Umberto
Eco
En el pequeño negocio donde nos
detenemos a tomar un café hierve una olla de caraotas negras y me
pregunto en qué película de Sergio Leone ocurre algo parecido.
Estamos subiendo por el Páramo, la zona de los andes que se abre
majestuosamente en el Estado Mérida, Venezuela. Primero conseguimos
una vegetación en parte alpina y en parte tropical; después pasamos
por grandes lagos entre enormes peñascos y macollas de arbustos
mórbidos y carnosos, con forma y consistencia similar a las orejas
de conejo. La temperatura es fresca y agradable, estamos a la misma
altura del Monte Blanco.
Volvemos a descender a tres mil
metros, hacia un valle verdísimo, en el cual se ve una casita de
piedra. A primera vista me recuerda una de esas capillas entre
Perpiñán y la frontera catalana, pero las formas son más libres;
de cerca, ciertas extravagancias me hacen pensar en Gaudi. La iglesia
está torcida, con curvas sinuosas; la pequeña nave está decorada
con muebles casi zoomorfos, hechos conjugando troncos y tronquitos ya
moldeados por la naturaleza. El altar evoca a lo que por convención
llamamos “art naif”, pero si su autor es un primitivista, sabe
cómo inventar soluciones técnicas muy refinadas.