Adrián Marcelo Ferrero
Me preguntaba algo bastante obvio pero que en verdad
no lo es. ¿Qué es escribir? O quizás, mejor ¿en qué consiste escribir? O, mejor
aún todavía ¿De qué manera escribimos?
Una respuesta, diría, material, sería “consiste en enfilar una palabra detrás de la otra, formando frases mediante los signos de un alfabeto, utilizando otros de puntuación, hasta terminar por concluir con alguna clase de texto”. Pero demos un paso más allá. Escribir consiste en una operación compleja del orden del pensamiento que se manifiesta en un soporte material, según el cual mediante un determinado código (un idioma, en este caso a través de una grafía, por ejemplo, el código escrito) una subjetividad expresa una idea o conjunto de ideas que ha concebido. Se entiende, por lo general, abstracto. Porque ¿es que acaso el pensamiento puede no serlo? Creo que no. Que todo pensamiento supone la operación del orden de la abstracción. No sé si puede haber pensamiento concreto en sentido estricto. Estimo que pensamos, hasta donde he leído, mediante representaciones que dan cuenta de la realidad tal como la percibimos. No obstante, las historias, los cuentos, los poemas, las novelas, resulta evidente que tienen una dimensión concreta. Una forma concreta. La que les otorga una retórica, por un lado, que los despliega según un determinado orden y según una determinada disposición. Pero también son una cadenada de significados que se van uniendo hasta conformar un hilo argumental, en el caso de las novelas y los cuentos. Y de las imágenes o figuras en el caso de la poesía (me parece).
Por otro lado, la literatura contiene dentro de sí una
cierta música producto de cadenas fónicas, ritmos según una sintaxis, métricas
según una organización, que se articulan hasta adoptar una mezcla de silencios,
sonidos y un contrapunto entre ambos.
Eso que podría ser traducible en un texto a una determinada melodía. Hay una
materialidad de los signos que resulta incuestionable y eso ha sido estudiado
por investigadores en torno de fenómenos o corrientes literarias como el
barroco o el más cercano neobarroco o hasta neobarroso argentino. En el cual
los escritores tienden a poner el acento en los significantes más que en
cualquier otra dimensión del discurso. Pero hacerlo supone una operación con
los significados. Supone un cierto desorden de esos significados. No se trata
de una operación inofensiva. Los signos se insubordinan en esos casos en
relación a su uso habitual, a su uso más cotidiano. Adoptan una dimensión
incuestionablemente física, tangible, diera la impresión de que pueden tocarse
y escucharse. Se percibe su respiración. Y ello introduce una dispersión de los
significados que entran en una situación de irrisión. Eso conlleve complejas
operaciones connotativas, por un lado. Y
una reducción de las denotativas. Eso disloca el sentido o los sentidos.
Por lo tanto desconcierta y descoloca al lector, lo que para la buena
literatura suele ser sumamente positivo. En efecto: los significados “pierden
el juicio”. Y esto es saludable porque rompen con una economía de la comunicación
que suele ser puramente instrumental. Es la que han consagrado la publicidad,
los medios, la propaganda, la escuela y, me parece a mí, los intercambios que
el capitalismo propone a los sujetos de cultura porque son escasamente
creativamente y altamente reiterativos.
Cuando escribimos podemos pensar en objetos y hasta en
un objeto en particular. Ello es especialmente evidente cuando nos proponemos
en un cuento escribir acerca de un argumento en el que ocurren determinadas
cosas (y no otras). Buscamos la precisión, el ajuste, la exactitud a la trama y
esa realidad a la que el cuento, desde el plano de lo imaginario, alude por un
lado. Buscamos producir un determinado efecto, por el otro. Y, tal como lo
estudió el crítico y semiólogo francés Roland Barthes en su artículo “El efecto
de realidad”, introducir detalles puntuales y concretos en un relato ello
confiere a ese relato o novela un “efecto de realidad” que suerte un impacto
inmediato de verosimilitud. Si nos manejamos todo el tiempo con abstracciones un
texto literario no será lo suficientemente elocuente. No será lo
suficientemente eficaz. Y no será lo suficientemente verosímil. O lo será sólo
en un sentido. Me parece que un texto literario puramente abstracto sin un
anclaje en lo concreto traducido en acciones y emociones, en presencias, en
materia, en un repertorio de objetos que rodeen como una escenografía la acción
no resulta lo suficientemente conmovedor ni lo suficientemente bello ni, para
ser completamente sincero, lo suficientemente literario. Es más un concepto que
la representación de un conjunto de acciones.
