Umberto
Eco
En el pequeño negocio donde nos
detenemos a tomar un café hierve una olla de caraotas negras y me
pregunto en qué película de Sergio Leone ocurre algo parecido.
Estamos subiendo por el Páramo, la zona de los andes que se abre
majestuosamente en el Estado Mérida, Venezuela. Primero conseguimos
una vegetación en parte alpina y en parte tropical; después pasamos
por grandes lagos entre enormes peñascos y macollas de arbustos
mórbidos y carnosos, con forma y consistencia similar a las orejas
de conejo. La temperatura es fresca y agradable, estamos a la misma
altura del Monte Blanco.
Volvemos a descender a tres mil
metros, hacia un valle verdísimo, en el cual se ve una casita de
piedra. A primera vista me recuerda una de esas capillas entre
Perpiñán y la frontera catalana, pero las formas son más libres;
de cerca, ciertas extravagancias me hacen pensar en Gaudi. La iglesia
está torcida, con curvas sinuosas; la pequeña nave está decorada
con muebles casi zoomorfos, hechos conjugando troncos y tronquitos ya
moldeados por la naturaleza. El altar evoca a lo que por convención
llamamos “art naif”, pero si su autor es un primitivista, sabe
cómo inventar soluciones técnicas muy refinadas.
Juan Félix Sánchez nace en una
familia de origen campesino en uno de estos pueblos andinos, en 1900.
Estudió primaria, luego trabajó en el campo. Siendo todavía un
muchacho inventó un molino de agua para sus vecinos. No sabe nada de
tecnología y jamás ha visto diseños hechos por ingenieros del
renacimiento. Usa lo que consigue a su alrededor. Además, siempre ha
ignorado que existiese un arte románico paleogótico. Sus únicos viajes han sido a Maracaibo y Caracas, de
joven. Es inteligente y fue elegido por sus coterráneos para ocupar
algunos cargos municipales, en San Rafael inventa una turbina que
funciona con agua para suministrarle electricidad al pueblo. Se casa
con Epifania Gil. Después casi a los cuarenta años, por un impulso
místico, deja todo y se retira a las montañas. Se dedica a hacer
tejidos, esculturas, a construir iglesias, todo un Calvario con
estatuas alineadas que se empinan por las faldas de la montaña, una
crucifixión, un sepulcro de Cristo. La Iglesia de Tisure tiene un
altar con un pesebre coloreado, un nicho con el retrato en madera de
José Gregorio Hernández y en alto un inquietante ojo de Dios hecho
con el faro de un automóvil. Pero Juan Félix Sánchez no es un
artesano, no es un artista, no es un aficionado al bricolage; es un
asceta de la montaña, un visionario. Sus creaciones más exigentes
las comenzó a los sesenta años, el Santo Sepulcro lo hizo a los
ochenta.
En un punto crítico, los estudiosos
del folklore y filósofos de la ciudad lo descubren. Exponen sus
obras en los museos, pero saben muy bien que al sacarlas de su
ambiente las reducen a simples tótems, a hallazgos folklóricos. No
logran enmarcar a este genio natural, se dan cuenta de que representa
un fenómeno de espiritualidad que trasciende las categorías de la
estética y de la etnología. Le trastocan su existencia. Juan Félix
Sánchez se convierte en meta de peregrinajes eruditos, es invadido
por sociólogos que le ensucian su humilde casa. Ve surgir junto al
lugar donde vive un museo bautizado con su nombre y el de su esposa,
que también tiene una biblioteca (muy bella, moderna, con
computadoras) para los niños. Se había retirado a un lugar
inaccesible para perseguir un sueño e intenta que no lo transformen
en una de sus creaciones.
Actualmente tiene noventa y cuatro
años. Con una amiga de la Universidad de los Andes, en Mérida,
somos recibidos en una cocina primitiva y oscura por Epifania Gil,
quien también se ha convertido en un monumento, con su rostro de
momia velluda y vestida como un personaje de la “Opera de los Tres
peniques”. En el patio, flanqueado por un perro adormilado, Juan
Félix dormita con el sombrero sobre la cara, sentado en una silla,
casi inmóvil por un achaque de las piernas. Se despierta, veo que
también el tiene un rostro envejecido, una cara aindiada con bigotes
enormes, que parece salido de una película de Leone. Está sordo, en
un primer momento no reconoce a la visitante, después se va
desesperezando poco a poco. Acepta mostrarnos sus cuadernos, algo
deteriorados y grasientos, en los que desde hace toda una vida anota
los pensamientos que le vienen a la mente y viejos proverbios
populares como “a caballo regalado no se le busca el colmillo”
aunque muchos debe haberlos inventado él. Me pide que le escriba dos
y le anoto “gatta frettolosa fece i gattini ciechi” e “il
díavolo fa le pentole ma non i coperchi”. Escucha la traducción,
“la gata aourada hace a los gaticos ciegos” y “el diablo hace
las ollas pero no las tapas”, y asiente. Me pregunta con
preocupación por el Papa, si es verdad que se cayó y se fracturó
la pierna; si puede volver a caminar. Estoy a punto de decirle que
si, cuando mi esposa me interrumpe y le dice que todavía se mueve
con dificultad. “¡Ah!, como yo”, sonríe consolado. Epifania nos
advierte que es mejor dejarlo dormir. Pero antes de despedirse nos
pregunta dónde están sus cuadernos. Pide que se los devuelvan, los
aprieta contra su pecho y a escondidas cuenta socarronamente para ver
si están todos.
Nos montamos en el carro y regresamos
a la barbarie.
L´
Espresso
Traducción:
Ana Mar González
Diario
El Nacional, Sábado 30 de julio de 1994
Página
C/10 Arte.
Extraído
de:
Legado.
(1994). Fundación Casa de la Cultura Juan Félix Sánchez. Edición
Especial X aniversario.
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