Leandro
Arellano
Además de divertida, una historia universal del adjetivo sería muy
provechosa: rastrear su formación y desarrollo en distintas lenguas
y conocer su representación en distintos signos y caracteres, a
sabiendas de que se halla entre los vocablos prescindibles o
relativos. En toda lengua “mesa” representa y significa mesa,
pero si decimos que es barroca o infame, hollamos un terreno menos
firme. Ocurre que la definición del adjetivo comienza a partir de su
relación con el sustantivo; su existencia es intangible sin este.
Mediante la lengua creamos el universo y sus realidades. Es ella el
vehículo por el que nos representamos el mundo. La palabra ejerce y
facilita las funciones del espíritu. Previamente al señalamiento de
sus características, nuestros antepasados bautizaron los objetos,
crearon las palabras con que se expresan los estados y acciones de
los seres. Desde los orígenes, el sustantivo precede al adjetivo. El
mar fue mar antes de ser, en adición, pacífico o aborrascado,
renegado o fidelísimo.
Sustantivos y verbos son las palabras esenciales. Todo hablante se da
a entender con ellas. En la vieja serie de Tarzán, el personaje
selvático se comunicaba con Jane, su pareja, a base de sustantivos y
de verbos en infinitivo, igual que lo hacen las personas cuando
farfullan una lengua ajena, o los bebés en su balbuceo. Traspuestos
esos linderos se ingresa a provincias más complejas. Así como se
introducen nuevos vocablos a una lengua por ornamentos o por
necesidad, así se fueron creando los adjetivos, para indicar que una
cosa era suave o áspera, ilimitada o finita. El adjetivo es un
adorno y los adornos acreditan cualidades.
Toda filología, se sabe, es filosofía. Los humanos tenemos
necesidad de la palabra para aprender a pensar. El adjetivo refuerza
o envilece, ensombrece o ilumina, colorea. Muestra el carácter de
toda persona en la vida diaria y en el orden de la literatura define
el estilo de un escritor. Por ello se insiste en que no hay un
estilo, sino estilos. En literatura, el estilo no es una cualidad
aislada de lo escrito, es lo escrito mismo, un como reflejo del
temperamento en las palabras, principalmente en las más abstractas,
en las ornamentales.
Uno de los motivos más recurrentes en la poesía de todos los
tiempos y lugares es la muerte. Cualquier cantidad de adjetivos la
han acompañado en todas las lenguas. Una de las primeras y mayores
referencias de la literatura universal es la que hace Horacio en la
Oda a Sestio cuando por sobre otras cualidades, estaca su
palidez: “Bate la muerte pálida...”. Pálida, una condición
aplicable, en su primera acepción, a la gente que no tiene el color
d las personas sanas.
La influencia del poeta latino ha sido enorme a través e los siglos
y continentes. No es improbable que incluso una de las mayores rolas
clásicas del rock - la más escuchada en el orbe a decir de
encuestas recientes - , una pálida sombra (o Cada vez más
pálida, como mejor la presenta
con subtítulo una estación de radio capitalina) de Procol Harum,
halle su fuente o posea referencias en la propiedad del poeta romano
a juzgar, también, por el nombre del grupo.
En Fray Luis – su heredero mayor
en nuestra lengua quizás – las resonancias del poeta romano son
trasparentes. Artista de los
mismos vuelos que el latino, nuestro santo varón echa mano en su
obra de algunos de los más exquisitos epítetos: “El aire se
serena/ y viste de hermosura y luz no usada...” Luz no usada:
expresión hermosa que convida a la quietud y
a la tranquilidad. Evoca armonía, pureza y claridad, cualidades que
se unen al reposo y a la placidez que junta Fray Luis, cuando apunta
la serenidad del aire.
Pies imposibles, ala eucarística,
casto abanico, selva suntuosa, cívico decoro son algunos adjetivos q
que recurre Darío. “Imposible”,
es un adjetivo de uso cotidiano, pero junto a “pies” abre un
horizonte innovador y adquiere una significación multicolor. “Cívico
decoro”, parece más bien la unión de dos adjetivos, pues el
decoro conlleva su fuerte dosis de ambigüedad, de abstracción.
Además de la armonía verbal, hay una melodía ideal en cada verso,
escribió Darío, quien a ratos crea metáforas en las que combina
unos y otros para subrayar sus intenciones si no lo colman los
adjetivos a secas: la “campaña florida” o los “dos cisnes de
negros cuellos”.
Un siglo después de escrito, el
“melómano alfiler sin fe
de erratas” sigue cautivando a los lectores. López Velarde engarzó
algunos de los más inesperados adjetivos a la poesía de lengua
española. Creó una abundante cantidad de atributos, curiosos la
mayoría, enigmáticos muchos y crípticos varios: tarde inválida,
aromática vecindad, ojos taumaturgos, liviano chacal, perímetro
jovial, esbeltas falanges… Con esas significaciones López Velarde
no solo crea una visión
insospechada de la naturaleza de las cosas, sino que abre también a
los lectores las puertas a imágenes inesperadas.
La
lengua revela de manera directa y específica el espíritu de los
pueblos, es la imagen ideal de ese espíritu. Los poetas actuales –
escribió Borges en El tamaño de mi esperanza – hacen
del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un
descanso, una clase de énfasis. Por su parte, las leyes del gusto
humano tienen tanta fuerza y multiplicidad como las creencias. Cada
uno en sus adjetivos. Existe el que exagera, otro que blasfema,
alguno que empalaga, así como quien o alegra, entusiasma,
tranquiliza y quien se inmola.
Lo verdaderamente bello es lo
superfluo, lo que no tiene un designio natural en sí. De ahí que el
adjetivo pertenezca al mundo del
espíritu. Al ornar el lenguaje, enriquece el entendimiento y aligera
los afanes cotidianos. Todo lo que el arte perfecciona toma principio
de la naturaleza. Si la palabra dice y quiere decir, con mayor razón
el adjetivo.
El adjetivo, entonces, no es solo un
ente abstracto y ornamental, y signo de civilidad por lo tanto. Es,
también, vehículo de identidad. Con claridad escribe quien concibe
o imagina claro, con vigor quien con vigor piensa: la lengua es un
reflejo del pensamiento. Adam Zagajewsky, quien padeció la dictadura
comunista de su país, sostiene que los sustantivos y los verbos son
suficientes para soldados y tiranos; en tanto que el adjetivo es el
garante de la individualidad de las personas y de las cosas.
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