viernes, 3 de julio de 2020

Arte de vida

Efraín Barquero

Extractos del libro Arte de vida

 

Viene mi abuelo escoltado por dos de mis tías, y, qué gran coro se alza a su paso, removerse de cabalgaduras ahí afuera, exclamaciones de hombres trabajando, zumbido de abejas, cantos de pájaros, rumor de aguas.

Me mira largamente mientras le tienden un asiento, y yo sé por su manera de sentarse que este hombre es aún el eje, aunque gastado, de lo que ocurre en torno. Además están mis tías para informarme. A su derecha, alta, grave, mi tía Tila; a su izquierda, sonriente, juguetona, mi tía Dina. Ambas se preocupan, a su modo, del anciano y ambas me hacen comprender, mejor que en un libro de estampas, las dos ramas que se cruzan en toda descendencia.

Mi abuela está detrás de esta escena, mi abuela está allá, al fondo de las habitaciones, haciendo posible los buenos alimentos.

Entre los hombre el trato es más ceremonioso. Yo creo que esta entrevista, por así decir, se repitió muchas veces, todas las veces que yo estuve en Piedra Blanca.

No obstante, nunca creo haber escuchado netamente la voz de mi abuelo, sino, más bien, un sordo murmullo como un rezo que iba y venía entre él y la naturaleza circundante. A pesar de haberme dado muchas muestras de cariño y entendimiento, él estaba ahí para mostrárseme y para callar, para que yo escuchara enmarcados por su rostro y su vetusta persona, lo que sucedía a toda hora en la comarca.

La casa, los misterios

Qué grande, qué obscura es la casa adonde nos trajeron. Por todas partes muros, muros altos y graves. Muy pocas ventanas como en todas las viviendas de los pueblos, las indispensables para no apartarnos completamente de la noche.

Y las puertas, las mesas y los lechos que son, para nuestro asombro, exacta mente del porte de los hombres maduros, esos gigantescos seres que entran y salen, y que parecen un tanto preocupados.

Cuántas cosas ocurren en estas casas.

En cada pieza vive alguien desconocido, envuelto en su propio rumor, rumor tan misterioso a fuerza de ser humano, tan inconmensurable a fuerza de ser íntimo y personal. Y son nuestros parientes. Pero qué aterradores nos parecen en la sombra, en la privacidad de sus habitaciones.

Y esas mujeres vestidas de negro, tan hermanadas por su condición, por ocultos menesteres; mujeres que nos hicieron despertar de súbito con el blanco y horroroso grito de sus labios.

Y esos extraños que llegaron a dormir y que no despertaron jamás, ante los cuales nos asomamos en puntillas. Qué grandes eran sus rostros y sus manos: toda la obscuridad de la habitación parecía ser entonces su invisible cuerpo.

No sólo los dormitorios nos sobrecogieron con esos lechos blancos flotantes en la sombra, con esas camas que parecían dormir, aun cuando sus dueños habían salido.

El comedor, el sitio por excelencia abierto a todos, no sé por qué se me antojó más secreto que ninguno; secreto como los frutos que permanecían a toda hora sobre la mesa, dispuestos por manos invisibles, por manos que nunca se hacían nombrar y que nunca me revelaron su presencia.

Ahí vi comer a los hombres, levemente inclinados y unos frente a otros, como reconociéndose largamente, como tratando de aprenderse. El pan o el vino que de cuando en cuando se llevaban a sus bocas no hacía más que reavivar este conocimiento.

El trabajo, las herramientas

La noche se extiende a todas horas a mi alrededor, noche a la que se agrega un duro, un interminable, un subterráneo mundo de trabajo, que me roba a los seres que yo quisiera tener más largamente junto a mí.

Golpean las herramientas como lentas manos a través de las murallas, bajo mis pies, más allá de los astros, detrás de los árboles floridos.

Esas herramientas que, antes de conocer sus nombres y de palpar los suaves y gastados mangos, llamaron en mí no sé a quién, a un ser lleno de materia y pujanza terrestres, a alguien que las empuñara rudamente como muchos de mis antepasados. Cómo se asombrarían después los graves utensilios, no menos que sus dueños, al ver la criatura que salió de mí, cuyas manos no se oían trabajar, cuyo ímpetu se gastaba en una cantera invisible.

