lunes, 14 de abril de 2025

¿El fin de la literatura?

 

Adrián Ferrero

 

 


Habitualmente, quienes tienen la afición o bien son lectores profesionales (investigadores, docentes, escritores, estudiosos, traductores, periodistas, varones y mujeres), suelen hablar de la literatura refiriéndose a un cierto tipo de discurso social con algunos atributos que lo distinguen del resto. En su caso, la literatura se constituye en dos dimensiones. Por un lado, es un objeto de estudio, de difusión masiva su análisis, en fuente para los docentes para dictar sus clases y se convierte en una forma clara, a través de alguna clase de mediación, también una forma de ganarse la vida. En esta descripción somera de dicho discurso social, la idea de su fin es ser leído y analizado, una suerte de objeto de estudio que la literatura por su misma índole admite ser interpretada precisamente porque es polisemántica. En otros casos para ser traducida, para hacer de ella un nuevo texto a partir de una lengua fuente hasta una lengua meta. En un objeto de producción simbólica que permite democratizar, en este último caso la literatura, atravesando fronteras geográficas, semióticas, fundamentalmente entre idiomas. En este último caso, se trata de un discurso intervenido por un experto en una lengua que compromete un tipo de práctica cultural que completa un circuito que va de la escritura del autor y sus lecturas, de la lectura del traductor hasta finalmente quedar plasmada dicha lectura en una determinada versión. Esta lectura del traductor devenida luego texto introduce la posibilidad de un acceso a este texto que él ha descifrado para otro idioma. Este discurso es portador de una ideología tanto literaria como social. La traducción es una práctica social de un alto nivel de complejidad que propone la posibilidad de lograr una suerte de recreación de un idioma a otro. Se ven comprometidos en esta operación un sistema de referencias socioculturales que son y no son el texto traducido. El libro además de lanzar al mundo mensajes (o mensajes de un universo socio semiótico a otro) se encuentra frente a un conjunto de desafíos a resolver. Distancia o cercanía que un profesional deberá resolver. Esos mensajes bajo la forma de textos traducidos, tienen en la gente repercusiones o bien resonancias. Su trabajo es lento, tanto al momento de ser leído, descifrado, como al ser descifrar. Quiero decir: las traducciones les abren las puertas a los textos y permiten la posibilidad de también interpretar, una vez más, textos desde nuestro idioma luego de la manipulación de esos papeles por parte de un traductor.

La operación de la lectura de textos literarios en cualquiera de sus variantes debe ser persistente, debe ser paciente, en particular en textos que ofrecen dificultades o se plantean como erizados de complejidades a quien se aventura en sus páginas.

También en ocasiones, leer y escribir la literatura forma parte de tener acceso a un archivo público. Me refiero a bibliotecas o centros de cultura, museos, centros de investigación u otra forma de preservación esa herencia preciosa. Ese archivo permite la posibilidad de proseguir una investigación que había quedado en suspenso pero que un nuevo investigador está en condiciones de retomar incluso desde líneas de investigación novedosas. Así, en tanto que objeto material, consiste en un soporte de papel u digital que circula por el universo de los textos.

Los libros solían tener un precio más o menos estable, pero en épocas de crisis económicas, la compra de novedades vuelve onerosa porque los valores se disparan por el precio del papel o bien de circunstancias ligadas al dominio sobre los autores o textos, de mayor o menor valor. Los humanos acudimos, en los tiempos de bonanza, a las librerías: allí logramos adquirir los lanzamientos más resonantes y recientes de las editoriales. También vamos armando una biblioteca a lo largo de nuestras vidas. Ese material precioso cumple una función superlativa en lo relativo a nuestro trabajo o bien para nuestro placer de lectores profesionales que se amplifica al de lectores que experimentan un enorme placer al tener acceso a sus contenidos.

