Oscar
Guaramato
La niña lo encontró junto a la almohada,
vuelto un friolento corderito de ámbar.
El hombre lo sintió caer sobre sus manos,
como deshilachado plumón de codorniz.
A su llegada, la abuela se ha puesto a
rememorar calladamente. Está inclinada ante la albura de seis pañales, cerquita del batidor que ha
conocido la flor de estambre de la hija ausente, o el pañuelo y sus breves
iniciales para el nieto que ayer regresó a casa.
Por los pardos senderos, el mes llegó
cantando.
Antes, cuando se estaba entre al aire de los
otros meses, las gentes andaban a pasos presurosos, cerrados los labios para
evitar que hasta ellos se acercara la clara risa del colegial o el saludo
alborozado de los claveles nuevos. Pero, ahora, diciembre ha regresado con su
jubón de luz y ha subido a los ojos y la risa juguetea en los rostros y los
hombres amordazaron sus recelos y las mujeres saben mirar como suyos a los
niños distraídos que marchan casi a rastras, llevados de la mano del peón o del
burgués.