Efraín Barquero
Extractos del libro Arte de vida
Viene mi abuelo escoltado por dos de mis
tías, y, qué gran coro se alza a su paso, removerse de cabalgaduras ahí afuera,
exclamaciones de hombres trabajando, zumbido de abejas, cantos de pájaros,
rumor de aguas.
Me mira largamente mientras le tienden
un asiento, y yo sé por su manera de sentarse que este hombre es aún el eje, aunque
gastado, de lo que ocurre en torno. Además están mis tías para informarme. A su
derecha, alta, grave, mi tía Tila; a su izquierda, sonriente, juguetona, mi tía
Dina. Ambas se preocupan, a su modo, del anciano y ambas me hacen comprender,
mejor que en un libro de estampas, las dos ramas que se cruzan en toda
descendencia.
Mi abuela está detrás de esta escena, mi
abuela está allá, al fondo de las habitaciones, haciendo posible los buenos alimentos.
Entre los hombre el trato es más ceremonioso.
Yo creo que esta entrevista, por así decir, se repitió muchas veces, todas las
veces que yo estuve en Piedra Blanca.
No obstante, nunca creo haber escuchado
netamente la voz de mi abuelo, sino, más bien, un sordo murmullo como un rezo
que iba y venía entre él y la naturaleza circundante. A pesar de haberme dado
muchas muestras de cariño y entendimiento, él estaba ahí para mostrárseme y
para callar, para que yo escuchara enmarcados por su rostro y su vetusta persona,
lo que sucedía a toda hora en la comarca.
La
casa, los misterios
Qué grande, qué obscura es la casa adonde nos trajeron. Por todas partes muros, muros altos y graves. Muy pocas ventanas como en todas las viviendas de los pueblos, las indispensables para no apartarnos completamente de la noche.
Y las puertas, las mesas y los lechos que
son, para nuestro asombro, exacta mente del porte de los hombres maduros, esos
gigantescos seres que entran y salen, y que parecen un tanto preocupados.
Cuántas cosas ocurren en estas casas.
En cada pieza vive alguien desconocido,
envuelto en su propio rumor, rumor tan misterioso a fuerza de ser humano, tan
inconmensurable a fuerza de ser íntimo y personal. Y son nuestros parientes.
Pero qué aterradores nos parecen en la sombra, en la privacidad de sus habitaciones.
Y esas mujeres vestidas de negro, tan hermanadas
por su condición, por ocultos menesteres; mujeres que nos hicieron despertar de
súbito con el blanco y horroroso grito de sus labios.
Y esos extraños que llegaron a dormir y
que no despertaron jamás, ante los cuales nos asomamos en puntillas. Qué grandes
eran sus rostros y sus manos: toda la obscuridad de la habitación parecía ser entonces
su invisible cuerpo.
No sólo los dormitorios nos sobrecogieron
con esos lechos blancos flotantes en la sombra, con esas camas que parecían dormir,
aun cuando sus dueños habían salido.
El comedor, el sitio por excelencia abierto
a todos, no sé por qué se me antojó más secreto que ninguno; secreto como los
frutos que permanecían a toda hora sobre la mesa, dispuestos por manos invisibles,
por manos que nunca se hacían nombrar y que nunca me revelaron su presencia.
Ahí vi comer a los hombres, levemente inclinados
y unos frente a otros, como reconociéndose largamente, como tratando de
aprenderse. El pan o el vino que de cuando en cuando se llevaban a sus bocas no
hacía más que reavivar este conocimiento.
El
trabajo, las herramientas
La noche se extiende a todas horas a mi
alrededor, noche a la que se agrega un duro, un interminable, un subterráneo
mundo de trabajo, que me roba a los seres que yo quisiera tener más largamente
junto a mí.
Golpean las herramientas como lentas manos
a través de las murallas, bajo mis pies, más allá de los astros, detrás de los árboles
floridos.
Esas herramientas que, antes de conocer
sus nombres y de palpar los suaves y gastados mangos, llamaron en mí no sé a quién,
a un ser lleno de materia y pujanza terrestres, a alguien que las empuñara rudamente
como muchos de mis antepasados. Cómo se asombrarían después los graves
utensilios, no menos que sus dueños, al ver la criatura que salió de mí, cuyas
manos no se oían trabajar, cuyo ímpetu se gastaba en una cantera invisible.