¿Qué sucede entonces con la literatura? Por un lado, hay un uso de ella que se vincula con la lectura gozosa, un pasatiempo, una forma de acercarse mediante sus imágenes plásticas, sus tramas, sus formas renovadoras o no tanto, su vértigo o su suspenso en algunos casos, de la mano de los distintos géneros que abordan una fábula que pertenece a dicho discurso (narrativo o poético, argumentativo o teatral). Hay en muchos de estos casos, una opción vocacional ligada estrechamente a una función laboral, pero sobre todo a una serie de trabajadores para quienes el libro está investido de un valor principal. Se lee no por placer solamente. Se lee para instruirse. Se lee para investigar. Se lee para tomar como punto de referencia aquellas lecturas que pueden resultar paradigmáticas para quien se desea ser: un autor o profesional culto. Antes o después de haber llegado al libro como autor, finalmente de cara al campo literario como objetivo, inclina su balanza hacia el universo de la producción de textos tanto clásicos antiguos, clásicos contemporáneos, junto con otros que siempre es importante que también formen parte de su biblioteca y de su sistema de lecturas. Los coleccionistas o atesoradores se proveen de viejas ediciones con buenas traducciones, buenas encuadernaciones a veces, o bien toda una gama de formatos que por momentos puede rozar lo extravagante. Este punto es clave, porque no todo lo que brilla en estos negocios, es oro. Hay libros buenos o muy buenos, hay obras maestras, hay obras agotadas que el librero de viejo o las bibliotecas rescatan. Pero también los best sellers andan sobrevolando el cielo de los libros amenazando con brindar formas literarias de mala calidad.

De modo que tenemos un discurso y una práctica sociales que perfectamente se acercan a producir aquello mismo que el mercado no suele ofrecer. El profano no es exactamente un productor de textos ni tampoco un experto, sino que tomará de ella aquello que le resulte más atractivo para el disfrute o en otros casos su instrucción. También puede ser de suma utilidad para la biblioteca de quienes trabajan con libros a nivel profesional.

Hay toda otra gama de personas cuya misión depende en grado sumo de este discurso social. Se trata de profesionales que se nutren diría yo, necesariamente de la literatura. Citemos un caso paradigmático: la crítica literaria. De no existir la literatura, un crítico literario no solo perdería su razón de ser. Dejaría de poder trabajar porque carecería de objeto de estudio sobre el cual formular sus hipótesis de trabajo para luego traducirlas a un texto analítico o de estudio. Los investigadores en el campo de las Letras, en la Universidad también se las verían en figurillas porque la ausencia de este discurso verbal, acarrearía por supuesto, una vez más, la pérdida de su fundamento, su condición de existencia. Los escritores se quedarían así sin un alimento precioso: aquel que les permitiría reflexionar acerca de su oficio, acceder y admirar poéticas de sus colegas de antaño tamizadas por la lupa inteligente de un estudioso. Otro tanto con los corpus del presente, que serían un objeto de estudio a la hora de ejercer la crítica de modo ejemplar. Ya no serían testigos de ese día a día que sigue creciendo, acrecentándose lanzado al mundo. La palpitante actualidad también resultaría importante en este caso. Porque las novedades bibliográficas son las que les permitirían a ellos como si fueran radares, apreciar en qué consisten las nuevas tendencias de un campo fundamental en el cual reflejar la producción reciente o remota. Funcionarían varias de estas profesiones como una forma de evaluar la producción literaria entre la de excelencia y la descartable. Separar el trigo de la cizaña.

Los investigadores, por otra parte, si no dispusieran de la capacidad de tener acceso a buenos libros, perderían la capacidad de desplegar toda una serie de aptitudes y saberes, marcos teóricos o recursos para su fundamentación de su trabajo crítico. Me refiero a aquellos oficios para profesionales que se plasman en tesis de grado o posgrado, en las ponencias de congresos, a su vez publicados en espacios específicos: en Actas de congresos, jornadas y simposios. Por otra parte, el material para sus clases, que además se apoyan en textos críticos de consulta para su alumnado (volveré sobre esto) debe estar disponible para que puede llevarse adelante una clase exitosamente.

