Eugenio
Montejo
Quienes
en nuestros días se sienten atraídos por el aprendizaje de la
escritura poética, pese a tantos impedimentos que procuran
disuadirlos, no sabemos si para bien o para mal, pueden al fin y al
cabo encaminar su vocación a través de un taller de poesía. El
experimento es novedoso entre nosotros, pero cuenta, como en muchas
otras partes, con un manifiesto número de defensores y detractores.
La tentativa, sin embargo, aunque opera de forma más o menos
idéntica, esto es, congregando a un guía y a una seleccionada
docena de participantes, puede proporcionar resultados tan dispares
como los mismos grupos que la integran. Depende en mucho de la
formación y sensibilidad de los concurrentes, y sobre todo del clima
fraterno y cordial que a través de la práctica llegue a
establecerse. Lograr desde el inicio que cada uno distinga su voz en
el coro, que no perciba en el guía más que a un persuasivo
interlocutor, en vez de un conductor hegemónico, constituye sin duda
un buen punto de partida. El hábito de la discusión fecunda, los
estímulos al trabajo, el respeto mutuo y todo lo que, para usar una
expresión de Matthew Arnold, podríamos llamar "la urbanidad
literaria", se seguirá naturalmente de ello solo.
No
desestimo, por mi parte, la conveniencia de los talleres, aunque me
sienta secretamente escéptico respecto de sus alcances. Alimento el
prejuicio, algo romántico, es verdad, de que la poesía como todo
arte es una pasión solitaria. Una multitud, como advierte sagazmente
Simonne Weil, no puede ni siquiera sumar; el hombre precisa
abstraerse en soledad para ejecutar esta simple operación. Por eso
quizá el título puesto por Schonberg a sus Memorias se me
antoja uno de los más apropiados para resumir las peripecias de una
vida consagrada al arte, a cualquier arte: Cómo volverse
solitario. Sólo en la soledad alcanzamos a vislumbrar la parte
de nosotros que es intransferible, y acaso ésta sea la única que
paradójicamente merece comunicarse a los otros.
Sé
que muchos replicarán que en poesía, amén de los dones innatos,
cuenta un lado artesanal, propiamente técnico, común también a las
demás artes tanto como a las modestas labores de orfebres. Son los
llamados secretos del oficio, cuyo dominio es en cierta medida
comunicable. No faltará, por otra parte, quien me recuerde el
conocido apotegma de Lautréamont: la poesía debe ser hecha por
todos. El acervo del folclor parece confirmar el triunfo de esta
contribución múltiple y anónima; según ella, las palabras se van
puliendo al rodar entre los hombres, como las piedras de un río, y
las que perviven resultan a la postre las más estimadas por el alma
colectiva. Todo ello es verdad, con tal que no olvidemos que en cada
instante de este proceso ha existido un hombre real, que nunca fueron
varios, por innombrado que lo creamos. Sí, la poesía debe ser hecha
por todos, pero fatalmente escrita por uno solo.
En
cambio, cuando corresponde a los procedimientos artesanales, a los
secretos de hechura, a toda esa vasta zona que con sumo ingenio
analiza R. G. Collingwood en su libro Los principios del arte,
me parece que es éste el campo verdaderamente propicio al cual la
gente del taller puede consagrarse. Puesto que escribimos en nuestra
lengua, es en ella principalmente, vale decir en las creaciones que
conforman su tradición, donde averiguaremos el
cómo de su íntimo gobierno; del qué y del
cuándo bien podemos aprender no sólo en la nuestra, sino en
cuantas lleguemos a conocer.
La
palabra taller tiene, según el Diccionario de la Real Academia, dos
acepciones, una concreta y otra figurada. La primera se refiere al
lugar en que se trabaja una obra de manos. La segunda habla de la
escuela o seminario de ciencias donde concurren muchos a la común
enseñanza. El taller de poesía tiene de una y de otra. Lo es en
sentido real y figurado a la vez. Hay obra de mano como también
participación en el común aprendizaje. Tal como existen hoy por
hoy, yo y quienes cuentan más o menos mi edad no los conocimos. No
tuvimos la dicha o desdicha de reunirnos para iniciarnos en el menester de poesía.
¿Dónde,
pues, fuimos a aprenderlo? Otros responderán de acuerdo con sus
personales derivaciones. En cuanto a mí, he dicho que no asistí a
ningún lugar donde ganarme la experiencia del oficio. Así al menos,
porque lo creía, lo he repetido. Quiero rectificar ahora este vano
aserto pues no había reparado en que, siendo niño , muy niño
asistí intensamente a uno. Estuve mucho tiempo en el taller blanco.
Era
éste un taller de verdad, como es verdad el pan nuestro de cada día.
Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero. Se
inició, como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos, y
llegó a ser con los años maestro de cuadra, hasta poseer más tarde
su propia panadería, el taller que cobijó buena parte de mi
infancia. No sé cómo pude antes olvidar lo que debo para mi arte y
para mi vida a aquella cuadra, a aquellos hombres que, noche a noche,
ritualmente, se congregaban ante los largos mesones a hacer el pan.