Porque antes de darme cuenta de mi existencia me levantó en vilo el aliento de los hombres trabajando. Algo imponían los rostros, rotundos y reales, algo que no se debía escuchar dos veces sin tomar una determinación inmediata, aun cuando hubiera tiempo de sobra para ello.

Ahí estaban los hombres que fueron mis familiares, despiertos antes del alba o durmiendo tan poderosamente en sus camas que parecían aferrados a sus propias cabalgaduras.

La voz, el deber, pasaban como una huasca restallante de las manos mayores a las manos menores. Y el cuchillo no podía temblar en la hora del sacrificio de las bestias, de las bestias que eran como la prolongación de aquellos que estaban encargados de mi crianza.

Este mundo sordo me alimentó con creces, aunque demostrándome, a su modo, su desmedido afecto: sólo un apretón de manos, una mirada de despedida un poco más larga, un golpecillo en el hombro, más bien como una reconvención, como una rama que se quiebra de un árbol demasiado cargado.

La Madona

Recuerdo que dos modestas pinturas —esas que van a dar a los pueblos olvidados— me acompañaron en la casa. La primera de las cuales con que trabé amistad era la imagen de una joven mujer con un niño en los brazos.

Cuánto me costó, por mucho tiempo, separar el parecido de esa mujer con el de mi propia madre. Y, en realidad, no se asemejaban nada, o es que se parecían demasiado, ¡vaya uno a saberlo! Lo cierto es que esa mujer que me observaba desde la pared era para mí como mi madre en su desconocida juventud; me era tan dulce y lejana, pero familiar, que la litografía debe haber contestado a mis súplicas, volviendo a su hacedor con un extraño mensaje ininteligible.

El rostro de mi cuadro se parecía también a una mujer del pueblo que me amamantó en parte, pues al nacer mi madre enfermó gravemente. Esa mujer de negro a quien nunca conocí después, había tenido —según me han contado— por esos días un niño y como todas esas madres, bullía de buena y generosa leche.

Mas, la dulce imagen de mi pieza tenía que ver también con una pequeña niña del lugar a quien me dio por adorar en silencio a una edad en que no sabía ni el número de zapatos que calzaba. Recuerdo la pureza de esta adoración, aunque no puedo comprender por qué, más tarde, cuando aprendí a escribir, lo primero que hice fue redactar una carta en que le revelaba mi amor; pero en una forma tan torpe y vergonzosa —no sabía hacerlo de otra manera— que hizo enrojecer a mi madre cuando, por descuido, esta misiva me fue encontrada, como el arma de un criminal, en el cajón de mi velador. Este fue, pues, mi primer, mi brutal modo de expresarme por escrito. La hoja blanca de papel se llenó con un corto e impaciente rugido, siendo, para qué agregarlo, yo el más asustado.

Y, por último, la figura se parecía a una muchacha, a una joven que era la telefonista del pueblo, quien no sé por qué razón se quedaba a veces a mi cuidado, ocupada como estaba en su mesa con los misteriosos y resonantes hilos que eran mi gran curiosidad. Aún recuerdo, como en un vago amanecer, el perfume que emanaba toda su persona, cuando sentada junto a mí, ella ponía en comunicación a los invisibles hablantes. Pero un día fui sobresaltado: ella, tal vez, al recibir una triste noticia, se echó a llorar en mi presencia con una fuerza tan elemental, que tuve la sensación de asistir, por primera vez, a un espectáculo vedado, a un misterio del cual yo también, con mis cortos años, formaba parte. Tanto me impresionó este hecho que no hubo forma de que me hicieran volver donde la muchacha, cuyo rostro cambió desde ese momento para mí.

Los monstruos, los terrores

Igual que en los cuentos, los monstruos no se harían esperar.

Como un ave negra y de vuelo quebrado, como un cuero que se extendiera y se replegara en el cielo, apareció el temor a la muerte con una mezcla infantil de terror y gozo, y, como si asistiera, por primera vez, a un fenómeno sobrecogedor de mi propia naturaleza.

No me asaltó entonces como lo haría después, en el comienzo de la adolescencia, con el espanto sordo, con el dolor de la carne y del espíritu, con la espuma del caballo que no se entrega a la derrota.