En fin, la lista podría seguir, pero sí acentuaría que los investigadores perderían herramientas por su trabajo, su objeto de estudio y todo lo que hace de ellos los profesionales que son. Quedarían faltos de aquello que les permite tanto ganarse la vida como acrecentar el conocimiento en su especialidad y también disfrutar de un momento agradable con lecturas de las cuales tienen buenas o muy buenas referencias. Ellos leen para trabajar, pero también leen para disfrutar. No hagamos caso omiso del placer como variable que determina la motivación para las lecturas.

     El periodismo y los comunicadores sociales nuevamente en este caso, no podrían alimentarse de las tramas de una práctica para la que necesitan consultar, para afianzar sus conocimientos, aprender y también alimentarse, por un lado, para enriquecer sus recursos expresivos. Por el otro, para su formación en el área de su trabajo con el lenguaje, refiriéndome a en este caso a los periodistas gráficos. En otros casos, la literatura cumple para ellos una privilegiada función en la medida que necesitan estudiar, documentarse de sus contenidos. A diferencia de los investigadores, los críticos literarios y los profesores, los periodistas culturales ya no tendrían la posibilidad para cotejar fuentes, para hacer de la literatura un discurso que en muchos casos se caracteriza por un alto nivel de perfección y de densidad semántica.

Los docentes del campo de las Letras a nivel académico (parcialmente también la parte de la filosofía que se ocupa de una materia como estética) no solo no podrían realizar estudios literarios en los géneros de la academia. Se verían privados de dar clases de su objeto de estudio. La diversidad de la literatura, por otro lado, consiste en propuestas que abarcan una amplia variedad de contenidos y procedimientos para quienes lo hacen tanto como los estudiosos. Al ser tan amplia la oferta, cada libro pasa a conformar una diversidad que es natural les permita en toda esa gama de producciones, elegir las más afines a su trabajo de ese momento que aspiran a convertir en nota informativa o en nota de opinión, mediante un pensamiento crítico, orientadas a una producción escrita.

Tengamos en cuenta, tal como más arriba lo indiqué, que las novedades se lanzan al mercado y quienes deben escribir reseñas críticas verían fácilmente sacudirse un trabajo que languidecería hasta desaparecer. Recordemos las mediciones en torno del listado de los best sellers, en diarios, periódicos y revistas, de las cuales deben alimentar su propia escritura crítica con afán publicitario o de complejidad que puede o no tener alto valor estético.

Mencionaré a los docentes del campo de los estudios en Letras, académicos o docentes secundarios, quienes se encontrarían con la falta de una herramienta fundamental en sus clases. En esta práctica social de la docencia, el profesor actúa un guion parcialmente producto de la literatura en cuestión en toda su amplia gama de factores que hacen de ella una materia irremplazable. No podrían tomar como parte de los programas o participar de planes de estudio, de este componente clave. Sin literatura, no existe ninguna manifestación del arte de escribir, del cual está tan necesitado el alumnado y los mismos docentes.

Citaré a una profesión noble y necesaria en un campo literario: los talleres de escritura creativa. Se trata de espacios de educación por lo general no formal, que ejercen el magisterio con el objeto de que los asistentes adquieran herramientas, recursos, ejemplos, conocimientos, modos de lectura, autores secretos que no se han difundido masivamente, con el objeto de volcar en sus textos y en los del resto de los talleristas, una mirada crítica pero también con un objeto importante: detenerse en su valor constructivo. De modo que ocurre frente a la posibilidad de realizar textos innovadores, creativos, originales o, al menos, eso prometen los talleres o para eso han sido pensados. Esta parte de las prácticas sociales vinculadas a la literatura, responde por supuesto al arte de optimizar y perfeccionar la capacidad de producir textos día a día cada vez más exigentes. Toman de modo ejemplar algunos textos que han sido o bien de genio o bien fuertemente afianzados en el marco de la alta literatura, bajo la forma de los así llamados clásicos, pero indudablemente son fundamentales para un aprendizaje en el oficio de escribir en este presente histórico sin perder de vista el pasado literario.