Porque antes de darme cuenta de mi existencia
me levantó en vilo el aliento de los hombres trabajando. Algo imponían los
rostros, rotundos y reales, algo que no se debía escuchar dos veces sin tomar una
determinación inmediata, aun cuando hubiera tiempo de sobra para ello.
Ahí estaban los hombres que fueron mis
familiares, despiertos antes del alba o durmiendo tan poderosamente en sus camas
que parecían aferrados a sus propias cabalgaduras.
La voz, el deber, pasaban como una huasca
restallante de las manos mayores a las manos menores. Y el cuchillo no podía
temblar en la hora del sacrificio de las bestias, de las bestias que eran como
la prolongación de aquellos que estaban encargados de mi crianza.
Este mundo sordo me alimentó con creces,
aunque demostrándome, a su modo, su desmedido afecto: sólo un apretón de manos,
una mirada de despedida un poco más larga, un golpecillo en el hombro, más bien
como una reconvención, como una rama que se quiebra de un árbol demasiado
cargado.
La
Madona
Recuerdo que dos modestas pinturas —esas
que van a dar a los pueblos olvidados— me acompañaron en la casa. La primera de
las cuales con que trabé amistad era la imagen de una joven mujer con un niño
en los brazos.
Cuánto me costó, por mucho tiempo, separar
el parecido de esa mujer con el de mi propia madre. Y, en realidad, no se
asemejaban nada, o es que se parecían demasiado, ¡vaya uno a saberlo! Lo cierto
es que esa mujer que me observaba desde la pared era para mí como mi madre en
su desconocida juventud; me era tan dulce y lejana, pero familiar, que la litografía
debe haber contestado a mis súplicas, volviendo a su hacedor con un extraño
mensaje ininteligible.
El rostro de mi cuadro se parecía también
a una mujer del pueblo que me amamantó en parte, pues al nacer mi madre enfermó
gravemente. Esa mujer de negro a quien nunca conocí después, había tenido
—según me han contado— por esos días un niño y como todas esas madres, bullía
de buena y generosa leche.
Mas, la dulce imagen de mi pieza tenía
que ver también con una pequeña niña del lugar a quien me dio por adorar en
silencio a una edad en que no sabía ni el número de zapatos que calzaba.
Recuerdo la pureza de esta adoración, aunque no puedo comprender por qué, más
tarde, cuando aprendí a escribir, lo primero que hice fue redactar una carta en
que le revelaba mi amor; pero en una forma tan torpe y vergonzosa —no sabía
hacerlo de otra manera— que hizo enrojecer a mi madre cuando, por descuido,
esta misiva me fue encontrada, como el arma de un criminal, en el cajón de mi
velador. Este fue, pues, mi primer, mi brutal modo de expresarme por escrito.
La hoja blanca de papel se llenó con un corto e impaciente rugido, siendo, para
qué agregarlo, yo el más asustado.
Y, por último, la figura se parecía a una
muchacha, a una joven que era la telefonista del pueblo, quien no sé por qué
razón se quedaba a veces a mi cuidado, ocupada como estaba en su mesa con los
misteriosos y resonantes hilos que eran mi gran curiosidad. Aún recuerdo, como
en un vago amanecer, el perfume que emanaba toda su persona, cuando sentada
junto a mí, ella ponía en comunicación a los invisibles hablantes. Pero un día
fui sobresaltado: ella, tal vez, al recibir una triste noticia, se echó a llorar
en mi presencia con una fuerza tan elemental, que tuve la sensación de asistir,
por primera vez, a un espectáculo vedado, a un misterio del cual yo también, con
mis cortos años, formaba parte. Tanto me impresionó este hecho que no hubo
forma de que me hicieran volver donde la muchacha, cuyo rostro cambió desde ese
momento para mí.
Los monstruos, los terrores
Igual que en los cuentos, los monstruos no se harían esperar.
Como un ave negra y de vuelo quebrado,
como un cuero que se extendiera y se replegara en el cielo, apareció el temor a
la muerte con una mezcla infantil de terror y gozo, y, como si asistiera, por
primera vez, a un fenómeno sobrecogedor de mi propia naturaleza.
No me asaltó entonces como lo haría después,
en el comienzo de la adolescencia, con el espanto sordo, con el dolor de la
carne y del espíritu, con la espuma del caballo que no se entrega a la derrota.
La verdad es que todo empezó en la forma
más trivial y fue cuando después de haberme servido con la propia botella el
contenido de una "Bilz", me di cuenta de que al gollete le faltaba un
pedazo de vidrio.