La verdad es que todo empezó en la forma más trivial y fue cuando después de haberme servido con la propia botella el contenido de una "Bilz", me di cuenta de que al gollete le faltaba un pedazo de vidrio.

Constaté este hecho con el mismo horror que me habría producido, por ejemplo, ver incendiarse mi casa.

Y empezó para mí la amenaza de las noches, ya que de ninguna manera quería dormirme, cerrar los ojos. Las noches que me eran tan protectoras se me volvieron como países desconocidos que yo debía atravesar solo.

Yo no sé cuánto duró esta lucha. Para dormirme debía alguno de mi casa estar junto a mi lecho, a quien, para más seguridad, mi imaginación le ponía una espada entre las manos, como a los ángeles.

El mundo se cubrió, como un gran collar roto, de infinitos pedazos de vidrio que, en cualquier momento, podía ingerir sin notar. Y no sólo de vidrio, sino de traicioneras e invisibles agujas, de venenos sin nombres que plantas y pájaros segregaban.

Mi gente y algunos vecinos explicaban el asunto con una inquietud que a mí me parecía bastante ofensiva. Señalaban, por ejemplo, que mis obsesiones eran producidas porque yo tenía las amígdalas enormes, como frutillas, las cuales debían extirparse —para mal de mis males— lo más pronto posible.

Y, claro, fui llevado en un lívido amanecer, como un cordero, al sacrificio.

Por esa misma época, aunque parezca inventado (siendo, como es, verdadero), hubo otro personaje con el cual me sometían inmediatamente a las buenas costumbres. Fue con don Pío Baroja.

No sé cómo llegó su nombre y su figura tan vasca a un pueblo como Teno, donde había tan pocos libros que nadie leía. Ya que eran los años de la Revolución Española, creo que fue por "Las Ultimas Noticias", ese diario que llegaba en la tarde. Me impresionó, tal vez, su retrato y su nombre, precisamente su nombre —ahora me acuerdo— que me sonaba como un cielo lleno de aves temibles.

— ¡Por allá viene Pío Baroja!— me decían en las noches cuando no quería comer o acostarme.

Volantines, pájaros

Vendría a elevarse pronto la carpa del circo y de la fiesta, y, sobre todo, la gran cúpula celeste, habitada por uno de mis mejores amigos: el volantín.

Como si todas las sombras se hubieran desvanecido, yo pasaba tardes y días enteros, tendido de espaldas sobre el pasto, con mi volantín muy lejos. Me parecía existir con él allá arriba, o sentir en mi mano, ahora de gigante poderoso, todo el peso del cielo. Es como si hubiera vivido días y días y muchas estaciones en una patria abierta, segura y luminosa.

Existía entonces una sola mano: mi imaginación, y un solo pájaro: el espacio.

Cuánto me alegraba el relincho de mi volantín en el cielo lleno de nubes y del buen viento sur, anunciador de la primavera.

También la tierra elevaba conmigo, después de la lluvia, esas telas que flota y que son el anticipo de la plumilla de cardo que va a llenar de pronto el espacio.

Yo mismo fabricaba mis propios volantines, aunque nunca supe hacer bien los palillos de coligue. En las noches, solo en mi cuarto hasta muy tarde, me sentía tan inmenso como el cielo de septiembre, al ver mis creaciones, colgadas en la blanca pared, como pájaros multicolores aguardando el día de su primer vuelo.

El pan

—Oiga, amigo, ¿cómo amaneció hoy el pan en mi casa?

Esta es la pregunta de esos años, alrededor de la cual se agita mi vida.

Contraviniendo órdenes de mi maestro y, muchas veces, fugándome de clases, al mediodía, en el Liceo de Curicó, corro por las calles para hacerle esta pregunta al conductor de la "góndola" que hace el recorrido entre Teno y Curicó, ciudad esta última adonde me han enviado a estudiar.

He sufrido con esto. Es primera vez que me separo de mi familia y del mundo de mis amigos, esos cuatro o cinco panaderos que trabajan en la pequeña panadería de mi padre.

¡Cuánto se ha metido este trabajo en mí!: no hay estudio ni distracción que me hagan olvidarlo ni un momento.

Al despertarme, oro con gran unción y, agregando algunos ardientes ruegos de mi parte, pido que se me permita volver a la casa por una u otra razón. Mi madre hace lo mismo, en el cercano pueblo, pero rezando para que yo me acostumbre a

esa nueva vida.

