sábado, 19 de junio de 2021

Carta de un otoño lejano (En el día del padre)

 

Laura Antillano


Deseas escribir esta carta desde un otoño pálido y frío, desde una ciudad desconocida, con tranvía y subterráneo, con edificios ocres y un pasado histórico que parece pesar sobre la espalda de la gente, como un baúl viejo con ropa del abuelo.

En la memoria, como un álbum de fotos ves a papá,  gordo, pequeño, con bigote ralo, cuando discute mientras limpia sus libros, se pone los anteojos en la punta de la nariz mirándome por encima, porque los usa para leer y escribir y si le hablas, sube la cabeza y te mira, como si los anteojos se quedaran inútiles puestos allí, justo encima de su nariz.

Él sabe bailar y canta a gritos y tiene una risa muy sabrosa. Cuando se afeita pone mucha espuma en la brochita y lo hace con un gesto cuidadoso, poquito a poco, y canta un poco si no anda apurado. Piensas en esto y entonces recuerdas, página a página, el álbum de fotografías y el gato pequeño de felpa que dormía sobre la cama cerca del piso.

Y con tu frío de manos en el bolsillo y mejillas rojas, mientras compras estampillas o te preparas para la jornada de trabajo de hoy, sabes que quieres reconstruir palmo a palmo una tarde y otra, y meterte en el uniforme de la escuela de los nueve años y tener el bulto grandísimo que  arrastrabas por demasiado peso.

Sabes que algo cambió en todas las cosas, porque ni siquiera tu sonrisa es ahora la misma de entonces; y te sientes como si fueses un árbol y te estuvieran talando corteza a corteza, porque la angustia viene de que no puedes hablarle, de que no te oye,  y te viene la imagen de la fotografía en que sonríe, con su abrigo tan grande sentado ante una fuente, y con su risa tan fuerte reconoces cada rasgo de su boca, su nariz, sus manos pequeñas, y en ello reconoces tu boca, tu nariz, tus manos pequeñas.

Porque para ti él sigue sentado en aquella mecedora como lo dibujaste una vez, hace años, dormido, con las mangas de su camisa enrollada hasta los codos y con esa expresión triste que viéndolo dormir descubriste latente. 

Papá siempre pareció entender que una tenía que crecer, y si se pone triste a veces es porque todos los papás del mundo, de todas las generaciones, pasan por eso.

Tienes un recuerdo de niña: llovía y  papá nos sacó cargadas de una tienda a mi hermana y a mí, y corrió hasta el carro,  lo empegostamos todo de caramelo porque estábamos comiendo chupetas; el agua  chorreaba y él hacia maromas para mantenernos a las dos alzadas hasta ingresar a los asientos del auto, y estábamos orgullosas de que pudiera con nosotras en  esa hazaña insólita de llevarnos juntas.

El médico me puso a dieta para adelgazar cuando yo tenía nueve años, pero si salíamos a pasear papá y yo, esa dieta se olvidaba, y  comíamos helados grandísimos; creo que papá entendía y confiaba en que yo iba a crecer  y adelgazaría, como ha pasado sin darnos cuenta.

Juntos hacíamos excursiones a las librerías y me sugería: cuentos de Hans Christian Andersen y los Hermanos Grimm, cuentos Orientales y Africanos, leyendas indígenas, cuentos Escandinavos, yo gozaba con esas historias de castillos y caballos, duendes y gnomos; personajes arriesgados que se la jugaban completo, y paisajes naturales exóticos y lejanos. Luego fueron libros más largos: Robinson Crusoe, Ivanhoe, Moby Dick, La Madre de Máximo Gorki, y era grato quedarse en casa con ese librero, una que era tan tímida y costaba hablar y entrar en tramas ajenas.

Una vez estábamos en el cine viendo Aladino y la lámpara maravillosa, yo tenía cuatro años y me asusté mucho por el genio que salía de la lámpara, le dije a papá que me cargara y mi hermano se puso muy bravo porque a los cuatro años no hay razón ya para esos sustos bobos.

Papá fue el responsable de sacarnos los dientes de leche a todos. Si uno tenía un diente flojo y lo decía él contestaba:-ah, ¿si? Déjame verlo. Y ¡chas! Te lo sacaba rapidito, pero no dolía nada.

Mi padre tiene una cicatriz en la muñeca, que se produjo el mismo al golpear el cristal de una ventana en un ataque de furia reprimido.

 Mi padre lee a Walt Whitman  en alta voz y  dice que el “Canto a mí mismo” es para todos nosotros y su voz cobra entonces un resonar de tambores, y canta, y hace gestos, se ríe de sus propios gestos y habla solo, como si planificara las conversaciones, y le gusta la “Sinfonía del nuevo mundo”, y siempre quiso escribir libros que no escribió, por esas cosas y muchas más sé que está aquí conmigo y en ninguna otra parte.

A él le gusta que una haga cosas y madure, pero a veces no entiende cosas que una hace y cree que no están bien pensadas, entonces se molesta y se pone triste y una termina también por ponerse triste porque quisiera que todas las cosas fueran entendidas por la humanidad completa.

Creo que él siempre pareció saber que una tenía que crecer, y si se pone triste a veces es porque todos los papás del mundo, de todas las generaciones, pasan por eso cuando sus hijas crecen.

.Allá  en el fondo,  papá entiende que él nos enseñó a pensar, a estar alegres o preocupados, a tomar decisiones, y por eso tiene que tener fe en nosotros, que podemos equivocarnos o no… pero de eso se trata esto de crecer y ser adulto alguna vez….

Cuando papá comprende eso, vuelve a ser el que se pone mucha espuma en la brochita de afeitar y canta operetas siguiendo la música en sus discos preferidos y  ríe con mis hermanas menores  y se va a la playa,  y lee cosas nuevas o va al cine y ve dos películas en una sola tanda y… ¡es otra vez mi papá!

 



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