martes, 4 de septiembre de 2018

Arte de leer


 
Ángel Eduardo Acevedo


La primera señal que permite distinguir entre los lectores una porción vasta cuyos incentivos son conformistas y otra reducida que ansía saber, es el despunte de esa raya sobre la sensibilidad adolescente, a una de cuyas márgenes queda campo para la tertulia principiante, mientras hacia la otra acontece repliegue íntimo, sentido de profanación o cumplimiento, preferencia – tortura y anhelo – de la soledad; hacia aquella, exhibición alegre de lo que leemos; hacia ésta, dificultad de tolerar que otros se enteren. Todo análogo a la diferencia entre el petulante donjuanesco y el enamorado de hondo fuego, abismo y silente.
Es a partir de este último grupo que interesa y se puede trazar una historia anímica de la lectura.

Arte de leer libros equivale a la más abreviada y cómoda fase, al otro modo del arte de leer en el alma y la naturaleza. Es solicitar siempre la realidad última de nuestro desarrollo, su correspondencia con la verdad de todo. Solo para nosotros, para desentrañar nuestra oculta vida leemos, y cuando por elemental añadidura llegamos, leyendo, a escribir, esto por ser práctica, existencia, es también lectura, amen de que lectura es todo lo que hacemos.
Según esa pauta interior se evolucionará hacia una intransigencia, las predilecciones se afinarán, irá ajustándose el acervo hasta satisfacer la necesidad de adecuamiento entre el hombre y los libros en su nivel máximo de simplificación. Vamos de lo excedente a lo imprescindible, como de hartones a frugales: del oficio al arte.
En el periodo principiante – que aquí no implica cronología externa – de la historia de ese arte, leemos con la inteligencia, y más se trata de un nebuloso esfuerzo de discernimiento y aprehensión, más de un entrenamiento preliminar y un cuerpo a cuerpo con palabras singulares, que de cabal asimilación: leemos más el diccionario que lo que leemos. La facultad en juego es intelectiva, porque inteligentes son los que escriben, inteligentes son los que leen entendiendo, e inteligentes está prescrito que seamos. Es jornada pronta de cumplir, dada nuestra desentendida voracidad. Antes de percatarnos hemos logrado lo suficiente: familiaridad con la literatura, aprehensión de sus claves, audacia calificativa. Sin embargo aún somos indudables principiantes.
Se nos ocurre entonces con toda inmodestia (eran tiempos de Mientras agonizo y Otras voces, otros ámbitos y poesía), que un amigo no llega a enloquecer de júbilo porque lee convencionalmente, con la inteligencia, rastreando peripecia en lo cuajado; le reconvenimos : “tú lees con los ojos”, como quien dice: nada de los ojos hacia adentro; “¿y tú?”, reclama él, “yo leo con el pecho”, reponemos. Impulso de ruptura con la imposición y la propensión de querer ser algo, en beneficio del dejarnos embargar, inspirados. Seriamos también calculadores al leer con la memoria afectiva, con la breve historia de nuestra vida que prefiere subir a la conciencia en bloques, voluptuosidad de no ser analíticos.
Todo conduce luego a ser poetas, si no se nos olvida que el momento acabado de la literatura es la poesía. Ahora se comprende todo; todo lo que es lo literario. Jugamos con las formas superiores de la expresión verbal: mito, símbolo, imagen. Ejercemos la función analógica. Se lee con la imaginación, y el lector ya está apto para saltar la borda de la literatura o para sucumbir. Poeta equivale a catástrofe cuando precisamos esta situación: las letras que nos formaron ya no son misterio ni camino; “basta de palabras” (Pavese): “por ahora no quiero sino dormir, dormir” (Baudelaire). Quizás es posible aún leer Alicia… Ser nuevamente lectores niños. Leer aquí pero estar idos hacia lejanas partes. Aunque lo real e imperioso es saber que se trata de la difícil compatibilidad con este mundo, que como lectores hemos fracasado, que ha fracasado la literatura.
De tal postración, igual que de cada enfermedad, tal vez nos levantemos como de un punto cero y con oídos y ojos nuevos, es la sensación que se produce.
Sería el momento entonces, este de la conciencia removida a fondo, propicio para comenzar por una vía más nuestra, por donde la lectura ya equivalga a estudio, y en sentido directo, porque sería como estudiarse, dejar que los significados, como luz, entren. Estaríamos leyendo con el alma, supongo que “pasivamente activos” y supongo asimismo que sería la manera de leer al Bhasavad Gita y a Krishnamurti.
Si así pudiéramos hacerlo nos correspondería después leer con el ser. Sería el ser leyéndonos y nosotros leyéndolo, sin adentro ni afuera. Los sentidos serían los sentidos y el ojo sería el ojo. Leeríamos al fin en la hoja del árbol. Y percibiríamos la belleza de verdad. Lectura del espíritu para el espíritu; profesión del sabio, para el cual todas las antiguas facultades lectoras se alearían purificadas, sometidas a su ahora inequívoca voluntad, y ya en ese dominio el poeta gozaría de salud para leer hasta novelas.

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