María Zambrano
La diferencia específica del escritor es difícil de establecer, sobre todo con respecto a lo que parece ser su género próximo, el filósofo. Pues que ningún filósofo se ha realizado como tal sin ser un gran escritor. Ninguna obra clásica de filosofía deja de ser al mismo tiempo, y se diría que por esencia y no por añadidura, una obra literaria de primer orden. Tanto es así que en algunos casos hay obras filosóficas, como, por ejemplo, El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, que han actuado mayormente por su virtud literaria que por su contenido filosófico, llegando incluso a ser ensombrecida esa su sustancia filosófica hasta hacerse imperceptible. Era literatura, se decía por algunos serios profesores de Filosofía, y por ello estas obras han sido consideradas una especie de parafilosofía. Irónicamente, suele llegar el momento en que el rigor y la precisión propios del pensamiento filosófico se revelen y salten a la vista precisamente a través de la misma belleza literaria de la obra en cuestión, que no es sino la belleza del puro pensamiento. El terror al pensamiento y el prejuicio contra la belleza que el propio pensamiento puede tener se aúnan, logrando sucesos tales como el que un texto que contenga un cierto descubrimiento filosófico expresado sin una forma lograda, como acontece con todo descubrimiento, sea considerado un espléndido escrito literario. Y así se da rienda suelta al doble maleficio que condena al pensamiento y a la belleza, pues que así se menosprecia aquel descubrimiento a medias logrado, impidiéndolo crecer, mientras que se confunde la belleza literaria con lo que puede ser estrechez de forma o también la ampulosidad de una ya usada retórica.