Yo siento que debo estar junto a los míos para ayudarles de alguna manera.

Es para mí como una proeza la fabricación del pan. Un detalle de más o de menos y este ser tan vivo, respirante, puro: el pan, se resiente de inmediato. Hay más. Hay el orgullo del que produce este fruto.

En efecto, un poco más de calor, de arriba o de abajo, que reciba el horno; que, por descuido, el pan se pase de "liúdo", es decir, que madure más de lo normal; que en la noche haga demasiado frío; o, en fin, que el amasijo no alcance la aglutinación ni la sazón perfecta, y el pan ya no es el pan, y más bien se oculta de la vista de las gentes.

A la medianoche llegaban al rústico "salón" que es la pieza donde se hace el pan, el maestro-batea y su ayudante. Y a las tres de la mañana, los otros operarios: el hornero, el tableador, el poniente, el canastero.

¡Qué gran desilusión cuando alguno de ellos faltaba, cuando ya en la tarde se sabía, como una terrible noticia, que estaban bebiendo.

Es esta una preocupación que ha quedado para siempre en mí, como una mano o una raíz que se abre en mi pecho, no sólo para interrogarme por esos días, sino para preguntarme si estoy preparado o no para recibir la primera palabra de un poema, si hay verdad o no entre mi vida y mi pequeña obra, si esa materia que se agita adentro merece entregarse, de algún modo, a los demás, sin engaño, sin impudicia, sin faltar a una ley profunda de mi ser.

El Río Maule, el Cerro Mutrún, la poesía

Algo me aguardaba en la inmensidad de esa naturaleza, justamente en el cerro Mutrún, en su cima, donde se contemplan a la vez mar y río, y donde uno, con los ojos entrecerrados, no sabe cuál es más grande. En ese punto estratégico en que lo terrestre y lo celeste se consuman, ahí, como un vahído, sentí la liberación; liberación de padres, de familiares; liberación de cosas, de hechos. Liberación, no ingrato desprendimiento: ese estallido que nos saca de nosotros, por un segundo, para volvernos a un cuerpo donde la infancia, ya vencida, nos va a nutrir ahora como lo hizo nuestra madre.

Resultado: empezamos a leer todos los libros que había en la pequeña biblioteca del Liceo de Constitución, literatura chilena y española y las crestomatías con los textos extranjeros. Además de Mariano Latorre y de Jorge González Bastías, que nos hacían sentir tan intensamente esa región, nos adentramos en todos los autores nacionales. Leímos también, porque era fácil conseguirla, gran parte de la colección Sopeña con Dickens, Dostoiewsky, Víctor Hugo, Lamartine y todas esas lecturas de una cierta época. Los clásicos, en la mejor acepción de este término, los apreciaríamos más tarde.

Y llegó por fin la enfermedad que devoraría todas las anteriores.

De pronto me veo caminando muy misteriosamente por las escarpadas laderas de Mutrún con un papel entre las manos. Ante mí sube, de las orillas del Maule, el rumor de los astilleros que dan forma a los faluchos, esas naves rojas que se aventuran intrépidamente por el Pacífico hasta California y España. Ante mí se ex tiende la playa infinita y se elevan las majestuosas grutas donde el océano entra para consumar algo secreto. Ante mí se abre un día, distinto a todos los demás, y, a hurtadillas, como un estudiante en un examen, trato de llenar la hoja, aterrado y sin ayuda. Pero el papel se llena con las líneas incomprensibles de un cardiograma, de un corazón que late violentamente. No hay nada en esa hoja que no sea la turbación de un temido encuentro, que no sea la blancura de las gaviotas que destellan un segundo para no dejar huellas sino en mi rostro y en la naturaleza que me mira entre incrédula y sonriente.

Parece que nuestra verdadera creación de entonces es haber comprendido algún verso de Neruda o la Mistral, sobre todo, de Neruda, de quien hay una antología en el Liceo. Este verbo poderoso nos alimenta, nos hace comprender la nueva poesía y nos hace sentir que estamos vivos y en el siglo veinte.

