Ricardo
Gil Otaiza
Como parte de lo
finito, los libros también envejecen, dejan de tener la prestancia de sus
primeros días, van perdiendo los olores que les son consustanciales y que para
los avezados lectores (maniáticos por demás) constituyen parte esencial de sus
encantos; el olor de la tinta fresca recién puesta sobre el papel, el del papel
recién cortado, el del cartoné con el que se fabrica la carátula y las solapas,
el del papel celofán que protege al libro por estrenar. El color del papel
cambia con el paso del tiempo, dependiendo del tipo de sustancias que
intervengan en su constitución (equilibrio ácido-básico), y se oscurece
adquiriendo tonalidades que le imprimen al libro viejo cierta elegancia y
dignidad. La experiencia dice que el papel bond es reacio al envejecimiento y
se conserva mejor que otros (el tancreamy envejece deprisa).
Por supuesto,
como en todo proceso de conservación de obras, la manera cómo guardamos los
libros determina el que envejezca o no con decencia. Si a un libro nuevo lo
sometemos a la acción directa de la luz solar y de los factores climáticos, en
poco tiempo se tornará deteriorado, como si varias décadas le cayesen encima,
acelerando un proceso que no debería abrupto. El polvo que contiene ácaros y
polillas es un factor que incide, produciendo deterioro del papel y daños al
corpus del ejemplar.
El
envejecimiento físico de un libro no necesariamente va unido al de la obra como
tal, aunque suelen asociarse por desconocimiento y por el efecto negativo en la
apariencia que esto trae aparejado. Es decir, debemos diferenciar entre el
envejecimiento del libro físico, del que se produce en una obra como tal cuando
pierde vigencia y pasa a ser materia olvidada; huelga decir: letra muerta. El
segundo de los casos es la muerte definitiva de un libro, ya que el otro puede
“subsanarse” por la vía de nuevas ediciones (y en el menor de los casos de la
salvaguarda del viejo ejemplar para que pueda ser leído bajo custodia).
La segunda es
irreversible, porque la obra ha perdido su razón de ser y el interés de parte
del eslabón fundamental del proceso: el lector. Entramos así al terreno de los
clásicos, que bajo una concepción universal involucra a aquellas obras que por
su importancia cultural, histórica, científica, religiosa, etc., no “pierden
vigencia”. El carácter de la vigencia no implica el que una obra conserve
intacta su impronta , sino lo que represente para las futuras generaciones. Don
Quijote de la Mancha es el clásico por definición, al que volvemos una y
otra vez y así será durante siglos, pero esto no conlleva que los novelistas de
hoy lo utilicemos como base para escribir las obras, ya que en mucho hemos
cambiado: ya no hablamos el español barroco y la manera de novelar dista largo
trecho de aquella. Han cambiado también los intereses de los lectores. Igual
consideración cabría por ejemplo para Madame Bovary, de Gustave
Flaubert, cuyo personaje principal no causaría hoy el revuelo que generó ayer,
ni las circunstancias en la que fue escrita la novela podían asimilarse a las
del presente, sin embargo, el libro permanece y es un clásico porque se erige
en “modelo” de arte escrito para sucesivas generaciones, aunque dichas
generaciones, aunque dichas generaciones reconozcan que sería un absurdo pretender
retornar a sus modos en mundos y
contextos tan disímiles. Empero, la obra es inmortal, perenne, y su legado
perdurará a pesar de la inquina del tiempo y su ingrata pátina de olvido.
Los libros
envejecen y en el proceso se hacen atractivos y necesarios, más si su carácter
de obras perdurables se erige por encima de la finitud de su tiempo histórico.
Como obra humana y como bien de la cultura, los libros se quedan entre nosotros
para dar testimonio de nuestro paso sobre el planeta, y de alguna manera constituyen,
como lo diría Jean-Caude Carrière en su conversación con Umberto Eco (en Nadie
acabará con los libros, 2010), recipientes en los que se conservan las
muestras desecadas de todas las sociedades humanas.
De: Notas de pie
de página. (2016). Mérida: FUNDECEM.
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