María Zambrano
La diferencia específica del escritor es difícil de establecer, sobre todo con respecto a lo que parece ser su género próximo, el filósofo. Pues que ningún filósofo se ha realizado como tal sin ser un gran escritor. Ninguna obra clásica de filosofía deja de ser al mismo tiempo, y se diría que por esencia y no por añadidura, una obra literaria de primer orden. Tanto es así que en algunos casos hay obras filosóficas, como, por ejemplo, El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, que han actuado mayormente por su virtud literaria que por su contenido filosófico, llegando incluso a ser ensombrecida esa su sustancia filosófica hasta hacerse imperceptible. Era literatura, se decía por algunos serios profesores de Filosofía, y por ello estas obras han sido consideradas una especie de parafilosofía. Irónicamente, suele llegar el momento en que el rigor y la precisión propios del pensamiento filosófico se revelen y salten a la vista precisamente a través de la misma belleza literaria de la obra en cuestión, que no es sino la belleza del puro pensamiento. El terror al pensamiento y el prejuicio contra la belleza que el propio pensamiento puede tener se aúnan, logrando sucesos tales como el que un texto que contenga un cierto descubrimiento filosófico expresado sin una forma lograda, como acontece con todo descubrimiento, sea considerado un espléndido escrito literario. Y así se da rienda suelta al doble maleficio que condena al pensamiento y a la belleza, pues que así se menosprecia aquel descubrimiento a medias logrado, impidiéndolo crecer, mientras que se confunde la belleza literaria con lo que puede ser estrechez de forma o también la ampulosidad de una ya usada retórica.
La belleza de la escritura de Platón hace que los humanistas del Renacimiento le leyeran como si de uno de ellos se tratara. Los huesos mismos de la filosofía aparecen, de esta manera y de algunas otras, sustraídos a todo esfuerzo del pensar, cuando en verdad han sido la mayor parte de ellos, y especialmente los de Platón, dados a luz agónicamente, conflictivamente que se diría hoy. Pero su belleza se la convierte en simple virtud placentera. Para un humanista, leer a Platón es un placer, no un penar, cuando para un aspirante a filósofo es un penar, un entender lo imposible de entender, un vencer, si se llega, la imposibilidad del filosofar en el hombre. Ese filosofar que aparece como mediador entre el himno entusiasta y aun la danza dionisiaca; entre el delirio, pues, y la razón. No podría lograrse tal condición sin consumar lo esencial del delirio, y aun en ciertos casos geniales de la danza, sin el entusiasmo en que la razón sin perderse se enciende. Y esto, cuando se logra, es obra del escritor. El escritor es así el verdadero, mediador, invisible a veces, como con tantas obras especies de mediadores sucede, y con el riesgo de interponerse, ocultando en vez de mostrar, es decir, de entusiasmarse consigo mismo, apareciendo entonces el escritor como un artificio y caricatura de su ser verdadero y de la necesidad que pide que tales mediadores existan. Una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, transmutarse o desaparecer sin que su vacío se note. Una ciudad sin escritor es un templo vacío, una plaza sin centro, o quizá con el centro desplazado y puesto al margen, esquinado, para dejar su lugar, todo el lugar, a algo cuyo nombre no está siquiera bien catalogado, algo para lo que, en realidad, no hay palabra. Residuos, pues, alogoi, fuera del logos, sin posible nombre; residuos que hacen imposible la imagen de centro y círculo.
Mas el escritor como tal ha existido, y en forma necesaria, a partir de ciertos períodos de la vida europea. Hasta se podría decir que el escritor haya sido uno de los actores esenciales del vivir europeo, y que la decadencia de su función sea debida a la disolución, o disgregación que parece ir en creciente, de la especificidad de Europa, de la pérdida de su identidad y de su cambiante figura dentro de la unidad. El escritor ha sido, pues, el espejo de Europa. Espejo de un sentido activo, pues que no se conformaba con reflejar la imagen, sino con crearla y recrearla una y otra vez. Ya que la unidad de Europa es una inédita e insólita forma de unidad en la historia, que ha ido naciendo originariamente, y no sin gloria, en los llamados siglos oscuros, en la Edad Media. Pasadas las catacumbas cristianas y en libertad el cristianismo, que mejor sería que hubiera sido cristiandad, aparece una forma de unidad distinta radicalmente de la del Imperio romano, sin que por ello sea simple producto de su llamada decadencia. No, Europa no ha nacido de decadencia alguna, sino que se ha ido haciendo a sí misma, en pluralidad y unidad.