Santiago, 1950

Y aquí se me produce otra vez esa contradicción entre un estudio regular y metódico y la existencia que bulle por todas partes, obscura, impaciente, informe, peligrosa. Antes, mucho antes, había sentido este mismo desajuste entre Escuela e Infancia, entre Liceo y Naturaleza, y ahora lo volvía a sentir entre Universidad y Vida.

No hago más que matricularme en el Pedagógico y de asistir a unas pocas clases, cuando la existencia me llama nuevamente, no esta vez para mostrarme el fervor de una juventud, sino para castigarme con la mano dura de la adultez y de la conciencia humana.

Me voy, pues, a vivir la vida en todo su desamparo, desnudez, rabia, injusticia, turbulencia. Arriendo una pequeña pieza en una cité, en la calle Thompson, cerca de la Estación Central, y aquí siento temblar verdaderamente el piso bajo mis pies, no por los trenes que pasan, sino por las vértebras, por las arterias vivas, por los dientes apretados y las manos impotentes.

Viene de las pocilgas, de los conventillos, un olor nunca conocido: el de una honra difícil de sobrellevar, el de una ocupación que se ha hecho monstruosa por la falta de los menores estímulos humanos.

Conozco a los personajes de esas calles: prostitutas y lavanderas. Las primeras, con atados de ropa sucia, y, las segundas, con atados de ropa blanca, demasiado blanca y, por lo mismo, sospechosa. Esas magras mujeres llevan la blancura como un pecado, como un pecado cometido por sus padres o sus hijos.

Conozco la vida de las hospederías donde los hombres sin casa se ocultan de la ciudad y de sí mismos. Los he visto, bajo una luz roja, contar sus arrugados y pobres billetes para alcanzar allá adentro, en las lóbregas y anónimas salas, antes de morirse, una sola imagen feliz del sueño de los justos. Ya que la muerte, como lo fue antes la desgracia, será total para ellos. Y ellos lo saben de antemano, lo llevan escrito con carbón en sus rostros, en sus rostros donde no hay posibilidad de salvación, porque no hay en esos rasgos ninguna huella de la infancia, ningún recuerdo que los haga soportar la existencia.

Así es que espacié mis visitas a los jardines del Pedagógico que estaba ya entonces en Macul. Los espacié por dos razones: porque estaba demasiado inquieto e impaciente y porque sabía, en mi conciencia, que no tendría gran cosa que enseñar en mi magisterio. Siento, sin embargo, ahora, el haber tomado esa decisión, ya que no me liberé por ello.

El primer libro

Mi primera obra "La Piedra del Pueblo" se me convierte, cuando la estoy escribiendo, como en el rostro doloroso de mi padre, quien, después de una larga

enfermedad que lo deshace entre sus brazos, tose y tose, a través de los muros, y yo debo oírlo toda la noche sin poder ha cer nada.

Nunca había experimentado un dolor parecido, el dolor viril, que es como si nos doliera todo el cuerpo y el espíritu.

Toda la noche siento a la tuberculosis revolver en sus entrañas. Y pienso en la tierra, amada ayer, como en algo podrido y sin remisión posible.

Su agonía empieza a mediados de agosto y el final llega con la entrada de la primavera.

El mismo día en que, estimulado por tres amigos que costearán el pago de la edición, entrego mi manuscrito a la Imprenta Arancibia y firmo como Efraín Barquero, que es mi segundo nombre y el primero de mi padre (Barquero lo pongo casi sin pensar y como si me lo hubieran "soplado" al oído). El mismo día, como digo, en que entrego mi primera obra para que sea editada, recibo el temible telegrama y marcho inmediatamente hacia Teno, llegando, a medianoche, a un lejano cruce, del cual debo caminar a pie hasta la casa donde agoniza mi padre.

Es un largo andar, sufriente y obscuro, como por un largo corredor tortuoso. Es una prueba que hace madurar horriblemente mi carne, la cual, por primera vez, siento pegada a mi esqueleto. Ahí voy por las calles de mi infancia, pero tambaleante y extraviado. Han florecido los aromos, pero su fragancia me parece como un insulto más.

Esa noche, mi tío mayor vela junto a él. Y yo, aunque lucho con el sueño, me duermo hondamente y despierto de pronto en una gran obscuridad alumbrada por una vela: ahí, a unos pasos, mi padre se ahoga.

