Ángel
Eduardo Acevedo
La primera señal que permite distinguir entre los lectores una
porción vasta cuyos incentivos son conformistas y otra reducida que
ansía saber, es el despunte de esa raya sobre la sensibilidad
adolescente, a una de cuyas márgenes queda campo para la tertulia
principiante, mientras hacia la otra acontece repliegue íntimo,
sentido de profanación o cumplimiento, preferencia – tortura y
anhelo – de la soledad; hacia aquella, exhibición alegre de lo que
leemos; hacia ésta, dificultad de tolerar que otros se enteren. Todo
análogo a la diferencia entre el petulante donjuanesco y el
enamorado de hondo fuego, abismo y silente.
Es a partir de este último grupo que interesa y se puede trazar una
historia anímica de la lectura.
Arte de leer libros equivale a la más abreviada y cómoda fase, al
otro modo del arte de leer en el alma y la naturaleza. Es solicitar
siempre la realidad última de nuestro desarrollo, su correspondencia
con la verdad de todo. Solo para nosotros, para desentrañar nuestra
oculta vida leemos, y cuando por elemental añadidura llegamos,
leyendo, a escribir, esto por ser práctica, existencia, es también
lectura, amen de que lectura es todo lo que hacemos.
Según esa pauta interior se evolucionará hacia una intransigencia,
las predilecciones se afinarán, irá ajustándose el acervo hasta
satisfacer la necesidad de adecuamiento entre el hombre y los libros
en su nivel máximo de simplificación. Vamos de lo excedente a lo
imprescindible, como de hartones a frugales: del oficio al arte.
En el periodo principiante – que aquí no implica cronología
externa – de la historia de ese arte, leemos con la
inteligencia, y más se trata de un nebuloso esfuerzo de
discernimiento y aprehensión, más de un entrenamiento preliminar y
un cuerpo a cuerpo con palabras singulares, que de cabal asimilación:
leemos más el diccionario que lo que leemos. La facultad en juego es
intelectiva, porque inteligentes son los que escriben, inteligentes
son los que leen entendiendo, e inteligentes está prescrito que
seamos. Es jornada pronta de cumplir, dada nuestra desentendida
voracidad. Antes de percatarnos hemos logrado lo suficiente:
familiaridad con la literatura, aprehensión de sus claves, audacia
calificativa. Sin embargo aún somos indudables principiantes.
Se nos ocurre entonces con toda inmodestia (eran tiempos de Mientras
agonizo y Otras voces, otros ámbitos y poesía), que un
amigo no llega a enloquecer de júbilo porque lee convencionalmente,
con la inteligencia, rastreando peripecia en lo cuajado; le
reconvenimos : “tú lees con los ojos”, como quien dice: nada de
los ojos hacia adentro; “¿y tú?”, reclama él, “yo leo con
el pecho”, reponemos. Impulso de ruptura con la imposición y
la propensión de querer ser algo, en beneficio del dejarnos
embargar, inspirados. Seriamos también calculadores al leer con la
memoria afectiva, con la breve historia de nuestra vida que prefiere
subir a la conciencia en bloques, voluptuosidad de no ser analíticos.
Todo conduce luego a ser poetas, si no se nos olvida que el momento
acabado de la literatura es la poesía. Ahora se comprende todo; todo
lo que es lo literario. Jugamos con las formas superiores de la
expresión verbal: mito, símbolo, imagen. Ejercemos la función
analógica. Se lee con la imaginación, y el lector ya está apto
para saltar la borda de la literatura o para sucumbir. Poeta equivale
a catástrofe cuando precisamos esta situación: las letras que nos
formaron ya no son misterio ni camino; “basta de palabras”
(Pavese): “por ahora no quiero sino dormir, dormir” (Baudelaire).
Quizás es posible aún leer Alicia… Ser nuevamente lectores niños.
Leer aquí pero estar idos hacia lejanas partes. Aunque lo real e
imperioso es saber que se trata de la difícil compatibilidad con
este mundo, que como lectores hemos fracasado, que ha fracasado la
literatura.
De tal postración, igual que de cada enfermedad, tal vez nos
levantemos como de un punto cero y con oídos y ojos nuevos, es la
sensación que se produce.
Sería el momento entonces, este de la conciencia removida a fondo,
propicio para comenzar por una vía más nuestra, por donde la
lectura ya equivalga a estudio, y en sentido directo, porque sería
como estudiarse, dejar que los significados, como luz, entren.
Estaríamos leyendo con el alma, supongo que “pasivamente activos”
y supongo asimismo que sería la manera de leer al Bhasavad Gita y a
Krishnamurti.
Si así pudiéramos hacerlo nos correspondería después leer con el
ser. Sería el ser leyéndonos y nosotros leyéndolo, sin adentro ni
afuera. Los sentidos serían los sentidos y el ojo sería el ojo.
Leeríamos al fin en la hoja del árbol. Y percibiríamos la belleza
de verdad. Lectura del espíritu para el espíritu; profesión del
sabio, para el cual todas las antiguas facultades lectoras se
alearían purificadas, sometidas a su ahora inequívoca voluntad, y
ya en ese dominio el poeta gozaría de salud para leer hasta novelas.
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