Yolanda Reyes
No importa si los adultos son
lectores compulsivos o si poco o nada leen. El hecho es que cuando tienen
hijos, se hacen las mismas preguntas: ¿Qué dar de leer a los niños? ¿Cómo
volverlos lectores? ¿Con cuál libro comenzar?
Se trata de preguntas aparentemente difíciles, pero ya lo dice el dicho: las apariencias engañan. Porque, en sentido profundo, la cuestión es más sencilla de lo que suele creerse. Yo me arriesgo a contestar que a los primeros lectores no les importan demasiado los títulos ni el orden de aparición. Lo que definitivamente sella la relación de un pequeño con la lectura es aquello que circula por debajo y que no está escrito en los renglones de un libro: la pareja adulto-niño, amarrada con palabras. La revelación de que ese libro cualquiera –sin páginas o con páginas– es una suerte de encantamiento que logra lo más importante en la infancia: la certeza de que, mientras dure la historia, papá o mamá no se irán.
Papá o mamá volcados, todo
voz, rostro y palabra, a la orilla de la cama. De cierta forma, sujetos, en el
fluir del lenguaje. Sus ocupaciones adultas y sus prisas cotidianas, de las que
nada entiende el niño pero que tan honda inquietud le causan, de repente se
postergan. (Que no me pasen llamadas hasta que se acabe el cuento. Que la
comida se enfríe o que se caiga el país). Entretanto, Rizos de Oro va corriendo
por el bosque o Hansel y Gretel despiertan, en el terror de otro bosque. Y
mientras dura la historia, el tiempo se ha detenido como en La bella durmiente
. Las ruecas y los relojes y hasta el cochino en el fuego han dejado de dar
vueltas. Y ese “Tiempo Otro”, el tiempo de las historias, le ha ganado la
batalla al de la vida real.
¿Qué más se puede pedir? ¿Qué
otra cosa es la lectura sino la revelación de que existe ese “Tiempo Otro” y de
que existe también, “en un país muy lejano”, un “Reino Otro” en donde somos los
amos, como el “pequeño tirano” que tiene cautivo al padre en el fluir de una
historia? La exploración de ese mundo paralelo donde las cosas nos hablan, con
un lenguaje cifrado, de nosotros y los otros, comienza en la primera infancia y
los padres son El Libro de Cabecera: el primer texto que leen los niños.
Indaguen en los vericuetos de su más antigua memoria y si no la creen
confiable, busquen biografías ajenas, testimonios de escritores o incluso,
vidas de santos. Todos les dirán lo mismo. Que han olvidado, quizás, el título
de la historia o que el tiempo borró también sus personajes y hazañas. Pero
que, entre la nebulosa, persiste inalterable la misma fascinación de haber
vislumbrado aquel “Reino Otro”. Tal vez seguimos leyendo para recuperar el
encantamiento de las voces que nos arrullaban y que espantaban las sombras. Y,
paradójicamente también, para el efecto contrario que consiste en convocar
aquellos miedos terribles que poblaban nuestra infancia y que era posible
conjurar con palabras. (Los miedos y los conjuros van cambiando con los años
pero, en el fondo, son los mismos hilos los que nos atan a los libros).
De modo que la respuesta sobre
qué dar de leer a un niño está inscrita en el fondo de los padres y nadie puede
contestarla con palabras más certeras. Cuando nacen los bebés, empezamos a
evocar aquellos “libros sin páginas” que alguien escribió en nosotros hace
mucho, mucho tiempo. En los dedos de una mano diminuta o en los pliegues de
unos brazos regordetes, las palabras primordiales reviven antiguos relatos.
(Este, que compró un huevito…y éste que se lo comió. Otro que fue a comprar
carne y otro que amasó arepitas). Las hormigas de palabras van encontrando
caminos. Y a medida que entregamos a nuestros hijos esos primeros poemas,
descubrimos, asombrados, todo aquello que no sabíamos que sabíamos. Del fondo
de la memoria, emergen cantos y arrullos, muchas veces sin sentido. Poco
importa lo que dicen: importa lo que suscitan. (Voz, palabra, encantamiento.
Ritmo que mece y conforta). ¿Qué otra cosa, sino ésa, es la experiencia
poética?
