Laura Antillano
Deseas
escribir esta carta desde un otoño pálido y frío, desde una ciudad desconocida,
con tranvía y subterráneo, con edificios ocres y un pasado histórico que parece
pesar sobre la espalda de la gente, como un baúl viejo con ropa del abuelo.
En
la memoria, como un álbum de fotos ves a papá,
gordo, pequeño, con bigote ralo, cuando discute mientras limpia sus
libros, se pone los anteojos en la punta de la nariz mirándome por encima,
porque los usa para leer y escribir y si le hablas, sube la cabeza y te mira,
como si los anteojos se quedaran inútiles puestos allí, justo encima de su
nariz.
Él
sabe bailar y canta a gritos y tiene una risa muy sabrosa. Cuando se afeita
pone mucha espuma en la brochita y lo hace con un gesto cuidadoso, poquito a
poco, y canta un poco si no anda apurado. Piensas en esto y entonces recuerdas,
página a página, el álbum de fotografías y el gato pequeño de felpa que dormía
sobre la cama cerca del piso.
Y
con tu frío de manos en el bolsillo y mejillas rojas, mientras compras
estampillas o te preparas para la jornada de trabajo de hoy, sabes que quieres
reconstruir palmo a palmo una tarde y otra, y meterte en el uniforme de la
escuela de los nueve años y tener el bulto grandísimo que arrastrabas por demasiado peso.
Sabes que algo cambió en todas las cosas,
porque ni siquiera tu sonrisa es ahora la misma de entonces; y te sientes como
si fueses un árbol y te estuvieran talando corteza a corteza, porque la
angustia viene de que no puedes hablarle, de que no te oye, y te viene la imagen de la fotografía en que
sonríe, con su abrigo tan grande sentado ante una fuente, y con su risa tan
fuerte reconoces cada rasgo de su boca, su nariz, sus manos pequeñas, y en ello
reconoces tu boca, tu nariz, tus manos pequeñas.
Porque para ti él sigue sentado en aquella mecedora como lo dibujaste una vez, hace años, dormido, con las mangas de su camisa enrollada hasta los codos y con esa expresión triste que viéndolo dormir descubriste latente.
Papá
siempre pareció entender que una tenía que crecer, y si se pone triste a veces
es porque todos los papás del mundo, de todas las generaciones, pasan por eso.
Tienes
un recuerdo de niña: llovía y papá nos
sacó cargadas de una tienda a mi hermana y a mí, y corrió hasta el carro, lo empegostamos todo de caramelo porque
estábamos comiendo chupetas; el agua
chorreaba y él hacia maromas para mantenernos a las dos alzadas hasta
ingresar a los asientos del auto, y estábamos orgullosas de que pudiera con
nosotras en esa hazaña insólita de
llevarnos juntas.
El
médico me puso a dieta para adelgazar cuando yo tenía nueve años, pero si
salíamos a pasear papá y yo, esa dieta se olvidaba, y comíamos helados grandísimos; creo que papá
entendía y confiaba en que yo iba a crecer
y adelgazaría, como ha pasado sin darnos cuenta.
Juntos
hacíamos excursiones a las librerías y me sugería: cuentos de Hans Christian
Andersen y los Hermanos Grimm, cuentos Orientales y Africanos, leyendas
indígenas, cuentos Escandinavos, yo gozaba con esas historias de castillos y
caballos, duendes y gnomos; personajes arriesgados que se la jugaban completo,
y paisajes naturales exóticos y lejanos. Luego fueron libros más largos:
Robinson Crusoe, Ivanhoe, Moby Dick, La Madre de Máximo Gorki, y era grato quedarse
en casa con ese librero, una que era tan tímida y costaba hablar y entrar en
tramas ajenas.
Una vez estábamos en el cine viendo Aladino y la lámpara maravillosa, yo tenía cuatro años y me asusté mucho por el genio que salía de la lámpara, le dije a papá que me cargara y mi hermano se puso muy bravo porque a los cuatro años no hay razón ya para esos sustos bobos.
Papá
fue el responsable de sacarnos los dientes de leche a todos. Si uno tenía un
diente flojo y lo decía él contestaba:-ah, ¿si? Déjame verlo. Y ¡chas! Te lo
sacaba rapidito, pero no dolía nada.
Mi
padre tiene una cicatriz en la muñeca, que se produjo el mismo al golpear el
cristal de una ventana en un ataque de furia reprimido.
Mi padre lee a Walt Whitman en alta voz y
dice que el “Canto a mí mismo” es para todos nosotros y su voz cobra
entonces un resonar de tambores, y canta, y hace gestos, se ríe de sus propios
gestos y habla solo, como si planificara las conversaciones, y le gusta la
“Sinfonía del nuevo mundo”, y siempre quiso escribir libros que no escribió,
por esas cosas y muchas más sé que está aquí conmigo y en ninguna otra parte.
A él
le gusta que una haga cosas y madure, pero a veces no entiende cosas que una
hace y cree que no están bien pensadas, entonces se molesta y se pone triste y
una termina también por ponerse triste porque quisiera que todas las cosas
fueran entendidas por la humanidad completa.
Creo
que él siempre pareció saber que una tenía que crecer, y si se pone triste a
veces es porque todos los papás del mundo, de todas las generaciones, pasan por
eso cuando sus hijas crecen.
.Allá en el fondo,
papá entiende que él nos enseñó a pensar, a estar alegres o preocupados,
a tomar decisiones, y por eso tiene que tener fe en nosotros, que podemos
equivocarnos o no… pero de eso se trata esto de crecer y ser adulto alguna
vez….
Cuando
papá comprende eso, vuelve a ser el que se pone mucha espuma en la brochita de
afeitar y canta operetas siguiendo la música en sus discos preferidos y ríe con mis hermanas menores y se va a la playa, y lee cosas nuevas o va al cine y ve dos
películas en una sola tanda y… ¡es otra vez mi papá!
No hay comentarios:
Publicar un comentario