Eleazar
León
Si
un poeta escribe sobre la lluvia, su cuerpo cae y sus palabras, mana por dentro
y se va lejos, goteando y solo, desmemoriado y lleno hasta el desbordamiento de
sus propias aguas. Nada y nadie de afuera puede poblar el poema si antes no es
huésped de una conciencia disponible, de un alguien, el poeta, que se sabe
visitado por todo y residente de lo fugaz, como un paraje que se recorre y se
abandona sin permanencia. Lo duradero es lo que pasa, ese intercambio entre el
camino y el caminante, ambos en ruta
hacia un lugar que ya conocen, aunque no
puedan encontrarlo. La duración del poeta es la sucesión del poema en un tiempo
y un espacio siempre futuro: para ser ahora, inmediatamente, tendría que saltar
la distancia que el mundo mantiene para que nosotros seamos, para poder vivir
diferenciados de él.
El
poema es una reconciliación entre
extraños, entre viajeros que no se han visto antes y se saludan con aire
consecuente, repitiendo los ritos de una ceremonia desconocida, dándose
mensajes que nadie ha enviado y que ellos no podrán descifrar. El poeta no se
resigna al país extranjero que es la vida, y en un alarde, con más alma que
entendimiento, habla todas las lenguas,