Ricardo
Gil Otaiza
Como parte de lo
finito, los libros también envejecen, dejan de tener la prestancia de sus
primeros días, van perdiendo los olores que les son consustanciales y que para
los avezados lectores (maniáticos por demás) constituyen parte esencial de sus
encantos; el olor de la tinta fresca recién puesta sobre el papel, el del papel
recién cortado, el del cartoné con el que se fabrica la carátula y las solapas,
el del papel celofán que protege al libro por estrenar. El color del papel
cambia con el paso del tiempo, dependiendo del tipo de sustancias que
intervengan en su constitución (equilibrio ácido-básico), y se oscurece
adquiriendo tonalidades que le imprimen al libro viejo cierta elegancia y
dignidad. La experiencia dice que el papel bond es reacio al envejecimiento y
se conserva mejor que otros (el tancreamy envejece deprisa).
Por supuesto,
como en todo proceso de conservación de obras, la manera cómo guardamos los
libros determina el que envejezca o no con decencia. Si a un libro nuevo lo
sometemos a la acción directa de la luz solar y de los factores climáticos, en
poco tiempo se tornará deteriorado, como si varias décadas le cayesen encima,
acelerando un proceso que no debería abrupto. El polvo que contiene ácaros y
polillas es un factor que incide, produciendo deterioro del papel y daños al
corpus del ejemplar.