Miguel
Márquez
Desde su nacimiento, el hombre tiene
una pasión denodada por conocer y el placer del conocimiento es consustancial a
nuestra especie. Cuando un niño que está en el proceso de adquisición del
lenguaje reconoce que vive en un mundo habitado por palabras, que cada cosa tiene
un nombre, “comprende”-en uno de los más fabulosos ejercicios intelectuales-,
la importancia del lenguaje y el placer que deriva. De allí que veamos
constantemente a esos “locos bajitos” preguntando a sus padres con fruición y
sin descanso “qué es esto” y “cómo se llama”; porque de alguna manera entienden
que es esto y cómo se llama es una y la misma cosa, que hay un sistema que nos
permite comunicarnos, no sólo demostrar nuestro agrado o desagrado a través de
gritos e interjecciones. El lenguaje es, entonces, la puerta grande que abrimos
todos los seres humanos en busca de la comprensión de nuestra vida y del
entorno que nos rodea. De allí que la lectura sea uno de nuestros bienes
esenciales.
Pero desde que el hombre habló en el
principio de la humanidad hasta que comenzó a hacer representaciones escritas
pasaron muchos años. Desde las tablas de
arcilla en Mesopotamia, en lo que se conoce como escritura cuneiforme (por
estar escritas con una cuña o punzón), que datan aproximadamente del año 3000
a. C ., hasta la invención de la imprenta por Johann Gutenberg en 1450, la
escritura y el libro han vivido una larga evolución. No vamos a entrar en
detalles en este ensayo acerca de la evolución del libro y la escritura, porque
ese único tema es tan vasto que se llevaría buena parte de este escrito. Basta
que conozcamos que esta evolución ha pasado por múltiples etapas, que ha
utilizado diferentes soportes, llegando incluso a los más modernos como son las
computadoras y los medios electrónicos.
Nos interesa, sobre todo, permanecer
en el ámbito del amor por los libros y la lectura. Muchas veces escuchamos
acerca de la importancia de la lectura, pero son pocas en realidad las que nos
estimulan verdaderamente el acercamiento a los libros. Una de las críticas más
severas que se le han hecho a la educación es lo poco efectiva que es para
incentivar el hábito de la lectura. Difícilmente puede un maestro acercar a sus
alumnos al libro si él mismo no es un apasionado de éstos. Igual sucede con los padres. Le reclaman al niño su falta de
entusiasmo por la lectura, pero ellos no son lectores. En muchas ocasiones se
da el caso de que los padres ni siquiera leen el periódico, y esto el niño lo
percibe y de alguna manera siente que ésta carece de importancia. En relación con
este punto, Rafael Cadenas, en un libro lleno de sutilezas y de hondas
reflexiones sobre el lenguaje, que debería ser un libro de cabecera para todos
aquellos que tienen que ver con el estudio de la lengua (su título es,
justamente, En torno al lenguaje),sostiene:
En Venezuela tenemos que empezar por
el primer peldaño: por mejorar el uso de nuestra propia lengua. ¿Y cuál es la
vía natural para su enseñanza? Pues la lectura. No nos andemos por las ramas.
No sólo es la vía natural sino la única. En ese punto no existe duda entre los
que se han ocupado del asunto. La lectura, pues, lectura constante, lectura
atenta al lenguaje, lo cual supone que el maestro o el profesor sean lectores,
y aquí comienza otro escollo. ¿Cuántos lo son en verdad? Tendrían que gustar de
los buenos escritores para poder contagiar a los estudiantes, pero esto nos
conduce a otro aspecto del problema: la enseñanza de los que van a enseñar, el
educar al educador. Con respecto a la lectura habría que seleccionar obras que
interesen al estudiante. Tal sea mejor que comience por leer obras modernas, y
vaya luego adentrándose en el mundo de los clásicos. Me parece absurdo obligar
a estudiantes que nunca han leído un libro, ni siquiera moderno, a leer el Mio
Cid porque lo exige un programa necio. Es preferible que el viaje sea desde
nuestro hoy al ayer. El centro de la clase de castellano sería entonces la
lectura y la conversación –sí, la conversación, que es necesario reivindicar-
en torno a lo leído, sin perder de vista el hecho de que la lengua rebasa la
idea de materia de clase.
Alguna vez leí en una entrevista que
le hicieron al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos que su amor por la lectura
se lo había inculcado su madre, una joven culta de La Asunción, quien le leía
en voz alta textos de la Biblia y de Shakespeare,
al mismo tiempo que le contaba leyendas indígenas en guaraní. Lo interesante de
esto es la reflexión de Roa Bastos acerca de su iniciación en la lectura, ya
que a pesar de no entender según él muchas de las cosas que le leían no olvidó
nunca, en cambio, la musicalidad de aquello que escuchaba. Ese encanto de la
lectura, de la oralidad, selló su amor por la literatura. Y es que la lectura
es, también, un intercambio amoroso. Cuando hablamos de lengua materna no sólo
pensamos en la lengua que primero dominamos sino también en la lengua madre,
aquella que nos nutre y vivifica, que llenó de magia nuestra infancia, que nos
otorgó nuestras primeras mitologías. El amor por la lectura es una aventura y
una búsqueda: leemos porque estamos interesados en interpretar lo que somos y
lo que nos ocurre. Por ello el libro no sólo “comunica” en un sentido
unidireccional. El libro tiene la capacidad de movilizar en nosotros nuestras
creencias y sensibilidad: cuando leemos lo hacemos desde nuestra experiencia y
con los conocimientos que tenemos al alcance, pero ellos nos abren a
experiencias que están en nosotros y que sólo esperan algo que las esclarezca,
que nos permita sacarlas de adentro. Por ello es que, a diferencia de otros
medios como la televisión, la lectura abre las puertas al diálogo: lo conocido
y lo desconocido nos interpelan, exigen de nosotros que coloquemos nuestras
aspiraciones, nuestras angustias, la particular forma que tenemos de entender
el mundo. Franz Kafka, escritor checo, escribió en su diario que “Un libro debe
ser un pico que quiebre el helado mar que nos rodea” Tal vez con ello quiso
decir que un libro no está allí para complacernos, para dejarnos habitar en el
cómodo mundo de nuestras creencias, sino, muy por el contrario, para
enfrentarnos con lo desconocido, con espacios pocos habituales, con lo otro,
con lo diferente. La costumbre de alguna forma va creando en nosotros
impedimentos para vernos y ver el mundo, nos anestesia frente al dolor,
domestica nuestras alegrías. Y el libro viene a nuestro encuentro para
devolvernos a la vida, a sus prodigios y sus dones, tanto como al horror de lo
que existe y lo que somos.
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