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viernes, 5 de diciembre de 2014

Lenguaje y emoción


Pedro Emilio Coll

Escribía admirablemente Rivarol, que la mejor historia del entendimiento humano debe resultar del conocimiento profundo del lenguaje. La palabra -dice- es la física experimental del espíritu; cada palabra es un hecho; cada frase es un análisis o una síntesis; todo libro, una revelación, más o menos amplia, del sentimiento y del pensamiento.
Desde este punto de vista, de simple, el simple estudio del adjetivo, por ejemplo, puede ser para el psicólogo un método de investigación de los estados de conciencia de determinado autor, porque el adjetivo, cuando es expresión vital y no postizo aditamiento, exterioriza la emoción personal producida por el objeto en un instante dado.
El adjetivo es un breve paisaje del alma, una nota de nuestra música interior. Usando términos un poquillo presuntuosos, diría que el sustantivo, que designa la sensación pura, es objetivo, mientras que el epíteto, como percepción asimilada y transformada por nuestro temperamento, es subjetivo. El adjetivo es el mundo que, al pasar a través de nosotros, toma el color y sabor de nuestra sensibilidad, y es un aspecto del cosmos, ya individualizado en nosotros.
De allí que juzgue dominados por una ilusión a los críticos e historiadores que se precian de “imparciales” o “impersonales”, a los escritores que se creen “impasibles” o que pretenden trasladar sus visiones con frialdad de espejos, sin contar ya como van descubriendo sus sensibilidad peculiar, con la sola elección de vocablos que comunican calor de humanidad al vasto silencio de la naturaleza, sin tomar en cuenta cómo, calificando sus percepciones,