Sentarse a escribir un cuento consiste en dejarse
llevar por el fluir de una serie de asociaciones y estímulos que aparentemente
resultan indetenibles, sobre las que uno no suele reflexionar demasiado. Al
menos en el primer borrador al menos, en ese primer momento de la
escritura en que por primera vez está
teniendo lugar la irrupción del texto literario. El escritor suele abandonarse a
escribirlo de modo fatal (por lo general), dejarse llevar por la intensidad de
su contenido, esto es, de una fábula que comienza a percibirse de modo cada vez
más nítido. Y también al mismo tiempo estar sumamente atento, lo que parece una
paradoja, a dirigirse hacia a un determinado punto en particular. Orientar ese
impulso para no se disperse al punto de perder el objetivo que es el que él
considera al que quiere llegar. De un punto de partida llegar a otro que no
necesariamente lo resuelva (eso lo sabemos por estos tiempos) pero sí en el que
sucedan cosas que pueden mover y conmover la subjetividad del lector. Darle un
cachetazo. Un punto de partida conduce a un punto de llegada. Que en cada
cuento será distinto. Y en cada poética será también distinta. Por otra parte, los
escritores deben estar atentos a que lo que vayan escribiendo cumpla con
determinadas características. Que no contenga lugares comunes. Ni tampoco se
produzcan contradicciones con lo que se ha venido narrando previamente. Y
también procurar hacerlo con un nivel de excelencia que considere es el que un buen
cuento debe tener para que valga la pena proseguirlo y no abandonarlo. O bien
no publicarlo jamás. O bien publicarlo y luego arrepentirse. Por último, que
ese cuento tenga coherencia y cierre en todos los sentidos, con cohesión. En
estos términos definiría muy a grandes trazos modo como suele ser escrito un
cuento y los pasos que se van siguiendo hasta llegar a ese ya señalado
desenlace que, como dije, puede o no ser resolutivo. Sino abierto. O bien
sembrar de indicios subterráneos una ficción que conduzcan a pensar algo que
puede haber tenido lugar antes o tendrá lugar más tarde. Un cuento puede hoy en
día, sin asustarnos, no narrar sino versificar y en el verso sí referir
acciones.
La crítica literaria suele ser de índole mucho más
abstracta, nacer de una lectura, esto es, de una interpretación del o los textos
literarios en cuestión y también tiene lugar mediante una serie de asociaciones
y operaciones que se producen cuando el crítico se sienta a escribir. Por lo
general, si bien pueden aparecer ideas a medida que un crítico va leyendo una
obra, la lectura definitiva de esa obra se define al momento de ser escrita. La
crítica literaria se descubre escribiendo. Consiste en asociaciones ligadas a
sentidos que se descubren en esa obra literaria. Que quizás puedan asociarse a
otro conjunto de obras, en cuyo caso estamos en condiciones de elaborar, si así
lo deseamos, de modo fundamentado una argumentación que la ponga en correlación
con ellas. Por último, diría que la crítica es una forma de leer de una cierta
manera. En cierta clave una obra literaria. Esto es: con la idea de buscar en
ella sentidos plenos acudiendo a un soporte que nos lo pueden brindar los
estudios de género, la lingüística, el marxismo o el materialismo histórico, la
semiología y la semiótica, el psicoanálisis, la filosofía, en fin, las puertas
están abiertas a recibir aportes de distintas escuelas. Hay un elemento del
orden de la actitud hacia la lectura de ese texto.
En el caso de un ensayo suele tratarse de un fenómeno
mucho más complejo. No siempre el escritor suele estar en condiciones de opinar
sobre un tema. En ocasiones debe estudiar, informarse y documentarse. Eso mismo
ocurre también, naturalmente, con la crítica literaria. Los críticos suelen
acudir a bibliografía o también a un soporte teórico o de otros críticos para
reforzar sus argumentos.
La poesía suele ser un proceso bastante complejo de
poner en palabras. Llega un poema que puede conducir a otro u otros, formando
un conjunto. Una suerte de proyecto o de libro o bien de serie. Otra opción es
que llegue de modo completamente aislado sin articularse con ninguna otra clase
de organización mayor. En cada poeta doy por descontado estos procesos se dan
de modo distinto. Hay quienes refieren que la poesía llega como un gran
proyecto que se comienza a desplazar más o menos lentamente o velozmente. En
otros casos trabajan de modo aislado. Cada poema es, precisamente, una isla,
cada poema es insular. Ciertos poetas luego los reúnen en un libro según alguna
clase de criterio ordenador. En otros casos simplemente los reúnen bajo ciertas
elementales pautas de revisión.
