domingo, 29 de marzo de 2020

¿Envejecen los clásicos?


Ricardo Gil Otaiza

Como parte de lo finito, los libros también envejecen, dejan de tener la prestancia de sus primeros días, van perdiendo los olores que les son consustanciales y que para los avezados lectores (maniáticos por demás) constituyen parte esencial de sus encantos; el olor de la tinta fresca recién puesta sobre el papel, el del papel recién cortado, el del cartoné con el que se fabrica la carátula y las solapas, el del papel celofán que protege al libro por estrenar. El color del papel cambia con el paso del tiempo, dependiendo del tipo de sustancias que intervengan en su constitución (equilibrio ácido-básico), y se oscurece adquiriendo tonalidades que le imprimen al libro viejo cierta elegancia y dignidad. La experiencia dice que el papel bond es reacio al envejecimiento y se conserva mejor que otros (el tancreamy envejece deprisa).

Por supuesto, como en todo proceso de conservación de obras, la manera cómo guardamos los libros determina el que envejezca o no con decencia. Si a un libro nuevo lo sometemos a la acción directa de la luz solar y de los factores climáticos, en poco tiempo se tornará deteriorado, como si varias décadas le cayesen encima, acelerando un proceso que no debería abrupto. El polvo que contiene ácaros y polillas es un factor que incide, produciendo deterioro del papel y daños al corpus del ejemplar.


El envejecimiento físico de un libro no necesariamente va unido al de la obra como tal, aunque suelen asociarse por desconocimiento y por el efecto negativo en la apariencia que esto trae aparejado. Es decir, debemos diferenciar entre el envejecimiento del libro físico, del que se produce en una obra como tal cuando pierde vigencia y pasa a ser materia olvidada; huelga decir: letra muerta. El segundo de los casos es la muerte definitiva de un libro, ya que el otro puede “subsanarse” por la vía de nuevas ediciones (y en el menor de los casos de la salvaguarda del viejo ejemplar para que pueda ser leído bajo custodia).

La segunda es irreversible, porque la obra ha perdido su razón de ser y el interés de parte del eslabón fundamental del proceso: el lector. Entramos así al terreno de los clásicos, que bajo una concepción universal involucra a aquellas obras que por su importancia cultural, histórica, científica, religiosa, etc., no “pierden vigencia”. El carácter de la vigencia no implica el que una obra conserve intacta su impronta , sino lo que represente para las futuras generaciones. Don Quijote de la Mancha es el clásico por definición, al que volvemos una y otra vez y así será durante siglos, pero esto no conlleva que los novelistas de hoy lo utilicemos como base para escribir las obras, ya que en mucho hemos cambiado: ya no hablamos el español barroco y la manera de novelar dista largo trecho de aquella. Han cambiado también los intereses de los lectores. Igual consideración cabría por ejemplo para Madame Bovary, de Gustave Flaubert, cuyo personaje principal no causaría hoy el revuelo que generó ayer, ni las circunstancias en la que fue escrita la novela podían asimilarse a las del presente, sin embargo, el libro permanece y es un clásico porque se erige en “modelo” de arte escrito para sucesivas generaciones, aunque dichas generaciones, aunque dichas generaciones reconozcan que sería un absurdo pretender retornar a sus modos en mundos  y contextos tan disímiles. Empero, la obra es inmortal, perenne, y su legado perdurará a pesar de la inquina del tiempo y su ingrata pátina de olvido.

Los libros envejecen y en el proceso se hacen atractivos y necesarios, más si su carácter de obras perdurables se erige por encima de la finitud de su tiempo histórico. Como obra humana y como bien de la cultura, los libros se quedan entre nosotros para dar testimonio de nuestro paso sobre el planeta, y de alguna manera constituyen, como lo diría Jean-Caude Carrière en su conversación con Umberto Eco (en Nadie acabará con los libros, 2010), recipientes en los que se conservan las muestras desecadas de todas las sociedades humanas.

De: Notas de pie de página. (2016). Mérida: FUNDECEM.

No hay comentarios:

Publicar un comentario