Carlos
Yusti
Un
escritor-abuelo (o viceversa) mencionó que un día intentaba
escribir en su habitual cuaderno escolar. Interrumpió varias veces
el roce del lápiz dibujando las palabras en el papel. Tachaba.
Volvía a empezar. Luego supo que la algarabía doméstica, producida
por sus hijos y nietos, sacaba de balance su concentración. Sin
querer parecer un viejo cascarrabias se asomó a la sala, epicentro
del bullicio: “Por favor requiero algo de tranquilidad y silencio,
trato de escribir”. Regresó a su cuarto y volvió a su trabajo de
escritura. De repente una de sus nietas, con apenas 5 años, entra a
la habitación de puntillas y moviéndose con lentitud de cámara
lenta. Extrañado el escritor-abuelo le pregunta: “¿Por qué
entras de esa manera?”. La niña le dijo: “No quiero hacer ruido.
Las palabras pueden despertarse”.
Cuando
se escribe es necesario sacarle el sueño a las palabras. Además si
se escribe para niños hay que sacudirlas doblemente para
despertarlas y que sean capaces de trasmitir cierta música
inteligente. Esa torpe creencia sobre la inocencia estúpida de los
niños es un error en el cual caen muchos adultos. La inocencia de
los niños es exploradora, despierta, clarividente y altamente
creativa. El poeta y escritor José Gregorio González Márquez(*)
escribe tomando en cuenta esa inocencia cortante del niño y su
libro Astronomía submarina y otras historias (Caravasar
Libros/ Portada, edición y diseño: Armando José Sequera) es un
buen ejemplo.
El
libro compuesto por apenas cuatro breves historias, y cuyos
protagonistas son niños, hacen un retrato afable de ese universo
escolar. Son relatos que dan cuenta sobre las vivencias y peripecias
de niños en esa edad donde la realidad parece subrayada con líneas
coloridas del sueño. Aunque el eje primordial, en verdad, de todas
las narraciones es el amor.