En el caso de
los grupos de poemas contienen un cierto movimiento a medida que van siendo escritos y periódicamente leídos que
es el mismo movimiento de sentidos, modulaciones, ritmos y melodías que van a adoptar
cuando alguien los lea. De este modo, el escritor aspira a reproducir un efecto
en la producción en el momento de la escritura que es el que supone tendrá en
quien lo lea en el futuro. Por ese mismo motivo algunos los leen en voz alta.
Y, por supuesto, los dan a leer a otros u otras para percibir ese primer efecto
en otras personas no necesariamente amigas. Esos lectores o lectoras en quienes
confían porque serán críticos, serán impiadosos, de modo más fehaciente para
elaborar un juicio acerca de sus libros. Algunos saben escuchar las opiniones,
otros disienten y otros hasta pueden sentirse mortalmente ofendidos por un juicio
adverso.
De modo que diría en principio que lo que un lector de
cuentos, poemas, textos críticos o ensayos lee ha sido cuidadosamente meditado
previamente antes de que él o ella lo recorra con sus ojos y lo decodifique con
su mente para interpretarlo si ese escritor es lo suficientemente responsable.
Su lectura es la escritura previa cabalmente meditada. Previamente sometida a
una reflexión a fondo.
Leer un texto literario supone el acceso sin saberlo a
complejas operaciones previamente meditadas en profundidad tanto de escritura,
reescritura como de lectura crítica reiterada del propio material. Una revisión
y una corrección responsables no sé si garantizan la excelencia pero al menos
permiten que quien vaya a leer, se acerque a un material que ha sido sometido a
la prueba de una lectura comprensiva en el mejor de los casos sin concesiones.
Escribir es leerse críticamente antes de ser leídos por otros.
En este conjunto de operaciones consiste la escritura
para desde mi punto de vista en el caso de buenos escritores que además sean
responsables e idóneos. En esto consiste escribir un cuento, poema, crítica
literaria o ensayo. Y si bien en cada una de estas grandes tendencias así
llamadas géneros los escritores ponen en juego competencias, operaciones del orden
del pensamiento y plasman emociones distintas, el producto será también cada
vez distinto. Porque cada texto y cada obra suponen un desafío diferente. Y
suponen someterse a pruebas que jamás son las mismas. Es posible siempre obtener
conclusiones parciales pero jamás juicios universales. De modo que si bien
estas operaciones se repiten porque los escritores y escritoras escriben, lo
hacen según ciertas variantes y combinatorias según las cuales ellas pueden ser
hasta opuestas en un caso u otro. Porque cada texto dicta un dispositivo de
trabajo, una estrategia de trabajo, que no son nunca los mismos.
Escribir es pensar. En primer lugar, pensar lo que uno
está haciendo mientras escribe. Pero también escribir consiste en realizar determinadas
operaciones de una determinada manera. Y en verdad escribir consiste además de
imaginar una determinada historia, o poema, o crítica o ensayo, imaginar de qué
modo y por quiénes serán leídos. Escribir es leer en mi mente pero previendo lo
que el otro estará leyendo a su debido tiempo como lo que se supone será obra
concluida devenida libro u otro soporte o extensión. Y quién sabe en dónde
tendrá eso lugar.
Esto es escribir para mí. Es decir: pensar en un
lector imaginario. Pensar en un lector futuro. Que puedo y no puedo prever
quién es o quién será. En esa vacilación se juega el vértigo maravilloso de la
escritura. Y en la operación de cincelado de la corrección, a consciencia,
también se juega la otra gran ventaja de los creadores y creadoras que se saben
perfectibles.
Porque es en la corrección a fondo de un manuscrito,
si es posible en distintas fechas con distancia entre ellas, en la que se
vislumbra la voluntad más cierta de prever calculadoramente lo que el otro
leerá de nuestro manuscrito. Es ese preciso momento (y no otro) en el que
conviene poner el acento en los efectos que aspiramos a producir en un tercero,
para el caso, el lector, la lectora. Mediante la posibilidad previsora de
alumbrar aquellos aspectos en los que se quiere poner en énfasis, o bien
aquellos otros que se quieren disimular. El texto producirá un efecto. Cuanto
más certero sea, mejores escritores habremos sido. Y ese efecto puede o bien
reforzar un mecanismo de relojería narrativo, para que el distraído lector
caiga en nuestras redes gramaticales. O bien puede seducirlo más aún,
provocando en él o ella curiosidad, erotismo, atracción o una exigencia mayor
para que el mensaje literario en la economía de la comunicación sea de veras
una obra de jerarquía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario