Juan Ángel Mogollón
Tal vez nadie piense que en literatura
se puede llegar a formas definitivas y concluyentes. Sería un absurdo. Como en
toda expresión artística, un sentido dinámico le imprimirá cambios y
evoluciones constantes. Es incluso posible que sufra transformaciones
profundas, pero sin rebasar las medidas hasta un grado en que se desvirtúe su
naturaleza. Porque si bien en un determinado género literario se pueden hacer
todos los experimentos imaginables, siempre habrá un límite, después del cual,
en virtud de las violentas mutaciones de que es objeto, se despoja de su propia
esencia y pasa a ser otra cosa.
Hay quienes al pretender ser
excesivamente innovadores caen en los extremos de una originalidad maniática. Obsesionados
con descabelladas quimeras, y no pocas veces impulsados por la vanidad, creen
posible legitimar sus extravagancias ante un público perplejo. Esto es lo que
ha pasado con la novela contemporánea. El predominio de lo estrambótico es el
signo de sus manifestaciones más representativas. Desde los ya antiguos
experimentos de James Joyce con su renovador y audaz texto de “Ulises”, hasta
las más recientes manifestaciones, parece haberse tocado todos los extremos. Se ha llegado a un punto en que la novel se ha vuelto irreconocible. Y a veces no hay en ella más que una yuxtaposición inconexa de trozos difusos, cuando no un catálogo de obscenidades gratuitas o interminables páginas donde no se dice absolutamente nada.
las más recientes manifestaciones, parece haberse tocado todos los extremos. Se ha llegado a un punto en que la novel se ha vuelto irreconocible. Y a veces no hay en ella más que una yuxtaposición inconexa de trozos difusos, cuando no un catálogo de obscenidades gratuitas o interminables páginas donde no se dice absolutamente nada.
En ocasiones el público distingue con
sus elogios a estos tenaces escritores. Pero tan luego como pasa el efímero
entusiasmo por tales galimatías inextricables, las gentes que deseen leer
novelas propiamente dichas, obedeciendo sin duda a los dictados del sentido
común, acuden a los autores verdaderos, pues saben que sólo en ellos
encontrarán lo que buscan recurren a Cervantes, Tolstoi, Dostoievski, Stendhal,
Dickens, entre otros, y estos grandes maestros las reconcilian con el universo
maravilloso de sus creaciones inmarchitables. Porque una novela que no se diluye
en simples desplantes formales, que posee una trama interesante y ha sido
escrita en un lenguaje inteligible y hermoso, siempre resultará atrayente a las
personas sensibles que no sucumben a la mentecatez de perder el tiempo con
rompecabezas circunstanciales. Con justificada razón hay los que prefieren leer
hasta ingenuas historietas de vaqueros o narraciones policíacas, a enfrascarse
en el penoso desciframiento de una prosa que cuando pretende decir algo se
convierte en un aburrido jeroglífico.
Creer que con estas posturas se hará
avanzar mucho al género novelístico nos parece una ilusión. Por lo demás, en
nuestra época de total anarquía en las artes nadie sabe cuál será el porvenir
de las letras ni aun lo que pasará en el futuro más inmediato. Una cosa sí
parece cierta: la gente se fastidia rápidamente de los snobismos
desmesurados.
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