Justo
Serna
Leer
ficciones sirve para dilatarse, para ensancharse, para darnos
experiencias que jamás tendremos, para ampliar nuestra vida y para
hacernos creer que esa existencia efímera que es la nuestra se
prolonga vicariamente y a cada instante en otros individuos y en
otras situaciones. Leer sirve para frenar la muerte y para contener
el miedo, esas insidiosas amenazas que están siempre presentes.
Quien ha leído, quien ha frecuentado novelas y vidas, narraciones y
avatares de otros, ha conseguido burlar esa existencia breve que el
azar le da, porque un minuto de su vida es varios y distantes,
multiplicados y distintos. Ha dialogado con muertos y con vivos, con
seres reales y con caracteres imaginados, ha conversado con
contemporáneos y con antepasados, sin que barreras temporales ni
espaciales le detengan. Quien ha leído ha emprendido viajes para los
que no hay fronteras ni nacionalidad ni lenguas, visitando un mundo
posible que es más ancho y más secreto que el que le rodea
efectivamente, porque ese mundo de ficción es populoso y alberga
todos los mundos y quimeras que lo preceden. Cuando un escritor
inventa un espacio de ficción para nosotros incorpora consciente o
inconscientemente todas las narraciones que la humanidad se ha dado y
en sus páginas resuenan todas las voces de héroes y villanos que
nacieron en la imaginación copiosa de otros autores. Vean, si no me
creen, lo que como prodigio acaece en las novelas y en los relatos
cortos de Manuel Talens o de Antonio Muñoz Molina.
Nuestro
interior es una polifonía constante, una interpelación de hablantes
en los que nos desdoblamos y una conversación infinita de
antepasados, de muertos, de espectros, incluso de seres inanimados y
ficticios que hablan por mediación nuestra. También la novela que
leemos es polifónica, como dijera Mijaíl Bajtin, pero no sólo
porque haya personajes que pugnen por hacerse oír o por hablar
burlando la tiranía del narrador, sino porque en cada enunciado se
contiene la historia secreta y pública de los hombres, las palabras
que desde antiguo se han pronunciado, se han repetido, se han dicho
miles, millones de veces, y que sin saberlo volvemos a emitir. Al
leer una narración consumamos un libro, lo actualizamos y le damos
vida y alma a lo que simplemente era un artefacto material, un objeto
inerte hecho de pulpa de papel y de tinta. Sin embargo, ser autor
tiene más prestigio que ser lector, y a este último tendemos a
verlo como un paciente destinatario que parece conformarse con
entender lo que se le dice y con seguir obedientemente lo que el
escritor ha urdido para él. Al autor le atribuimos la originalidad,
el genio y la creación, la capacidad de rehacer lo que ya estaba
dado o de inventar lo que nadie antes ideó. ¿Es efectivamente así?
¿Podemos concederle en exclusiva al autor esa tarea tan eximia que
es la de reemplazar a Dios, edificando un mundo que antes no existía?
En realidad, el novelista vuelve a reescribir esas voces que otros ya
pronunciaron y que ahora parecen efectivamente nuevas, pensadas e
imaginadas para mí, ese lector que aguarda el milagro de un relato
que da sentido y orden al mundo. La tarea del destinatario es, pues,
decisiva, porque de él acaba dependiendo que ese artefacto llamado
libro se vivifique, que cobren vida esa pléyade de personajes que
transitan entre sus páginas y en las que dirimen sus existencias y
sus incertidumbres morales. Desde ese punto de vista, leer es un
arte, un modo de incorporar lo que no está, una manera de crear lo
que sólo es potencial o implícito. Porque, efectivamente, aun
cuando una novela tenga cientos de páginas, en un libro no está
todo. Parte del mundo representado o reproducido está omitido, es
elíptico, entre otras cosas porque ni quiera el autor es capaz de
informarnos de todo cuanto lo compone, porque es incapaz de crearlo o
de describirlo por entero para nosotros. Nos necesita, pues. Necesita
a un lector activo y voluntarioso, dotado de intuición, de
experiencias y de olfato, que rellene lo que no está o está
simplemente aludido, que cubra los espacios vacíos, que dé perfil y
volumen a personajes tan sólo mencionados o nombrados, que complete
acciones y que conceda valor moral a lances y peripecias de otros.
Leer, pues, es un trabajo y un empeño, una tarea no remunerada en la
que nos obstinamos sin recompensa material.
Pero,
además de esfuerzo y de composición, leer tiene otros pagos y otros
beneficios y nos procura otras satisfacciones. Como sabemos desde
antiguo, leer sirve para narcotizarse sin efectos secundarios,
evitando, por ejemplo, una realidad que nos niega o que nos hostiga o
que amenaza con dañarnos. Quien se ha entregado con fruición y con
exceso al deleite de las ficciones no añora el mundo exterior, no
envidia la aventura real que acelera el pulso y el riesgo cierto que
lo lleva al borde de la muerte, ahíto como está de experiencias, de
paraísos artificiales y de infiernos virtuales. Leer, en efecto,
sirve para recorrer un espacio potencial, abundantemente poblado por
tipos odiosos y por personajes entrañables, por monstruos y por
ángeles o, mejor, por ángeles en los que anidan monstruos y por
bestias en cuyo interior es probable que se albergue un ser
bondadoso. Fíjense, por ejemplo, en Raskólnikov, el personaje de
Crimen y castigo.
En esa novela que tantos han leído y conocen se nos cuentan las
tribulaciones y zozobras de un estudiante que reside en San
Petersburgo y que trata de auparse por encima de la miseria en la que
vive. Raskólnikov, el menesteroso,
está obsesionado por la libertad a la que tendría derecho el hombre
cultivado y superior que cree ser. Un acto, un solo acto, define y
cambia su vida, transforma su existencia y le lleva a la tortura
interior, a la vergüenza y la imposibilidad de reparación. Decide
asesinar a la usurera que le procura algo de dinero y, convencido de
su meta, consuma el crimen. Desde ese mismo día, Raskólnikov vivirá
su propia persecución y su yo se le convertirá en un juez
implacable, en una aguda y cruel conciencia de sí mismo que le
torturará sin descanso. El delirio y el temor a ser descubierto lo
acecharán hasta hacer de él casi un despojo humano, un deshecho de
degradación y de dolor. Como ustedes saben, no acaba aquí la
novela, por supuesto. Hay una pesquisa policial y hay un vagabundeo
errabundo del propio Raskólnikov. Pero eso, lo que viene
después, lo que acaece y lo que se deja implícito, lo que corroe la
conciencia y lo que le lleva a confesar, lo dejo a ese lector activo
que no se conforma y que interviene dando sentido y con ello
incorporando lo que el narrador no da, a ese lector que se evalúa
tomando al personaje como hechura posible de sí mismo, un compendio
de sus propios y probables sentimientos homicidas que no quiere
ejecutar en la vida real.
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