Hablo de una vieja panadería, como ya no existen, de una amplia casa
lo bastante grande para amontonar leña, almacenar cientos de sacos
de harina y disponer los rectos tablones donde la masa toma cuerpo
lentamente durante la noche antes del horneo. Son los seculares
procedimientos casi medievales, más lentos y complicados que los
actuales, pero más llenos de presencias míticas. El sentido del
progreso redujo ese taller a un pequeño cubículo de aparatos
eléctricos en que la tarea se simplifica mediante empleos
mecanizados. Ya no son necesarias las carretadas de leña con su
envolvente fragancia resinosa, ni la harina se apila en numerosos
cuartos de almacenaje. ¿Para qué? El horno en vez de una abovedada
cámara de rojizos ladrillos, es ahora un cuadrado metálico de alto
voltaje. Me pregunto, ¿podría un muchacho de hoy aprender algo para
su poesía en este enmurado cuchitril? No sé. En el taller blanco
tal vez quedó fijado para mí uno de esos ámbitos míticos que
Bachelard ha recreado al analizar la poética del espacio. La harina
es la sustancia esencial que en mi memoria resguarda aquellos años.
Su blancura lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo,
pero también las cosas, los gestos, las palabras. Nuestra casa se
erguía como un iglú, la morada esquimal, bajo densas nevadas. Por
eso, cuando años más tarde contemplé por primera vez en París la
apacible nieve que caía, no mostré el asombro de un hombre de los
trópicos. A esa vieja amiga ya la conocía. Sentí apenas una vaga
curiosidad por verificar al tacto su suave presencia.
Hablo
de un aprendizaje poético real, de técnicas que aún empleo en mis
noches de trabajo, pues no deseo metaforizar adrede un simple
recuerdo. Esto mismo que digo, mis noches, vienen de allí. Nocturna
era la faena de los panaderos como nocturna es la mía, habituado
desde siempre a las altas horas sosegadas que nos recompensan del
bochorno de la canícula. Como ellos me he acostumbrado a la
extrañeza de la afanosa vigilia mientras a nuestro alrrededor todas
las gentes duermen. Y en lo profundo de la noche lo blanco es
doblemente blanco. No falta la luna en los muros, sobre la leña, las
mesas, las gorras de los operarios. ¡Los doctos y sabios operarios!
Hay algo de quirófano, de silencio en las pisadas y de celeridad en
los movimientos. Es nada menos que el pan lo que silenciosamente se
fabrica, el pan que reclamarán al alba para llevarlo a los
hospitales, los colegios, los cuarteles, las casas. ¿Qué labor
comparte tanta responsabilidad? ¿No es la misma preocupación de la
poesía?
El
horno, que todo lo apura, rojea en su fragua espoleando a quienes
trabajan. Los panes, una vez amasados, son cubiertos con un lienzo y
dispuestos en largos estantes como peces dormidos, hasta que alcanzan
el punto en que deben hornearse. ¿Cuántas veces, al guardar el
primer borrador de un poema para revisarlo después, no he sentido
que lo cubro yo mismo con un lienzo para decidir más tarde su
suerte? Y nada he dicho de aquellos jornaleros, serenos y graves,
encallecidos, con su mitología de arrabal, de aguardiente pobre.
¿Debo buscar lo sagrado más lejos en mi vida, pintar la humana
pureza con otro rostro? Cristo podía convertir las piedras en panes,
por eso estuvo más cerca de la carpintería, ese hermoso taller de
distinto color. Para estos hombres, que no me hablaron nunca de
religión, acaso porque eran demasiado religiosos, Cristo estaba en
la humildad de la harina y en la rojez del fuego que a medianoche
comenzaba a arder.
Del
taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que
tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad. La
atención responsable a la hechura de las cosas, la fraternidad que
contagiaba un destino común, en fin, la búsqueda de una sabiduría
cordial que no nos induzca a mentirnos demasiado. ¿Cuántas veces,
mirando los libros alineados a mi frente, no he evocado la hilera de
tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con
mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en
sus productos? Daría cualquier cosa por aproximarme alguna vez a la
perfecta ejecutoria de sus faenas nocturnas. Al taller blanco debo
éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la
escritura de un texto.
El
pan y las palabras se juntan en mi imaginación sacralizados por una
misma persistencia. De noche, al acodarme ante la página , percibo
en mi lámpara un halo de aquella antigua blancura que jamás me
abandona. Ya no veo, es verdad, a los panaderos ni oigo de cerca sus
pláticas fraternas; en vez de leños ardidos me rodean centelleantes
líneas de neón; el canto de los gallos se ha trocado en ululantes
sirenas y ruidos de taxis. La furia de la ciudad nueva arrojó lejos
a las cosas y al tiempo del taller blanco. Y sin embargo, en mí
pervive el ritual de sus noches. En cada palabra que escribo
compruebo la prolongación del desvelo que congregaba a aquellos
humildes artesanos.
Tal
vez, de no haber asistido a sus cotidianas veladas, de no inmiscuirme
en las hondas ceremonias de sus labores, habría de todos modos
buscado cauce a mi afán de poesía. El grito de Merlín me habría
tentado siempre a seguir su rastro en el bosque. Sin embargo, no
puedo imaginar dónde, sino allí, habría aprendido mi palabra a
reconocerse en la devoción sagrada de la vida. Anoto esta última
línea y escucho el crepitar de la leña, veo la humareda que se
propaga, los icónicos rostros que van y vienen por la cuadra, la
harina que minuciosamente recubre la memoria del taller blanco.
Montejo,
E. (1996). El taller blanco. México:
Universidad Autónoma
Metropolitana.
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