lunes, 16 de diciembre de 2024

De las bestias y los bestiarios

 

Stefania Mosca

 

Ya muchos milenios antes (¿Cuántos?),

los monos decidieron acerca de su destino

oponiéndose a la tentación de ser hombres.

J.J. Arreola, Bestiario



Hablar bien de los animales es, además de un lugar común del hastío, una forma de acertar con el pensamiento. Más efectivo que la política y los planes de reactivación económica, resulta el tenedor de las garras de un león —cualquiera, el más degenerado— o la zambullida exacta de los alcatraces y su fervor por los crepúsculos. Los animales aúllan, comen, rugen, se estiran, braman o quiebran su océano sin hacerse preguntas, satisfechos, los ampara el anonimato y el destino. Entienden, desde un principio, su lugar en el paisaje, el preciso arco de sus armas, su momento en la derrota y en la muerte. Y cuando el hombre los toma como figuras de su reflexión, cumplen perfectamente, humildes, la función de espejo y reflejo que el lenguaje les impone.

Nada deja de existir si no lo contemplamos. Pero todo empieza a existir vagamente si lo forzamos en la región del lenguaje. Allí (es decir, aquí), nada puede dejar de ser reflejo de la boca que enuncia. El hombre ha creado sus animales en el libro, en la historia, en la fábula, pero por el arraigo de los rostros que lo habitan sólo podemos descubrir en ellos, una y otra vez, la incertidumbre de los pequeños, de los extraviados. El hombre es un dios menor, un rey deficiente. Un prescindible espectador.

Era evidente para el hombre anterior al cristianismo y a las religiones morales, el carácter magnífico del animal. Cedo la palabra al totemismo, a la zoolatría, a los carneros sagrados del dios tebano Amón.

Los Bestiarios en general, desde el Physiologus, pasando por Filipo de Thaun, o “El Libro de las Bestias" (cuarta parte de la obra Félix o el libro de las maravillas), de Ramón Llull, coinciden en que el hombre es un ser equívoco, “enmascarado”, frente al animal que, unívoco, posee cualidades constantes (positivas o negativas) que le adjudican un modo esencial de manifestación cósmica.

Calímaco nos ha legado —según Cirlot— un fragmento alusivo a la edad de Saturno, cuando los animales hablaban. Una Edad de Oro anterior al intelecto —hombre— en que las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin estar sometidas al logos, poseían condiciones extraordinarias y sublimes.

La razón, más que una virtud, es un instrumento que nos traduce insuficientemente. “La voz del animus es dura. Inflexible. Ella da coherencia a la periferia de una esfera bullente. Traza líneas rectas, perímetros. Líneas divisorias”.1 Pero lo que nos rodea, nos penetra. Un hambre de pasto y ser vivo. Un diente, un águila. Una fiera urgida entre las piernas, un atado de escualos ciegos y homicidas. Cada parte del cuerpo, del mío: ellos. Cada pluma, cada destreza o aullido: yo misma.

Presurosos por descubrir esa antigua familiaridad, los evocamos. El primer animal producido por el hombre es un dragón alado que según Damascio se llamaba Cronos o Heracles y que Borges refiere en su Manual de zoología fantástica. “Lo llamaron Cronos que no envejece y también Heracles. Con él nació la Necesidad, que también se llama la Inevitable, y que se dilató sobre el universo y tocó sus confines”.2 Los animales fabulosos ocupan en el cosmos “un lugar intermedio entre los seres definidos y el mundo de lo informe”.3 Ese dragón perdurable recrea el germen que nos ata al cuerpo por el desvarío del alma. La necesidad de lo vivo es la exigencia eterna de su condición latente. El Bestiario de Borges recoge al animal como ficción en lo fantástico, los deseos inconclusos que lo llevan a regodearse y conjurar la maravilla.

También en los cortos poemas, presentados en forma de epigramas, de El bestiario o cortejo de Orfeo de Apollinaire, el hombre termina obrando su animal alucinado: su Pegaso. “Mis duros sueños formales serán tu cabalgar, mi destino al carro de oro, tu bello auriga será, / que por tensas riendas, mantendrá con energía/ mis versos, el paradigma de toda poesía”.

A Monterroso el animal le permite encarnar, satíricamente, todas las miserias humanas. Como “La mosca que soñaba ser águila”, el hombre anhela enfermizante las alturas, la alteridad, ser águila. Pero le es propia la inmundicia y en su vuelo rasante se oye el parloteo de sus alas danzarinas, o quieto, posado en su cadáver, como la mosca, balbucea lo celeste.

El animal es un efectivo recurso, la alegoría acertada que esconde los tics y anomalías propias del hombre que nunca dejará de ver en lo otro un reflejo de sí mismo. Arreola insiste en descubrir al animal como tal para lograr la incertidumbre del espejo que ha forjado de lo humano.

El zoológico es una referencia necesaria. Las focas nadan “libidinosas” en los estanques. Unos barrotes ponen en entredicho las garras del león. Los visitantes serían capaces de verlo actuar como un gusano y resollar saludablemente, complacidos de haberlo reducido a su patraña. Pero se ilustran mal, señores. La indignidad es compartida. Soy un animal, juego mi porvenir con seres como yo: enemigos idóneos. Padezco de otras pasiones, éstas que me desbordan hasta convertirme en un mono astuto en una poderosa y fastidiada ballena.

 

Notas

1  Hanny Ossot, La voz del animus (inédito).

2  Jorge Luis Borges, Manual de zoología fantástica, Breviarios, FCE.

3  Juan Eduardo Ciriot, Diccionario de símbolos, Editorial Labor, BarcelonaEspaña: 1969, p. 78.

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