Junto a los “libros sin
páginas”, surgen también otros libros. Sus páginas son de hule para la hora del
baño, o de cartón resistente, para leer con los dientes. Los niños se comen los
libros y así van probando el mundo. Y de nuevo, los adultos, en el rito de
nombrar, van diciendo que, entre páginas, está condensado el mundo. “Mira que
aquí está mamá y mira que aquí está papá. Y aquí apareció el abuelo. Y este
gato que hace miau”. Y así, mira que te mira, mirando una y otra vez, ese
pequeño descubre otra gran revelación: que ese conjunto de líneas y de colores
no es “la realidad de verdad”. Pero que, en el espacio del libro, parece “como
si” fuera, porque la representa. ¿Qué otra cosa es la lectura, sino esa
operación simbólica de “hacer de cuenta” que, en esas convenciones, está
simulado el mundo?
Poco a poco las historias se
van haciendo más complejas. Los bebés salen corriendo a explorar tierras
lejanas y ya no les basta con ver reflejados los objetos cotidianos. Entonces
aparecen los “álbumes” que cuentan historias valiéndose de un diálogo creativo
entre imagen y palabra. Si al comienzo el bebé leía con las orejas y luego, con
la boca y con las manos, ahora se vuelca, todo ojos, para imaginar las
infinitas formas que puede tomar el mundo. (No sólo el mundo visible, sino el
otro: el invisible). Los álbumes se constituyen en un universo nuevo, tanto
para los pequeños como para sus maravillados padres. Por mucho que hayan leído
los adultos, descubrirán otras formas de leer gracias a la mirada sensible y
lúcida con la que los pequeños interpretan un álbum. Olivia de Ian Falconier,
Las pinturas de Willy de Anthony Browne, Donde viven los monstruos de Maurice
Sendak y otras joyas de los maestros del género como Arnold Lobel, David McKee,
Chris Van Alsburg, Satoshi Kitamura o Peter Sís, por citar sólo algunos, demostrarán
que los libros ilustrados son museos, abiertos a cualquier hora, a mil
interpretaciones.
Así van pasando los años, con
el rumor de las páginas. Y entre poemas, álbumes, cuentos, novelas y toda clase
de libros que revelan los secretos de la ciencia, del arte y del interior de
los seres humanos, los niños construyen, con el material que les damos, esa
“habitación propia”, de la que –ahora debo decirlo– expulsarán a sus padres.
Una optimista mamá me dijo que le leía a su pequeña con la secreta intención de
que luego, cuando ella se hiciera mayor, la siguiera dejando entrar de noche a
su cuarto para compartir esas deliciosas conversaciones que se hilaban
alrededor de los libros. No quise decepcionarla: para entonces, mis hijos
habían cerrado sus puertas y habían escondido las llaves. Ya no leían, en
privado, los libros que yo recomiendo. (Roald Dahl, Gianni Rodari, Chisthine
Nöstlinger, Lygia Bojunga, Anthony Horowitz y tantos otros autores, clásicos y
contemporáneos, eran cosa del pasado). Ahora leen –debo decirlo también– libros
que yo desconozco o que juré no leer. Y basta con que les diga que ya están en
edad de leer tal o cual…Saki, Stevenson, Cortázar… para que me miren por encima
del hombro, con una mezcla de prepotencia y de lástima, y escojan otras
opciones, en contravía de los cánones: ¡la libertad del lector!
Y aunque a veces he pensado
que dar de leer a los niños puede ser como criar cuervos, creo que esa
optimista mamá tiene un poco de razón. Quizás cuando mis adolescentes abran de
nuevo las puertas de sus habitaciones, podamos volver a pasar algunas
temporadas en aquellos “Reinos Otros” que construimos juntos durante su
infancia. (Ellos saben que ahí están.). Por ahora, me conformo con evocar las
noches eternas cuando pendíamos, encantados, del hilo de alguna historia.
-Mamá, léeme otro cuento…El
último, por favor.
-Está bien. ¡El último y ni
uno más!
El tiempo suspendido entonces.
(La rueca dejaba de hilar). Lo más extraño de todo es que uno jamás intuye que
algún día se va a acabar. Pero también es extraño: al mismo tiempo uno sabe
que, en esos cuartos con llave, persiste el encantamiento. Y que permanece
intacto, así duerma por cien años.
Este artículo fue publicado
originalmente en la revista Pie de página en diciembre del año 2004.
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