Efraín Barquero
Extractos del libro Arte de vida
Viene mi abuelo escoltado por dos de mis
tías, y, qué gran coro se alza a su paso, removerse de cabalgaduras ahí afuera,
exclamaciones de hombres trabajando, zumbido de abejas, cantos de pájaros,
rumor de aguas.
Me mira largamente mientras le tienden
un asiento, y yo sé por su manera de sentarse que este hombre es aún el eje, aunque
gastado, de lo que ocurre en torno. Además están mis tías para informarme. A su
derecha, alta, grave, mi tía Tila; a su izquierda, sonriente, juguetona, mi tía
Dina. Ambas se preocupan, a su modo, del anciano y ambas me hacen comprender,
mejor que en un libro de estampas, las dos ramas que se cruzan en toda
descendencia.
Mi abuela está detrás de esta escena, mi
abuela está allá, al fondo de las habitaciones, haciendo posible los buenos alimentos.
Entre los hombre el trato es más ceremonioso.
Yo creo que esta entrevista, por así decir, se repitió muchas veces, todas las
veces que yo estuve en Piedra Blanca.
No obstante, nunca creo haber escuchado
netamente la voz de mi abuelo, sino, más bien, un sordo murmullo como un rezo
que iba y venía entre él y la naturaleza circundante. A pesar de haberme dado
muchas muestras de cariño y entendimiento, él estaba ahí para mostrárseme y
para callar, para que yo escuchara enmarcados por su rostro y su vetusta persona,
lo que sucedía a toda hora en la comarca.
La
casa, los misterios
Qué grande, qué obscura es la casa adonde nos trajeron. Por todas partes muros, muros altos y graves. Muy pocas ventanas como en todas las viviendas de los pueblos, las indispensables para no apartarnos completamente de la noche.