Constaté este hecho con el mismo horror
que me habría producido, por ejemplo, ver incendiarse mi casa.
Y empezó para mí la amenaza de las noches,
ya que de ninguna manera quería dormirme, cerrar los ojos. Las noches que me
eran tan protectoras se me volvieron como países desconocidos que yo debía
atravesar solo.
Yo no sé cuánto duró esta lucha. Para dormirme
debía alguno de mi casa estar junto a mi lecho, a quien, para más seguridad, mi
imaginación le ponía una espada entre las manos, como a los ángeles.
El mundo se cubrió, como un gran collar
roto, de infinitos pedazos de vidrio que, en cualquier momento, podía ingerir
sin notar. Y no sólo de vidrio, sino de traicioneras e invisibles agujas, de venenos
sin nombres que plantas y pájaros segregaban.
Mi gente y algunos vecinos explicaban el
asunto con una inquietud que a mí me parecía bastante ofensiva. Señalaban, por ejemplo,
que mis obsesiones eran producidas porque yo tenía las amígdalas enormes, como
frutillas, las cuales debían extirparse —para mal de mis males— lo más pronto
posible.
Y, claro, fui llevado en un lívido amanecer,
como un cordero, al sacrificio.
Por esa misma época, aunque parezca inventado
(siendo, como es, verdadero), hubo otro personaje con el cual me sometían
inmediatamente a las buenas costumbres. Fue con don Pío Baroja.
No sé cómo llegó su nombre y su figura
tan vasca a un pueblo como Teno, donde había tan pocos libros que nadie leía.
Ya que eran los años de la Revolución Española, creo que fue por "Las Ultimas
Noticias", ese diario que llegaba en la tarde. Me impresionó, tal vez, su retrato
y su nombre, precisamente su nombre —ahora me acuerdo— que me sonaba como un
cielo lleno de aves temibles.
— ¡Por allá viene Pío Baroja!— me decían
en las noches cuando no quería comer o acostarme.
Volantines,
pájaros
Vendría a elevarse pronto la carpa del circo
y de la fiesta, y, sobre todo, la gran cúpula celeste, habitada por uno de mis mejores
amigos: el volantín.
Como si todas las sombras se hubieran desvanecido,
yo pasaba tardes y días enteros, tendido de espaldas sobre el pasto, con mi
volantín muy lejos. Me parecía existir con él allá arriba, o sentir en mi mano,
ahora de gigante poderoso, todo el peso del cielo. Es como si hubiera vivido
días y días y muchas estaciones en una patria abierta, segura y luminosa.
Existía entonces una sola mano: mi imaginación,
y un solo pájaro: el espacio.
Cuánto me alegraba el relincho de mi volantín
en el cielo lleno de nubes y del buen viento sur, anunciador de la primavera.
También la tierra elevaba conmigo, después
de la lluvia, esas telas que flota y que son el anticipo de la plumilla de cardo
que va a llenar de pronto el espacio.
Yo mismo fabricaba mis propios volantines,
aunque nunca supe hacer bien los palillos de coligue. En las noches, solo en mi
cuarto hasta muy tarde, me sentía tan inmenso como el cielo de septiembre, al ver
mis creaciones, colgadas en la blanca pared, como pájaros multicolores aguardando
el día de su primer vuelo.
El
pan
—Oiga, amigo, ¿cómo amaneció hoy el pan
en mi casa?
Esta es la pregunta de esos años, alrededor
de la cual se agita mi vida.
Contraviniendo órdenes de mi maestro y,
muchas veces, fugándome de clases, al mediodía, en el Liceo de Curicó, corro
por las calles para hacerle esta pregunta al conductor de la "góndola"
que hace el recorrido entre Teno y Curicó, ciudad esta última adonde me han enviado
a estudiar.
He sufrido con esto. Es primera vez que
me separo de mi familia y del mundo de mis amigos, esos cuatro o cinco panaderos
que trabajan en la pequeña panadería de mi padre.
¡Cuánto se ha metido este trabajo en mí!:
no hay estudio ni distracción que me hagan olvidarlo ni un momento.
Al despertarme, oro con gran unción y,
agregando algunos ardientes ruegos de mi parte, pido que se me permita volver a
la casa por una u otra razón. Mi madre hace lo mismo, en el cercano pueblo, pero
rezando para que yo me acostumbre a
esa nueva vida.
