Pedro
Emilio Coll
Escribía
admirablemente Rivarol, que la mejor historia del entendimiento
humano debe resultar del conocimiento profundo del lenguaje. La
palabra -dice- es la física experimental del espíritu; cada palabra
es un hecho; cada frase es un análisis o una síntesis; todo libro,
una revelación, más o menos amplia, del sentimiento y del
pensamiento.
Desde
este punto de vista, de simple, el simple estudio del adjetivo, por
ejemplo, puede ser para el psicólogo un método de investigación de
los estados de conciencia de determinado autor, porque el adjetivo,
cuando es expresión vital y no postizo aditamiento, exterioriza la
emoción personal producida por el objeto en un instante dado.
El
adjetivo es un breve paisaje del alma, una nota de nuestra música
interior. Usando términos un poquillo presuntuosos, diría que el
sustantivo, que designa la sensación pura, es objetivo, mientras que
el epíteto, como percepción asimilada y transformada por nuestro
temperamento, es subjetivo. El adjetivo es el mundo que, al pasar a
través de nosotros, toma el color y sabor de nuestra sensibilidad, y
es un aspecto del cosmos, ya individualizado en nosotros.
De
allí que juzgue dominados por una ilusión a los críticos e
historiadores que se precian de “imparciales” o “impersonales”,
a los escritores que se creen “impasibles” o que pretenden
trasladar sus visiones con frialdad de espejos, sin contar ya como
van descubriendo sus sensibilidad peculiar, con la sola elección de
vocablos que comunican calor de humanidad al vasto silencio de la
naturaleza, sin tomar en cuenta cómo, calificando sus percepciones,