Eleazar
León
Si
un poeta escribe sobre la lluvia, su cuerpo cae y sus palabras, mana por dentro
y se va lejos, goteando y solo, desmemoriado y lleno hasta el desbordamiento de
sus propias aguas. Nada y nadie de afuera puede poblar el poema si antes no es
huésped de una conciencia disponible, de un alguien, el poeta, que se sabe
visitado por todo y residente de lo fugaz, como un paraje que se recorre y se
abandona sin permanencia. Lo duradero es lo que pasa, ese intercambio entre el
camino y el caminante, ambos en ruta
hacia un lugar que ya conocen, aunque no
puedan encontrarlo. La duración del poeta es la sucesión del poema en un tiempo
y un espacio siempre futuro: para ser ahora, inmediatamente, tendría que saltar
la distancia que el mundo mantiene para que nosotros seamos, para poder vivir
diferenciados de él.
El
poema es una reconciliación entre
extraños, entre viajeros que no se han visto antes y se saludan con aire
consecuente, repitiendo los ritos de una ceremonia desconocida, dándose
mensajes que nadie ha enviado y que ellos no podrán descifrar. El poeta no se
resigna al país extranjero que es la vida, y en un alarde, con más alma que
entendimiento, habla todas las lenguas,
llama a las piedras y los pájaros con nombres que ha oído en sueños, y a los árboles y a los montes con palabras que inventa para saber que los llama, y a toda la fiesta terrestre con las voces de la errancia, con los secretos del delirio, con los ruegos de la felicidad. La frecuencia del infierno no quema los ángeles. Con los dos pies de la memoria va ‘a caballo y relincha, y ese desierto que lo envuelve sopla cegantes torbellinos, y en el revuelo de las arenas ve las colinas y el horizonte y aferra en un puñado la desmesura de su verdad. ¿A quién puede ver sino a sí mismo que se mira expandiéndose y múltiple, colmado y diferente, testigo de su propia irrisión? En esta cara del espejo la imagen se agranda, y aunque igualmente desaparece, crea por instantes la figuración de un rostro, de un ojo que al mirarnos nos hace existir. Así el poeta quiere un cuerpo de barro y fuego que le de consistencia, que le afirme que vive a pesar del olvido y la ceniza que acechan y renuevan todo lo viviente. Como quiera que sea, para borrarse o hacerse materia, el poeta concluye en el reconocimiento de la ilusión. El poema es esa transparencia.
llama a las piedras y los pájaros con nombres que ha oído en sueños, y a los árboles y a los montes con palabras que inventa para saber que los llama, y a toda la fiesta terrestre con las voces de la errancia, con los secretos del delirio, con los ruegos de la felicidad. La frecuencia del infierno no quema los ángeles. Con los dos pies de la memoria va ‘a caballo y relincha, y ese desierto que lo envuelve sopla cegantes torbellinos, y en el revuelo de las arenas ve las colinas y el horizonte y aferra en un puñado la desmesura de su verdad. ¿A quién puede ver sino a sí mismo que se mira expandiéndose y múltiple, colmado y diferente, testigo de su propia irrisión? En esta cara del espejo la imagen se agranda, y aunque igualmente desaparece, crea por instantes la figuración de un rostro, de un ojo que al mirarnos nos hace existir. Así el poeta quiere un cuerpo de barro y fuego que le de consistencia, que le afirme que vive a pesar del olvido y la ceniza que acechan y renuevan todo lo viviente. Como quiera que sea, para borrarse o hacerse materia, el poeta concluye en el reconocimiento de la ilusión. El poema es esa transparencia.
El
peso de las sílabas hunde la sed de sus raíces sobre la página fantasma, cuerpo
que se encuentra y se pierde tras una niebla sucesiva, rasgado a trechos por
una luz tan asombrosa como un adiós en las bienvenidas. El poema ve, pero sus
ojos están empañados, o están empañados los ojos que lo miran, consecuencias
iguales para distintas ambiciones. El triunfo de esta derrota es el entusiasmo
humano, victoria que pierde lo que gana, una lucidez que hace sus bodas con la
sombra porque no hay otro esplendor. El acto que dice las palabras y se deja
decir por ellas no es ya un poema solamente, es el designio alrededor, la
declaración en redondo de un comienzo y un fin del que apenas conocemos la
sorpresa en curso.
Gastadas
como monedas en el laberinto de los intercambios, las palabras ocultan su
relieve. Tarea de artesano digital, el poeta palpa las acuñaciones borrosas,
las inscripciones inciertas, el valor dudoso y reanuda la significación, con el
riesgo mortal de las falsificaciones, las manos que hurtan y los monederos que
hacen de su avaricia un pozo sin fondo. De nada sirve la acumulación de
palabras. Sólo la desnudez o el disfraz que despoja — las máscaras revelan al
que se salva detrás de ellas — permite la distinción de las voces y los ecos,
la música y el silencio, el grito acorralado y el susurro sin tiempo de las
confidencias. No hay palabras ni voces sino latidos que galopan, corazones que
navegar, y el estallido de la espuma que es la primera sílaba de la boca que
canta, de la boca que habla y se contiene para callar. En ese lapso que prepara
el silencio nace el poema. Urgente como todo lo que queda por decir, se
apresura y remonta, y traza rápido su enigma, su claridad y su sosiego, acosado
por la marea.
(1985)
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