Yo siento que debo estar junto a los míos
para ayudarles de alguna manera.
Es para mí como una proeza la
fabricación del pan. Un detalle de más o de menos y este ser tan vivo,
respirante, puro: el pan, se resiente de inmediato. Hay más. Hay el orgullo del
que produce este fruto.
En efecto, un poco más de calor, de arriba
o de abajo, que reciba el horno; que, por descuido, el pan se pase de
"liúdo", es decir, que madure más de lo normal; que en la noche haga
demasiado frío; o, en fin, que el amasijo no alcance la aglutinación ni la
sazón perfecta, y el pan ya no es el pan, y más bien se oculta de la vista de
las gentes.
A la medianoche llegaban al rústico "salón"
que es la pieza donde se hace el pan, el maestro-batea y su ayudante. Y a las
tres de la mañana, los otros operarios: el hornero, el tableador, el poniente, el
canastero.
¡Qué gran desilusión cuando alguno de ellos
faltaba, cuando ya en la tarde se sabía, como una terrible noticia, que estaban
bebiendo.
Es esta una preocupación que ha quedado
para siempre en mí, como una mano o una raíz que se abre en mi pecho, no sólo
para interrogarme por esos días, sino para preguntarme si estoy preparado o no
para recibir la primera palabra de un poema, si hay verdad o no entre mi vida y
mi pequeña obra, si esa materia que se agita adentro merece entregarse, de
algún modo, a los demás, sin engaño, sin impudicia, sin faltar a una ley profunda
de mi ser.
El
Río Maule, el Cerro Mutrún, la poesía
Algo me aguardaba en la inmensidad de
esa naturaleza, justamente en el cerro Mutrún, en su cima, donde se contemplan
a la vez mar y río, y donde uno, con los ojos entrecerrados, no sabe cuál es
más grande. En ese punto estratégico en que lo terrestre y lo celeste se consuman,
ahí, como un vahído, sentí la liberación; liberación de padres, de familiares;
liberación de cosas, de hechos. Liberación, no ingrato desprendimiento: ese estallido
que nos saca de nosotros, por un segundo, para volvernos a un cuerpo donde la
infancia, ya vencida, nos va a nutrir ahora como lo hizo nuestra madre.
Resultado: empezamos a leer todos los libros
que había en la pequeña biblioteca del Liceo de Constitución, literatura chilena
y española y las crestomatías con los textos extranjeros. Además de Mariano Latorre
y de Jorge González Bastías, que nos hacían sentir tan intensamente esa región,
nos adentramos en todos los autores nacionales. Leímos también, porque era fácil
conseguirla, gran parte de la colección Sopeña con Dickens, Dostoiewsky, Víctor
Hugo, Lamartine y todas esas lecturas de una cierta época. Los clásicos, en la
mejor acepción de este término, los apreciaríamos más tarde.
Y llegó por fin la enfermedad que devoraría
todas las anteriores.
De pronto me veo caminando muy misteriosamente
por las escarpadas laderas de Mutrún con un papel entre las manos. Ante mí
sube, de las orillas del Maule, el rumor de los astilleros que dan forma a los
faluchos, esas naves rojas que se aventuran intrépidamente por el Pacífico hasta
California y España. Ante mí se ex tiende la playa infinita y se elevan las majestuosas
grutas donde el océano entra para consumar algo secreto. Ante mí se abre un
día, distinto a todos los demás, y, a hurtadillas, como un estudiante en un
examen, trato de llenar la hoja, aterrado y sin ayuda. Pero el papel se llena con
las líneas incomprensibles de un cardiograma, de un corazón que late
violentamente. No hay nada en esa hoja que no sea la turbación de un temido encuentro,
que no sea la blancura de las gaviotas que destellan un segundo para no dejar
huellas sino en mi rostro y en la naturaleza que me mira entre incrédula y sonriente.
Parece que nuestra verdadera creación de
entonces es haber comprendido algún verso de Neruda o la Mistral, sobre todo,
de Neruda, de quien hay una antología en el Liceo. Este verbo poderoso nos
alimenta, nos hace comprender la nueva poesía y nos hace sentir que estamos vivos
y en el siglo veinte.
