Stefania Mosca
Ya muchos milenios antes (¿Cuántos?),
los monos decidieron acerca de su destino
oponiéndose a la tentación de ser hombres.
J.J. Arreola, Bestiario
Hablar bien de los animales es, además de un lugar común del hastío, una forma de acertar con el pensamiento. Más efectivo que la política y los planes de reactivación económica, resulta el tenedor de las garras de un león —cualquiera, el más degenerado— o la zambullida exacta de los alcatraces y su fervor por los crepúsculos. Los animales aúllan, comen, rugen, se estiran, braman o quiebran su océano sin hacerse preguntas, satisfechos, los ampara el anonimato y el destino. Entienden, desde un principio, su lugar en el paisaje, el preciso arco de sus armas, su momento en la derrota y en la muerte. Y cuando el hombre los toma como figuras de su reflexión, cumplen perfectamente, humildes, la función de espejo y reflejo que el lenguaje les impone.
Nada deja de existir si no lo contemplamos.
Pero todo empieza a existir vagamente si lo forzamos en la región del lenguaje.
Allí (es decir, aquí), nada puede dejar de ser reflejo de la boca que enuncia.
El hombre ha creado sus animales en el libro, en la historia, en la fábula,
pero por el arraigo de los rostros que lo habitan sólo podemos descubrir en
ellos, una y otra vez, la incertidumbre de los pequeños, de los extraviados. El
hombre es un dios menor, un rey deficiente. Un prescindible espectador.
Era evidente para el hombre anterior al
cristianismo y a las religiones morales, el carácter magnífico del animal. Cedo
la palabra al totemismo, a la zoolatría, a los carneros sagrados del dios
tebano Amón.
Los Bestiarios en general, desde el
Physiologus, pasando por Filipo de Thaun, o “El Libro de las Bestias"
(cuarta parte de la obra Félix o el libro de las maravillas), de Ramón Llull,
coinciden en que el hombre es un ser equívoco, “enmascarado”, frente al animal
que, unívoco, posee cualidades constantes (positivas o negativas) que le
adjudican un modo esencial de manifestación cósmica.
Calímaco nos ha legado —según Cirlot— un fragmento
alusivo a la edad de Saturno, cuando los animales hablaban. Una Edad de Oro
anterior al intelecto —hombre— en que las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin
estar sometidas al logos, poseían condiciones extraordinarias y sublimes.
La razón, más que una virtud, es un instrumento
que nos traduce insuficientemente. “La voz del animus es dura. Inflexible. Ella
da coherencia a la periferia de una esfera bullente. Traza líneas rectas,
perímetros. Líneas divisorias”.1 Pero lo que nos rodea, nos penetra.
Un hambre de pasto y ser vivo. Un diente, un águila. Una fiera urgida entre las
piernas, un atado de escualos ciegos y homicidas. Cada parte del cuerpo, del
mío: ellos. Cada pluma, cada destreza o aullido: yo misma.
Presurosos por descubrir esa antigua familiaridad,
los evocamos. El primer animal producido por el hombre es un dragón alado que
según Damascio se llamaba Cronos o Heracles y que Borges refiere en su Manual
de zoología fantástica. “Lo llamaron Cronos que no envejece y también Heracles.
Con él nació la Necesidad, que también se llama la Inevitable, y que se dilató
sobre el universo y tocó sus confines”.2 Los animales fabulosos ocupan
en el cosmos “un lugar intermedio entre los seres definidos y el mundo de lo
informe”.3 Ese dragón perdurable recrea el germen que nos ata al
cuerpo por el desvarío del alma. La necesidad de lo vivo es la exigencia eterna
de su condición latente. El Bestiario de Borges recoge al animal como ficción
en lo fantástico, los deseos inconclusos que lo llevan a regodearse y conjurar
la maravilla.
También en los cortos poemas, presentados en
forma de epigramas, de El bestiario o cortejo de Orfeo de Apollinaire, el
hombre termina obrando su animal alucinado: su Pegaso. “Mis duros sueños
formales serán tu cabalgar, mi destino al carro de oro, tu bello auriga será, /
que por tensas riendas, mantendrá con energía/ mis versos, el paradigma de toda
poesía”.
A Monterroso el animal le permite encarnar,
satíricamente, todas las miserias humanas. Como “La mosca que soñaba ser
águila”, el hombre anhela enfermizante las alturas, la alteridad, ser águila.
Pero le es propia la inmundicia y en su vuelo rasante se oye el parloteo de sus
alas danzarinas, o quieto, posado en su cadáver, como la mosca, balbucea lo
celeste.
El animal es un efectivo recurso, la alegoría
acertada que esconde los tics y anomalías propias del hombre que nunca dejará
de ver en lo otro un reflejo de sí mismo. Arreola insiste en descubrir al
animal como tal para lograr la incertidumbre del espejo que ha forjado de lo
humano.
El zoológico es una referencia necesaria. Las
focas nadan “libidinosas” en los estanques. Unos barrotes ponen en entredicho
las garras del león. Los visitantes serían capaces de verlo actuar como un
gusano y resollar saludablemente, complacidos de haberlo reducido a su patraña.
Pero se ilustran mal, señores. La indignidad es compartida. Soy un animal,
juego mi porvenir con seres como yo: enemigos idóneos. Padezco de otras
pasiones, éstas que me desbordan hasta convertirme en un mono astuto en una
poderosa y fastidiada ballena.
Notas
1 Hanny
Ossot, La voz del animus (inédito).
2 Jorge
Luis Borges, Manual de zoología fantástica, Breviarios, FCE.
3 Juan
Eduardo Ciriot, Diccionario de símbolos, Editorial Labor, BarcelonaEspaña:
1969, p. 78.
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