Les propongo postular entonces en una suerte de distopía generalizada un posible fin de la literatura. Recordemos que buena parte de los temidos fantasmas del hambre, las guerras, la inseguridad, la desocupación, la violencia, la ausencia de educación pública, ellas sí, forman parte de nuestra vida cotidiana en la cual la literatura impacta sobre el universo social consagrado al consumo o la producción de obras de excelencia. Textos y contextos se contaminan los unos de los otros. El orden de lo real o empírico afecta al orden imaginario. Y a la inversa.

En este caso convendría preguntarse “¿Qué haríamos en un mundo sin libros, sin literatura, sin aprendizaje, sin un objeto tan preciado como nuestros amados volúmenes?”. Las respuestas no son tantas, pero sí afectarían a mucha gente que vería desvanecerse el alimento nutritivo más necesario por deleite o por trabajo.  

Hay novelas y cuentos, poesía, obras de teatro o guiones de cine, guiones de TV, que ya hace rato han planteado y realizado una hipótesis según la cual, en condiciones difíciles, los lectores deberían permanecer como custodios de bibliotecas que a su vez de otro serían incineradas. Los deberían retener en su memoria, evocando sus signos. Me refiero, claro está, a la novela Farenheit 451 de Ray Bradbury. Su título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel. Como se recordará, en esta notable novela los lectores son perseguidos por disponer de libros o bibliotecas inconvenientes para los gobernantes o para su sistema político o social de los gobernantes de esa civilización. Los lectores piensan. Y el pensamiento ha sido siempre una amenaza. Así comienza la persecución. Unidades de bomberos incendian los estantes de las bibliotecas, produciendo de ese modo un mundo despojado de saberes, de belleza desafiante, de hermosura, de sensibilidad. Producto de la gran quemazón, se pierde también la memoria de la especie: sus zonas más sensibles y sus zonas más despabiladas.

     ¿Qué hacer para velar por la literatura, por un lado y, por el otro, lograr que se sigan produciendo libros que sean críticos desde el punto de vista del disenso con un Estado persecutorio y censor? Diría en primer lugar que, desde el punto de vista de la producción de textos literarios, los creadores deben ser respetados en la dignidad de su trabajo, en su arte, no ser perseguidos por lo que escriben. Este punto debería funcionar como una divisa. Los creadores y estudiosos deben ser estimulados promoviendo una profesión que requiere de mucha preparación, de años de ejercicio, de oficio, si se trata de autores con formación que a su vez deciden seguir actualizándose de modo incesante. De este modo se garantiza una biblioteca que, guardada en el recipiente que es nada menos que la memoria humana, permite acudir a esa caja de herramientas a la hora de guardar aquello que de más valioso tiene la vida de su universo cultural. Hacen falta lectores. Hacen falta espacios en los cuales prepararse. Tiene que leerse y hablarse de libros en las escuelas, con los más chicos, de la importancia de leer y escribir, incentivándolos a producir sus propios textos en el contexto del aula y o bien domiciliario. También que cada escritor o cada persona que se toma en serio a la literatura, disponga de una biblioteca que ella misma, con asesoramiento en muchos casos, de una supervisión de la que hace acopio, la irá armando lentamente. En otros casos, lo hará en la medida en que un autor le resulte sumamente talentoso, fluido a la hora de leer y se vuelva su seguidor. El placer del texto, diría Roland Barthes, se sigue depositando en ciertas obras que resultan destacadas por esta empatía con algunos creadores.

Para que la literatura siga creciendo hacen falta ganas de leer, pero también de producir. Es cierto que este último punto no reviste un problema, porque hace tantos siglos que se escribe que lo que sobra son obras y autores, incluso anónimos.

