lunes, 5 de enero de 2015

El arte de la lectura


Miguel Márquez
 
 
 Leer no es sólo una operación instrumental por medio de la cual somos capaces de descifrar un conjunto de signos. Leer es, tal vez, uno de los actos más prodigiosos a los cuales podemos acceder como seres humanos. Quien aprende a leer ya tiene en sus manos todas las posibilidades, todas las vidas posibles, todos los universos. Si hay algo que nos caracteriza como seres humanos es el don de la palabra, somos -como alguna vez dijera Ernest Cassirer- hombres parlantes. Y las palabras nos introducen en el ámbito simbólico. Las palabras no son las cosas, las representan. Toda palabra por tanto, es una metáfora, un acercamiento a la compresión del mundo que nos rodea.
Desde su nacimiento, el hombre tiene una pasión denodada por conocer y el placer del conocimiento es consustancial a nuestra especie. Cuando un niño que está en el proceso de adquisición del lenguaje reconoce que vive en un mundo habitado por palabras, que cada cosa tiene un nombre, “comprende”-en uno de los más fabulosos ejercicios intelectuales-, la importancia del lenguaje y el placer que deriva. De allí que veamos constantemente a esos “locos bajitos” preguntando a sus padres con fruición y sin descanso “qué es esto” y “cómo se llama”; porque de alguna manera entienden que es esto y cómo se llama es una y la misma cosa, que hay un sistema que nos permite comunicarnos, no sólo demostrar nuestro agrado o desagrado a través de gritos e interjecciones. El lenguaje es, entonces, la puerta grande que abrimos todos los seres humanos en busca de la comprensión de nuestra vida y del entorno que nos rodea. De allí que la lectura sea uno de nuestros bienes esenciales.
Pero desde que el hombre habló en el principio de la humanidad hasta que comenzó a hacer representaciones escritas pasaron muchos años. Desde  las tablas de arcilla en Mesopotamia, en lo que se conoce como escritura cuneiforme (por estar escritas con una cuña o punzón), que datan aproximadamente del año 3000 a. C ., hasta la invención de la imprenta por Johann Gutenberg en 1450, la escritura y el libro han vivido una larga evolución. No vamos a entrar en detalles en este ensayo acerca de la evolución del libro y la escritura, porque ese único tema es tan vasto que se llevaría buena parte de este escrito. Basta que conozcamos que esta evolución ha pasado por múltiples etapas, que ha utilizado diferentes soportes, llegando incluso a los más modernos como son las computadoras y los medios electrónicos.
Nos interesa, sobre todo, permanecer en el ámbito del amor por los libros y la lectura. Muchas veces escuchamos acerca de la importancia de la lectura, pero son pocas en realidad las que nos estimulan verdaderamente el acercamiento a los libros. Una de las críticas más severas que se le han hecho a la educación es lo poco efectiva que es para incentivar el hábito de la lectura. Difícilmente puede un maestro acercar a sus alumnos al libro si él mismo no es un apasionado de éstos. Igual sucede con los  padres. Le reclaman al niño su falta de entusiasmo por la lectura, pero ellos no son lectores. En muchas ocasiones se da el caso de que los padres ni siquiera leen el periódico, y esto el niño lo percibe y de alguna manera siente que ésta carece de importancia. En relación con este punto, Rafael Cadenas, en un libro lleno de sutilezas y de hondas reflexiones sobre el lenguaje, que debería ser un libro de cabecera para todos aquellos que tienen que ver con el estudio de la lengua (su título es, justamente, En torno al lenguaje),sostiene:


En Venezuela tenemos que empezar por el primer peldaño: por mejorar el uso de nuestra propia lengua. ¿Y cuál es la vía natural para su enseñanza? Pues la lectura. No nos andemos por las ramas. No sólo es la vía natural sino la única. En ese punto no existe duda entre los que se han ocupado del asunto. La lectura, pues, lectura constante, lectura atenta al lenguaje, lo cual supone que el maestro o el profesor sean lectores, y aquí comienza otro escollo. ¿Cuántos lo son en verdad? Tendrían que gustar de los buenos escritores para poder contagiar a los estudiantes, pero esto nos conduce a otro aspecto del problema: la enseñanza de los que van a enseñar, el educar al educador. Con respecto a la lectura habría que seleccionar obras que interesen al estudiante. Tal sea mejor que comience por leer obras modernas, y vaya luego adentrándose en el mundo de los clásicos. Me parece absurdo obligar a estudiantes que nunca han leído un libro, ni siquiera moderno, a leer el Mio Cid porque lo exige un programa necio. Es preferible que el viaje sea desde nuestro hoy al ayer. El centro de la clase de castellano sería entonces la lectura y la conversación –sí, la conversación, que es necesario reivindicar- en torno a lo leído, sin perder de vista el hecho de que la lengua rebasa la idea de materia de clase.
Alguna vez leí en una entrevista que le hicieron al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos que su amor por la lectura se lo había inculcado su madre, una joven culta de La Asunción, quien le leía en voz alta textos de la Biblia y de Shakespeare, al mismo tiempo que le contaba leyendas indígenas en guaraní. Lo interesante de esto es la reflexión de Roa Bastos acerca de su iniciación en la lectura, ya que a pesar de no entender según él muchas de las cosas que le leían no olvidó nunca, en cambio, la musicalidad de aquello que escuchaba. Ese encanto de la lectura, de la oralidad, selló su amor por la literatura. Y es que la lectura es, también, un intercambio amoroso. Cuando hablamos de lengua materna no sólo pensamos en la lengua que primero dominamos sino también en la lengua madre, aquella que nos nutre y vivifica, que llenó de magia nuestra infancia, que nos otorgó nuestras primeras mitologías. El amor por la lectura es una aventura y una búsqueda: leemos porque estamos interesados en interpretar lo que somos y lo que nos ocurre. Por ello el libro no sólo “comunica” en un sentido unidireccional. El libro tiene la capacidad de movilizar en nosotros nuestras creencias y sensibilidad: cuando leemos lo hacemos desde nuestra experiencia y con los conocimientos que tenemos al alcance, pero ellos nos abren a experiencias que están en nosotros y que sólo esperan algo que las esclarezca, que nos permita sacarlas de adentro. Por ello es que, a diferencia de otros medios como la televisión, la lectura abre las puertas al diálogo: lo conocido y lo desconocido nos interpelan, exigen de nosotros que coloquemos nuestras aspiraciones, nuestras angustias, la particular forma que tenemos de entender el mundo. Franz Kafka, escritor checo, escribió en su diario que “Un libro debe ser un pico que quiebre el helado mar que nos rodea” Tal vez con ello quiso decir que un libro no está allí para complacernos, para dejarnos habitar en el cómodo mundo de nuestras creencias, sino, muy por el contrario, para enfrentarnos con lo desconocido, con espacios pocos habituales, con lo otro, con lo diferente. La costumbre de alguna forma va creando en nosotros impedimentos para vernos y ver el mundo, nos anestesia frente al dolor, domestica nuestras alegrías. Y el libro viene a nuestro encuentro para devolvernos a la vida, a sus prodigios y sus dones, tanto como al horror de lo que existe y lo que somos.

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