Bruno
Schulz
Lo
esencial de la realidad es el sentido. Lo que no tiene sentido no es
real para nosotros. Cada fragmento de la realidad vive en la medida
que participa de un sentido universal.
Las
antiguas cosmogonías expresaban esto con la sentencia: “En el
principio fue el Verbo”. Lo que no es nombrado no existe para
nosotros. Nombrar una cosa equivale a englobarla en un sentido
universal.
Una
palabra aislada, pieza de mosaico, es un producto reciente, resultado
–ya– de la técnica. La palabra primitiva era divagación girando
en torno al sentido de la luz, era un gran todo universal. En su
acepción corriente, hoy la palabra es sólo un fragmento, un
rudimento de una antigua, omnímoda e integral mitología. De ahí
esa tendencia en ella a regenerarse, a retoñar, a completarse para
regresar a su sentido entero.
La
vida de la palabra consiste en que tiende hacia miles de
combinaciones, como los trozos del cuerpo descuartizado de la
serpiente legendaria que se buscan en las tinieblas. Ese organismo
complejo ha sido desgarrado en sílabas, en sonidos, en discursos
cotidianos; utilizado bajo esa forma nueva, en su sentido práctico,
se ha convertido en un instrumento de comunicación.
La
vida de la palabra –y su desarrollo– fue desplazada hacia un
camino utilitario, y se vio sometida a las normas de la vida
práctica. Sin embargo, cuando las exigencias de la práctica se
relajan, cuando la palabra liberada de esa presión se abandona a sí
misma y vuelve a sus propias leyes, se produce en ella una regresión;
tiende entonces a completarse, a encontrar sus antiguos lazos, su
sentido; y esa tendencia de la palabra hacia su matriz, su añoranza
del remoto origen, nosotros la llamamos poesía.
La
poesía son cortocircuitos de sentido que se producen entre las
palabras, un repentino brote de mitos ancestrales.
Cuando
utilizamos las palabras corrientes nos olvidamos de que son
fragmentos de historias antiguas y eternas, y que construimos –como
los antiguos– nuestra casa con añicos de las estatuas de los
dioses. Nuestros conceptos y términos más concretos son remotísimas
derivaciones de los mitos y las historias antiguas. No hay ni un
átomo en nuestras ideas que no provenga de ahí, que no sea una
mitología transformada, mutilada o cambiada. La función más
primitiva del espíritu es la creación de fábulas, “de
historias”.
La
ciencia ha encontrado siempre su fuerza motriz en el convencimiento
de hallar al final de sus esfuerzos el sentido último del mundo,
sentido que busca en las alturas de sus artificiales construcciones.
Pero los elementos que utiliza ya han sido usados, provienen de
historias antiguas desarmadas.
La
poesía reconoce el sentido perdido, restituye las palabras a su
lugar, las enlaza según ciertos significados. Manejada por un poeta,
la palabra adquiere conciencia, podríamos decir, de su sentido
primero, se desarrolla espontáneamente según sus propias leyes,
recupera su integralidad. De ahí que toda poesía sea una creación
mitológica, que tiende a recrear los mitos del mundo.
La
mitificación del mundo no ha terminado. Ese proceso únicamente ha
sido obstaculizado por el desarrollo de la ciencia, empujado a una
vía secundaria donde permanece, separado de su sentido. La ciencia
tampoco es otra cosa que un esfuerzo por construir el mito del mundo,
puesto que el mito está contenido en los elementos que ella utiliza
y nosotros no podemos ir más allá del mito.
La
poesía alcanza el sentido del mundo por deducción, anticipando a
partir de grandes atajos y audaces aproximaciones. La ciencia apunta
al mismo fin por inducción, metódicamente, teniendo en cuenta todo
el material de la experiencia. Mas, en el fondo, ambas buscan lo
mismo.
Incansablemente,
el espíritu humano añade a la vida sus glosas –los mitos–,
incansablemente intenta “conferirle un sentido” a la realidad. La
palabra, abandonada a sí misma, gravita, tiende hacia el sentido.
El
sentido es el elemento que arrastra al ser humano al proceso de la
realidad. Es un dato absoluto y que no puede ser deducido de otros
datos. Es imposible explicar por qué algo nos parece “sensato”.
Atribuirle un sentido al mundo es una función indisociable de la
palabra. La palabra es el órgano metafísico del hombre. Con el
tiempo, la palabra se anquilosa, deja de vehicular sentidos nuevos.
El
poeta le devuelve a las palabras su virtud de cuerpos conductores,
creando acumulaciones donde nacen tensiones nuevas.
Los
símbolos matemáticos son un desarrollo de la palabra en nuevos
dominios. La imagen es también un derivado de la palabra, de la que
todavía no era signo, sino mito, historia, sentido.
Normalmente
consideramos la palabra como una sombra de la realidad, como un
reflejo. Sería más justo decir lo contrario. La realidad es una
sombra de la palabra. La filosofía es, en el fondo, filología,
estudio profundo y creador de la palabra.
Cortesía:
Caravasar Libros
No hay comentarios:
Publicar un comentario