Santiago,
1950
Y aquí se me produce otra vez esa contradicción
entre un estudio regular y metódico y la existencia que bulle por todas partes,
obscura, impaciente, informe, peligrosa. Antes, mucho antes, había sentido este
mismo desajuste entre Escuela e Infancia, entre Liceo y Naturaleza, y ahora lo
volvía a sentir entre Universidad y Vida.
No hago más que matricularme en el Pedagógico
y de asistir a unas pocas clases, cuando la existencia me llama nuevamente, no
esta vez para mostrarme el fervor de una juventud, sino para castigarme con la
mano dura de la adultez y de la conciencia humana.
Me voy, pues, a vivir la vida en todo su
desamparo, desnudez, rabia, injusticia, turbulencia. Arriendo una pequeña pieza
en una cité, en la calle Thompson, cerca de la Estación Central, y aquí siento temblar
verdaderamente el piso bajo mis pies, no por los trenes que pasan, sino por las
vértebras, por las arterias vivas, por los dientes apretados y las manos
impotentes.
Viene de las pocilgas, de los conventillos,
un olor nunca conocido: el de una honra difícil de sobrellevar, el de una ocupación
que se ha hecho monstruosa por la falta de los menores estímulos humanos.
Conozco a los personajes de esas calles:
prostitutas y lavanderas. Las primeras, con atados de ropa sucia, y, las segundas,
con atados de ropa blanca, demasiado blanca y, por lo mismo, sospechosa. Esas
magras mujeres llevan la blancura como un pecado, como un pecado cometido por
sus padres o sus hijos.
Conozco la vida de las hospederías donde
los hombres sin casa se ocultan de la ciudad y de sí mismos. Los he visto, bajo
una luz roja, contar sus arrugados y pobres billetes para alcanzar allá adentro,
en las lóbregas y anónimas salas, antes de morirse, una sola imagen feliz del sueño
de los justos. Ya que la muerte, como lo fue antes la desgracia, será total para
ellos. Y ellos lo saben de antemano, lo llevan escrito con carbón en sus rostros,
en sus rostros donde no hay posibilidad de salvación, porque no hay en esos
rasgos ninguna huella de la infancia, ningún recuerdo que los haga soportar la existencia.
Así es que espacié mis visitas a los
jardines del Pedagógico que estaba ya entonces en Macul. Los espacié por dos razones:
porque estaba demasiado inquieto e impaciente y porque sabía, en mi conciencia,
que no tendría gran cosa que enseñar en mi magisterio. Siento, sin embargo,
ahora, el haber tomado esa decisión, ya que no me liberé por ello.
El primer
libro
Mi primera obra "La Piedra del Pueblo"
se me convierte, cuando la estoy escribiendo, como en el rostro doloroso de mi
padre, quien, después de una larga
enfermedad que lo deshace entre sus
brazos, tose y tose, a través de los muros, y yo debo oírlo toda la noche sin
poder ha cer nada.
Nunca había experimentado un dolor parecido,
el dolor viril, que es como si nos doliera todo el cuerpo y el espíritu.
Toda la noche siento a la tuberculosis revolver
en sus entrañas. Y pienso en la tierra, amada ayer, como en algo podrido y sin
remisión posible.
Su agonía empieza a mediados de agosto
y el final llega con la entrada de la primavera.
El mismo día en que, estimulado por tres
amigos que costearán el pago de la edición, entrego mi manuscrito a la Imprenta
Arancibia y firmo como Efraín Barquero, que es mi segundo nombre y el primero
de mi padre (Barquero lo pongo casi sin pensar y como si me lo hubieran
"soplado" al oído). El mismo día, como digo, en que entrego mi primera
obra para que sea editada, recibo el temible telegrama y marcho inmediatamente hacia
Teno, llegando, a medianoche, a un lejano cruce, del cual debo caminar a pie hasta
la casa donde agoniza mi padre.
Es un largo andar, sufriente y obscuro,
como por un largo corredor tortuoso. Es una prueba que hace madurar horriblemente
mi carne, la cual, por primera vez, siento pegada a mi esqueleto. Ahí voy por
las calles de mi infancia, pero tambaleante y extraviado. Han florecido los aromos,
pero su fragancia me parece como un insulto más.
Esa noche, mi tío mayor vela junto a él.
Y yo, aunque lucho con el sueño, me duermo hondamente y despierto de pronto en
una gran obscuridad alumbrada por una vela: ahí, a unos pasos, mi padre se ahoga.