¿Todos los libros son iguales? Esta pregunta retórica pretende poner el acento en que hay libros endebles en su escritura, flojos, hechos sin corazón y sin talento. Pero hay otra clase de libros, esa que vale la pena, que lo pone todo en cuestión, producto del pensamiento crítico, la capacidad de abstracción, la renovación, la innovación. Estos libros son difíciles de leer, pero también producen un impacto difícilmente olvidable. Por lo tanto, se debe saber de qué estamos hablando de literatura, arte, crítica, teoría, autores, lectores. Frente a la catarata de dudosa calidad que circula por la Internet, caótica y sin referencia alguna para discernir qué textos son valiosos y cuáles no, en una mezcla que no contempla ningún ordenamiento más o menos claro, no se es capaz de distinguir para muchos de lo que es bueno de lo que es chatarra. Es por eso primordial que el sistema educativo oriente a los niños y niñas durante todos los trayectos formativos hasta alcanzar su juventud para que puedan distinguir entre un mal texto de otro que no lo es.

En ese contexto de caos, el criterio para elegir resulta crucial. Entrenar a una persona para que sepa distinguir entre un buen libro de otro que no lo es, resulta crucial.

¿Se lee menos? ¿se escribe menos? ¿se difunde y divulga menos la buena literatura? El mercado está saturado de atracciones baratas o bien de propuestas tan frágiles como estéticamente infelices por su falta de pericia e inspiración. Las obras de arte se pierden en un laberinto mediático o digital. Mediante la golosina de su atractivo simplismo, todos acceden a ella y muchos se extravían en el mapa del mercado. Por otro lado, hay escritores con oficio pero que no producen buena literatura. Simplemente se trata de producciones literarias cumplidoras que están correctamente escritas pero que no destacan por un alto valor estético. Pero también con ese oficio escriben sagas y continuaciones de series de libros (dípticos, trípticos, tetralogías, sagas), las cuales fagocitan al crédulo lector, confundido por autores de los que mucho se habla, pero poco valiosos son.

No sabría decir qué solución hay para revertir esta tendencia de un libro en crisis suplantado por las fotocopias y también por las copias piratas cibernéticas que circulan por la Internet en ocasiones en pésimas traducciones. Porque también los libros de estudio de otras disciplinas acuden a resúmenes o publicaciones de la Internet que a su juicio prometen en su fugacidad prescindir de la cultura del libro. Ya no se trata ahora de la era de la fotocopia, sino de la era del fin de la cultura letrada, de la palabra escrita, de la lectura en la cual la capacidad de crear o de enseñar y aprender ya no cuentan de modo claro.

Desconozco las repercusiones sociales de esta desaparición o de esta disolución del arte verdadero y la chatarra que pretende pasar por artística cuando en verdad, por más que la embellezca con su cosmética el mercado o la endulce hasta volverla empalagosa, jamás logrará cautivar ni ser buena cultura artística.

Pocos entendidos son partidarios de establecer con una decisión firme la posibilidad de intervenir en la esfera pública con afán de un reconocimiento de autores meritorios de otros cuyos antecedentes consisten en la cantidad de libros que han publicado o bien lo poco difundido que está su libro. No le podemos exigir al sistema escolar, por más que sea larga su duración en la vida de un humano (en el caso de estar escolarizado), que cubra todas las variables de un intercambio entre buenos y malos textos. Puede alertarlos, puede hacer que lean buenas producciones creativas. Puede lograr una buena capacidad para interpretar. No es poco.

Estamos hablando de una sociedad que por lo general tiende a un pensamiento concreto y a una vida pragmática más que al pensamiento abstracto con el objeto de descifrar libros o trabajos elaborados o bien de disfrute pero de buena calidad.

Creo que leer por estos días de modo sistemático importa la responsabilidad de democratizar lo que sabemos (no solo los entendidos) para de ese modo encontrarnos con un campo social más ilustrado. Si maestros, profesores, universidades, docentes, bibliotecarios, comienzan a, bajo la forma de un sistema, difundir la cultura del libro, harán mucho y muy bien para restituir a la literatura y la escritura su merecida dignidad. 

Estás frente a los estantes de una nutrida biblioteca ¿Por dónde empezar, entonces? Ustedes eligen.    

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