Oscar
Guaramato
La niña lo encontró junto a la almohada,
vuelto un friolento corderito de ámbar.
El hombre lo sintió caer sobre sus manos,
como deshilachado plumón de codorniz.
A su llegada, la abuela se ha puesto a
rememorar calladamente. Está inclinada ante la albura de seis pañales, cerquita del batidor que ha
conocido la flor de estambre de la hija ausente, o el pañuelo y sus breves
iniciales para el nieto que ayer regresó a casa.
Por los pardos senderos, el mes llegó
cantando.
Antes, cuando se estaba entre al aire de los
otros meses, las gentes andaban a pasos presurosos, cerrados los labios para
evitar que hasta ellos se acercara la clara risa del colegial o el saludo
alborozado de los claveles nuevos. Pero, ahora, diciembre ha regresado con su
jubón de luz y ha subido a los ojos y la risa juguetea en los rostros y los
hombres amordazaron sus recelos y las mujeres saben mirar como suyos a los
niños distraídos que marchan casi a rastras, llevados de la mano del peón o del
burgués.
¿Quién trajo esta mañana este nuevo mantel?
¿Quién ha sembrado junto a la tapia oscura
aquel blanco rosal?
Las mujeres miran dulcemente los rulos de las
muñecas rubias, dormidas en los estantes de la juguetería. El padre ha contado
las pesetas que ha de entregar al mercader para llevar al regazo familiar un
burriquillo de terciopelo, una pandereta, un pan, o algunas uvas.
Alguien – un hombre, una mujer – piensa en su
soledad y mendiga con mirada mansa un poquito de amor a los que pasan.
Diciembre, el viejo amigo, ha regresado.
Diciembre, el viejo amigo, está en la calle.
El viento huele a moscatel y corre como un
galgo feliz por las aceras. Estrellas de cinco puntas saldrán de las manos
blancas.
¿Quién ha puesto esa rama de olivo en el
portal?
¿Quién perfumó la rosa?
¿Quién abrió de repente el corazón del pueblo
y desbandó un palomar de villancicos sobre las calles de la ciudad?
Diciembre, el viejo amigo ha regresado.
¡Servid el vino!
Por allá, muy lejos, San Nicolás apresta sus
alforjas y acaricia amoroso los lomos de sus renos. Por allá, muy lejos, un
caballo de pana relincha por el cauce de un río de algodón.
San Nicolás sonríe. En su barba han madurado
albos lirios de extrañas latitudes. A su paso, la escarcha se convierte en lentejuelas
doradas y en blancos cascabeles las campánulas.
La noche que él regrese a su país, estaremos
juntos, para despedirle, mi tristeza y yo. Sucederá en una calle cualquiera de
la ciudad de Caracas, a la hora cuando ha dejado de llorar la abuela, en el
minuto azul cuando un niñito pobre sueña que San Nicolás le dio un toro de
armiño.
El Nacional, 25 de diciembre de 1953
Tomado de La Navidad en la Literatura
Venezolana.
Compilación de Efraín Subero
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