Se trata de una historia nueva, y el tránsito -crisis se le ha llamado también- que origina esa realidad llamada Europa es lo que ha hecho posible y necesario a eso que se llama el escritor. Nace, pues, el escritor ya con san Agustín, padre de Europa, aunque no fuera más que por esto, por ser un genial escritor. Y tan por la crisis estaba engendrado este ser escritor que aparece en san Agustín como producto de la crisis de su propio ser, de su metamorfosis, que no se hubiera logrado tal como se logró si él no se arranca su propio velo, ese velo de la verdad en filosofía; es decir, si no practica el filosofar consigo mismo, no sobre sí o sobre otra cosa, sino con su propio ser, con todo él; si no se ofrece en pasto a la verdad, cosa que solamente pudo ostensiblemente hacer en tanto que escritor. No es una búsqueda de sí mismo ni un mostrarse a sí mismo, sino de extraer su propio corazón y ofrecerlo como únicamente puede ser ofrecido el corazón, en llamas. El escritor nace así más allá del pudor y de la contención estoica, que él, Agustín, tan bien se sabía. Incluso nace más allá del plotinismo, del amor y de la contemplación del uno y de sí mismo convertido en objeto del mundo inteligible. Sabidas son, pero han de ser rememoradas como hito de la filosofía, la pulcritud, precisión y transparencia inigualables del pensamiento de Plotino. Mas la transparencia que ofrece Agustín es la de su propio corazón: "He aquí mi corazón, Señor, como es de transparente". ¿Será, pues, que la seducción del escritor proceda del corazón que se ofrece en llamas, y a veces es pálido reflejo, movedizo también, como en las confesiones de Jean-Jacques Rousseau? Si esto es el escritor, ello es específico de Europa, este arder, este ardor, este haber de echarse a la hoguera, llamando a que alguien, que no es individual, a ese personaje nuevo que es el lector, a que se lance con él, a que al menos le vea como arde y sienta la tentación de arder también él, el lector.
Bien europea es la leyenda de Tristán e Isolda, que beben juntos el elixir de amor que sin duda ellos sabían, aunque el narrador lo cele, que era de muerte también. Este trueque presentado como debido al azar era el secreto, era la verdad del amor. ¿Y no es también una figura del escritor la de Tristán adentrándose en la mar sin confines, en lo desconocido, sólo con su violín?
¿Es acaso la soledad la que hace nacer al escritor, la llama que mueve esa barca en la que él va, y la barca misma, no es la barca de su soledad? Así como el filósofo Diógenes encontró su casa en la clásica vasija vaciada del vino de la embriaguez que había contenido, llenando con su figura entera aquel vacío, dando la cara en la calle impasiblemente desde esa su impar morada. La barca cáscara de alguna fruta invulnerable y rebosante de un jugo ya desconocido, la barca que sostiene como resto frágil de ese fruto primero irreconocible que mantiene la vida de un alguien en su íntima soledad, en su peregrinar en busca del amor. Y el violín con el que tal viajero cuenta en su viaje a lo más remoto e íntimo y viviente, hacia su propio corazón. ¿No es acaso la pluma del verdadero escritor? El que tiene que escribir rompiendo el silencio, buscando, que si no otras criaturas, el cielo, los mares, los elementos entre los *que va confundido, aunque confiado, sin brújula. Los elementos, que son lo único que le ha quedado, escucharán su canto quizá, ellos, su gemido, su clamor.
Pues que el escritor, el verdadero escritor, es el que a solas clama a los cielos, el que se arriesga, porque de ello tiene el mandato: un mandato de expresar, y en la forma más indeleble posible, aquello que clama a los cielos. Y este es el escritor. El filósofo no clama, no se arriesga en el piélago insondable. Diógenes con su tonel estaba en una ciudad. Filosofar, pues, debe ser cosa muy esencial para la ciudad, para que la haya. El escritor es imprescindible para que aún aquello que en la ciudad ocurra, y clame al cielo, no se quede oculto bajo el silencio opaco, para que salte clamando a los cielos, y si fuera así, el escritor sería el corazón de la ciudad, su centro, el único que podría rescatar a la ciudad de haber sido desposeída de su centro, allanada en verdad.
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