Su estertor me hará mirar siempre con algo de tristeza la carne. Su estertor me hará pensar siempre que las fieras terminan por devorarnos y que los seres puros son demasiado indefensos, aunque vivan en libertad.

No obstante, el recuerdo de mi padre es lo único que suele, en algunas ocasiones, sostenerme, a pesar del peso de su abrumadora contradicción.

Un largo viaje

Aquí elevo el miraje, abro el compás de estas pequeñas escenas, porque voy allá, perdido en el espacio, rumbo a China, a la Gran China.

Llegaremos al aeródromo de Pekín como muertos que esperaran tocar tierra para despertar. Y empiezan inmediatamente las extrañas sensaciones. Me pareció tan grande la noche, como si la tierra estuviera mucho más abajo de nuestros pies. Y ese olor, ese olor como de huesos quemados que venía de todos los rincones.

Al día siguiente, acompañado por un amigo chileno, se me ocurrió la idea de subir a la colina de Peihai, donde está la Pagoda Blanca, para observar desde lo alto la vieja ciudad prohibida. Y allí obtuve la visión más importante para mí, visión que alimenta buena parte de mi libro "El Viento de los Reinos". Allí tuve, por un segundo, la imagen milenaria de la Gran China, no sólo de ese espacio infinito, de ese ocre de tierras viejas —que impregna todas las cosas—, de ese cielo de losa craquelada, sino de un grande, lejano, sordo rumor; de un viento enorme que arañaba el polvo seco, de un viento donde se mezclaban todas las voces: voces de sangre, de dolor, de ira, de triunfo, voces de catástrofe, voces demasiado débiles como niños que nacen, como madres dobladas.

Pero hay más en esta experiencia. Tuve como el sombrío desperezo, como la sensación de despertar, ya muy tarde, de un largo sueño; de haber estado ahí, en alguna edad; de alcanzar con fatiga a otro que me esperaba en Peihai; de batallar con él para entrar en un solo cuerpo, que era el mío y que, por un instante, no tenía nombre.

Debo decir que soy sincero y fiel a mis emociones, pues me acordé de esto que acabo de contar, cuando empecé en Pekín, algunos meses más tarde, la obra antes mencionada.

El lugar, el instante, las epifanías

Siempre regresamos a una región secreta de nosotros: Lo Gallardo, "el Pueblo de los Brujos", como lo llama la gente de los alrededores, y que yo llamaría "el Pueblo de las Lechuzas", porque las hay de todas formas y tamaños: blancas, obscuras, y las más hermosas, las pardas, cuyo plumaje lleno de muchos collares cenicientos, es más fino que el atuendo de las reinas.

Yo nunca había conocido, yo nunca había profundizado tanto un lugar como Lo Gallardo.

Tanto lo he habitado que lo siento adentro como un anillo que siempre se está cerrando y que nunca se cierra para darme aún la posibilidad de un nuevo poema. Y, afuera, es también como otro anillo un poco más extenso.

En estos dos anillos se basa mi riqueza.

Trabajo frente a una inmensa pradera que a su vez trabaja el río Maipo, por donde pasan los pescadores con sus redes y los lugareños con sus botes cargados de leña.

Estoy frente a una pradera que tiene la edad de la tierra. Y muchas veces me he preguntado dónde estará el punto radiante de este lugar.

Aquí he concluido hace algunos meses mi último libro: "Epifanías". En él creo haber llegado al final de una primera etapa. Son versos en que trato de restar toda prosa y convención a la forma, haciendo que ellos sean cada vez más aglutinantes, más rápidos, más veloces. Las "epifanías" son poemas despojados de todo lo exterior, que están hechos de líneas, en cierto modo, independientes entre sí, pero anudadas por la reverberación interna que producen, con las cuales he querido alcanzar una nueva unidad y algo más: el lector, mi gran colaborador, en cada lectura escoge inconscientemente un verso distinto como centro y ahí, al instante, se organiza todo el cuerpo del poema.

Es un libro en movimiento. No hay casi elementos en él, solamente los más simples, aquellos que me rodean a toda hora: el río, el pájaro, el fruto, el árbol florido. He deseado que el tema fuera invisible y que sirviera sólo como un marco de resonancia para que la criatura fuera más real. He puesto la atención en el posible destello o fulguración para tener más poder en la confrontación con mi alma.


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