Pedro
Emilio Coll
Escribía
admirablemente Rivarol, que la mejor historia del entendimiento
humano debe resultar del conocimiento profundo del lenguaje. La
palabra -dice- es la física experimental del espíritu; cada palabra
es un hecho; cada frase es un análisis o una síntesis; todo libro,
una revelación, más o menos amplia, del sentimiento y del
pensamiento.
Desde
este punto de vista, de simple, el simple estudio del adjetivo, por
ejemplo, puede ser para el psicólogo un método de investigación de
los estados de conciencia de determinado autor, porque el adjetivo,
cuando es expresión vital y no postizo aditamiento, exterioriza la
emoción personal producida por el objeto en un instante dado.
El
adjetivo es un breve paisaje del alma, una nota de nuestra música
interior. Usando términos un poquillo presuntuosos, diría que el
sustantivo, que designa la sensación pura, es objetivo, mientras que
el epíteto, como percepción asimilada y transformada por nuestro
temperamento, es subjetivo. El adjetivo es el mundo que, al pasar a
través de nosotros, toma el color y sabor de nuestra sensibilidad, y
es un aspecto del cosmos, ya individualizado en nosotros.
De
allí que juzgue dominados por una ilusión a los críticos e
historiadores que se precian de “imparciales” o “impersonales”,
a los escritores que se creen “impasibles” o que pretenden
trasladar sus visiones con frialdad de espejos, sin contar ya como
van descubriendo sus sensibilidad peculiar, con la sola elección de
vocablos que comunican calor de humanidad al vasto silencio de la
naturaleza, sin tomar en cuenta cómo, calificando sus percepciones,
proyectan su imagen en el inconmovible universo. Es común hacer una
distinción, en demasía tajante, entre el fondo y la forma
literaria, pues el estilo se alimenta con los jugos del alma, como
los colores y el aroma de la flor dependen de la calidad y riqueza
del suelo donde crece.
Aun
sin quererlo, el hombre se descubre en sus obras y, a pesar nuestro,
somos sinceros. El Yo, por más que se esconda entre velos retóricos
y se disimule tras infinitas máscaras, es irrefrenable, porque es la
médula del ser. Hacerlo ostensible no es siempre signo de orgullo,
pues, como decía el poeta, ese Yo, acusando justamente de
impertinencia en muchos casos, implica sin embargo una gran modestia,
porque encierra al escritor en los límites de la estricta
sinceridad.
Desde
luego, no todo Yo es como el de mi dilecto y predilecto Miguel de
Montaigne que desborda sobre el contorno de la humanidad, bien que,
en sus incomparables Ensayos
advierte que
no se ha propuesto más fin que el doméstico y privado y que se
presenta tal como se ve y le permiten sus condiciones y humores, de
manera simple, y natural y ordinaria, sin estudios ni artificios. Sus
introspecciones no son como las del engreído en su propia
contemplación, sino que adquiere dimensiones extraordinarias en las
que podemos caber los que, al asomarnos a su libro inmortal divisamos
un vasto panorama del mundo, mientras que con tolerante insinuación
nos anime hacer nuestro examen de conciencia.
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