domingo, 22 de septiembre de 2019

De los Apeninos a los Andes como una película de Sergio Leone


Umberto Eco


En el pequeño negocio donde nos detenemos a tomar un café hierve una olla de caraotas negras y me pregunto en qué película de Sergio Leone ocurre algo parecido. Estamos subiendo por el Páramo, la zona de los andes que se abre majestuosamente en el Estado Mérida, Venezuela. Primero conseguimos una vegetación en parte alpina y en parte tropical; después pasamos por grandes lagos entre enormes peñascos y macollas de arbustos mórbidos y carnosos, con forma y consistencia similar a las orejas de conejo. La temperatura es fresca y agradable, estamos a la misma altura del Monte Blanco.

Volvemos a descender a tres mil metros, hacia un valle verdísimo, en el cual se ve una casita de piedra. A primera vista me recuerda una de esas capillas entre Perpiñán y la frontera catalana, pero las formas son más libres; de cerca, ciertas extravagancias me hacen pensar en Gaudi. La iglesia está torcida, con curvas sinuosas; la pequeña nave está decorada con muebles casi zoomorfos, hechos conjugando troncos y tronquitos ya moldeados por la naturaleza. El altar evoca a lo que por convención llamamos “art naif”, pero si su autor es un primitivista, sabe cómo inventar soluciones técnicas muy refinadas.


Juan Félix Sánchez nace en una familia de origen campesino en uno de estos pueblos andinos, en 1900. Estudió primaria, luego trabajó en el campo. Siendo todavía un muchacho inventó un molino de agua para sus vecinos. No sabe nada de tecnología y jamás ha visto diseños hechos por ingenieros del renacimiento. Usa lo que consigue a su alrededor. Además, siempre ha ignorado que existiese un arte románico paleogótico. Sus únicos viajes han sido a Maracaibo y Caracas, de joven. Es inteligente y fue elegido por sus coterráneos para ocupar algunos cargos municipales, en San Rafael inventa una turbina que funciona con agua para suministrarle electricidad al pueblo. Se casa con Epifania Gil. Después casi a los cuarenta años, por un impulso místico, deja todo y se retira a las montañas. Se dedica a hacer tejidos, esculturas, a construir iglesias, todo un Calvario con estatuas alineadas que se empinan por las faldas de la montaña, una crucifixión, un sepulcro de Cristo. La Iglesia de Tisure tiene un altar con un pesebre coloreado, un nicho con el retrato en madera de José Gregorio Hernández y en alto un inquietante ojo de Dios hecho con el faro de un automóvil. Pero Juan Félix Sánchez no es un artesano, no es un artista, no es un aficionado al bricolage; es un asceta de la montaña, un visionario. Sus creaciones más exigentes las comenzó a los sesenta años, el Santo Sepulcro lo hizo a los ochenta.

En un punto crítico, los estudiosos del folklore y filósofos de la ciudad lo descubren. Exponen sus obras en los museos, pero saben muy bien que al sacarlas de su ambiente las reducen a simples tótems, a hallazgos folklóricos. No logran enmarcar a este genio natural, se dan cuenta de que representa un fenómeno de espiritualidad que trasciende las categorías de la estética y de la etnología. Le trastocan su existencia. Juan Félix Sánchez se convierte en meta de peregrinajes eruditos, es invadido por sociólogos que le ensucian su humilde casa. Ve surgir junto al lugar donde vive un museo bautizado con su nombre y el de su esposa, que también tiene una biblioteca (muy bella, moderna, con computadoras) para los niños. Se había retirado a un lugar inaccesible para perseguir un sueño e intenta que no lo transformen en una de sus creaciones. 
 
Actualmente tiene noventa y cuatro años. Con una amiga de la Universidad de los Andes, en Mérida, somos recibidos en una cocina primitiva y oscura por Epifania Gil, quien también se ha convertido en un monumento, con su rostro de momia velluda y vestida como un personaje de la “Opera de los Tres peniques”. En el patio, flanqueado por un perro adormilado, Juan Félix dormita con el sombrero sobre la cara, sentado en una silla, casi inmóvil por un achaque de las piernas. Se despierta, veo que también el tiene un rostro envejecido, una cara aindiada con bigotes enormes, que parece salido de una película de Leone. Está sordo, en un primer momento no reconoce a la visitante, después se va desesperezando poco a poco. Acepta mostrarnos sus cuadernos, algo deteriorados y grasientos, en los que desde hace toda una vida anota los pensamientos que le vienen a la mente y viejos proverbios populares como “a caballo regalado no se le busca el colmillo” aunque muchos debe haberlos inventado él. Me pide que le escriba dos y le anoto “gatta frettolosa fece i gattini ciechi” e “il díavolo fa le pentole ma non i coperchi”. Escucha la traducción, “la gata aourada hace a los gaticos ciegos” y “el diablo hace las ollas pero no las tapas”, y asiente. Me pregunta con preocupación por el Papa, si es verdad que se cayó y se fracturó la pierna; si puede volver a caminar. Estoy a punto de decirle que si, cuando mi esposa me interrumpe y le dice que todavía se mueve con dificultad. “¡Ah!, como yo”, sonríe consolado. Epifania nos advierte que es mejor dejarlo dormir. Pero antes de despedirse nos pregunta dónde están sus cuadernos. Pide que se los devuelvan, los aprieta contra su pecho y a escondidas cuenta socarronamente para ver si están todos.
Nos montamos en el carro y regresamos a la barbarie.

L´ Espresso
Traducción: Ana Mar González
Diario El Nacional, Sábado 30 de julio de 1994
Página C/10 Arte.
Extraído de:
Legado. (1994). Fundación Casa de la Cultura Juan Félix Sánchez. Edición Especial X aniversario.



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