Juan Ángel Mogollón
Tal vez nadie piense que en literatura
se puede llegar a formas definitivas y concluyentes. Sería un absurdo. Como en
toda expresión artística, un sentido dinámico le imprimirá cambios y
evoluciones constantes. Es incluso posible que sufra transformaciones
profundas, pero sin rebasar las medidas hasta un grado en que se desvirtúe su
naturaleza. Porque si bien en un determinado género literario se pueden hacer
todos los experimentos imaginables, siempre habrá un límite, después del cual,
en virtud de las violentas mutaciones de que es objeto, se despoja de su propia
esencia y pasa a ser otra cosa.
Hay quienes al pretender ser
excesivamente innovadores caen en los extremos de una originalidad maniática. Obsesionados
con descabelladas quimeras, y no pocas veces impulsados por la vanidad, creen
posible legitimar sus extravagancias ante un público perplejo. Esto es lo que
ha pasado con la novela contemporánea. El predominio de lo estrambótico es el
signo de sus manifestaciones más representativas. Desde los ya antiguos
experimentos de James Joyce con su renovador y audaz texto de “Ulises”, hasta