros somos como el intérprete, como
el músico que lee la partitura y le da a lo escrito un significado
adicional: completa una obra incompleta y la convierte en una
realidad viva en nuestra cabeza, lo cual es extremadamente
importante, incluso desde el punto de vista fisiológico.
Robert Capa (Budapest, Hungría, 1913 Vietnam,1954)
|
Incluso los libros que
son puro entretenimiento, como los libros policiacos, obligan al
lector a pensar algo, aunque sea solo quién puede ser el asesino.
Aunque sea la forma de literatura más popular y más fácil, el
lector piensa y es mucho mejor leer estos libros que no leer nada. El
cerebro necesita ejercicio, igual que el cuerpo. Y una mente que no
se ejercita también tiene efectos sobre la salud y sobre el cuerpo.
La forma más elevada de literatura es aquella en la que la partitura
exige más esfuerzo mental por parte del lector: eso significa que es
más difícil, que menos gente la entiende, pero es mucho más
importante, ya que cuando completamos una novela así en nuestra
mente también estamos ejercitando nuestra imaginación, y cuanto más
ejercitemos nuestra imaginación más grande será. Y para la
sociedad es tremendamente importante que la gente tenga imaginación:
la matanza de millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial
no hubiese sido posible si la gente hubiera podido imaginar lo que
supone que te quemen vivo o que te torturen. Todos los horrores del
mundo se han dado porque muchas personas carecían de la capacidad de
imaginar lo que suponían sus actos. Lo más terrible de la
naturaleza humana es la incapacidad de imaginarse estas cosas. Y la
literatura, el arte en general, nos ayuda a pensar fuera de nuestra
propia mente, a imaginarnos cómo se siente la otra persona. La gente
es buena o mala no en función de sus principios morales, sino en
función de la capacidad que tenga para imaginar lo que supone ser
otra persona. ~
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