Su estertor me hará mirar siempre con algo
de tristeza la carne. Su estertor me hará pensar siempre que las fieras
terminan por devorarnos y que los seres puros son demasiado indefensos, aunque
vivan en libertad.
No obstante, el recuerdo de mi padre es
lo único que suele, en algunas ocasiones, sostenerme, a pesar del peso de su abrumadora
contradicción.
Un
largo viaje
Aquí elevo el miraje, abro el compás de
estas pequeñas escenas, porque voy allá, perdido en el espacio, rumbo a China,
a la Gran China.
Llegaremos al aeródromo de Pekín como
muertos que esperaran tocar tierra para despertar. Y empiezan inmediatamente las
extrañas sensaciones. Me pareció tan grande la noche, como si la tierra estuviera
mucho más abajo de nuestros pies. Y ese olor, ese olor como de huesos quemados
que venía de todos los rincones.
Al día siguiente, acompañado por un amigo
chileno, se me ocurrió la idea de subir a la colina de Peihai, donde está la Pagoda
Blanca, para observar desde lo alto la vieja ciudad prohibida. Y allí obtuve la
visión más importante para mí, visión que alimenta buena parte de mi libro
"El Viento de los Reinos". Allí tuve, por un segundo, la imagen milenaria
de la Gran China, no sólo de ese espacio infinito, de ese ocre de tierras
viejas —que impregna todas las cosas—, de ese cielo de losa craquelada, sino de
un grande, lejano, sordo rumor; de un viento enorme que arañaba el polvo seco,
de un viento donde se mezclaban todas las voces: voces de sangre, de dolor, de
ira, de triunfo, voces de catástrofe, voces demasiado débiles como niños que
nacen, como madres dobladas.
Pero hay más en esta experiencia. Tuve
como el sombrío desperezo, como la sensación de despertar, ya muy tarde, de un
largo sueño; de haber estado ahí, en alguna edad; de alcanzar con fatiga a otro
que me esperaba en Peihai; de batallar con él para entrar en un solo cuerpo,
que era el mío y que, por un instante, no tenía nombre.
Debo decir que soy sincero y fiel a mis
emociones, pues me acordé de esto que acabo de contar, cuando empecé en Pekín,
algunos meses más tarde, la obra antes mencionada.
El
lugar, el instante, las epifanías
Siempre regresamos a una región secreta
de nosotros: Lo Gallardo, "el Pueblo de los Brujos", como lo llama la
gente de los alrededores, y que yo llamaría "el Pueblo de las
Lechuzas", porque las hay de todas formas y tamaños: blancas, obscuras, y
las más hermosas, las pardas, cuyo plumaje lleno de muchos collares cenicientos,
es más fino que el atuendo de las reinas.
Yo nunca había conocido, yo nunca había
profundizado tanto un lugar como Lo Gallardo.
Tanto lo he habitado que lo siento adentro
como un anillo que siempre se está cerrando y que nunca se cierra para darme
aún la posibilidad de un nuevo poema. Y, afuera, es también como otro anillo un
poco más extenso.
En estos dos anillos se basa mi
riqueza.
Trabajo frente a una inmensa pradera que
a su vez trabaja el río Maipo, por donde pasan los pescadores con sus redes y
los lugareños con sus botes cargados de leña.
Estoy frente a una pradera que tiene la
edad de la tierra. Y muchas veces me he preguntado dónde estará el punto radiante
de este lugar.
Aquí he concluido hace algunos meses mi
último libro: "Epifanías". En él creo haber llegado al final de una
primera etapa. Son versos en que trato de restar toda prosa y convención a la
forma, haciendo que ellos sean cada vez más aglutinantes, más rápidos, más
veloces. Las "epifanías" son poemas despojados de todo lo exterior,
que están hechos de líneas, en cierto modo, independientes entre sí, pero
anudadas por la reverberación interna que producen, con las cuales he querido
alcanzar una nueva unidad y algo más: el lector, mi gran colaborador, en cada
lectura escoge inconscientemente un verso distinto como centro y ahí, al instante,
se organiza todo el cuerpo del poema.
Es un libro en movimiento. No hay casi
elementos en él, solamente los más simples, aquellos que me rodean a toda hora:
el río, el pájaro, el fruto, el árbol florido. He deseado que el tema fuera invisible
y que sirviera sólo como un marco de resonancia para que la criatura fuera más
real. He puesto la atención en el posible destello o fulguración para tener más
poder en la confrontación con mi alma.
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