Vicente Adelantado Soriano
Antonio Machado, Proverbios y cantares
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No recuerdo la fisonomía de la maestra que me enseñó a leer. Pero ni un solo día he dejado de evocarla. Y de darle las gracias. Recuerdo perfectamente, sin embargo, la primera mañana que fui a su escuela, en mi pueblo. Tenía yo tres años. Mi madre me llevó en brazos. Yo iba llorando a moco tendido. No quería que me sacara de casa. No quería que me privara de la plaza donde me dedicaba a pegar balonazos contra una pared del ayuntamiento. No quería, en fin, ir a la escuela. Cuando entramos en ella, me aferré al cuello de mi madre con todas mis fuerzas redoblando, al mismo tiempo, mis llantos. En vano la maestra, doña Pepita, trató de apaciguarme. Lo hizo, por el contrario, el ver a un amigo, a uno de los tantos que jugaban conmigo por las calles y los bancales. Me sonrió. Tenía un lápiz en las manos y estaba haciendo palotes. Me sentaron a su lado. Dejé de llorar.