Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
Laura Forchetti nació el 18 de septiembre de 1964 en la ciudad de Coronel
Dorrego, provincia de Buenos Aires, República Argentina, donde todavía reside,
alternando con largas temporadas en la ciudad de Monte Hermoso, en la misma
provincia. Es Profesora Especializada en Educación Especial y Profesora
Especializada en Estimulación Temprana por el Instituto Superior Nº 9 de la ciudad de
La Plata. Publicó los poemarios “Cerca de la
acacia” (Editorial Vox, 2007), “Un
objeto pequeño” (en colaboración con la artista plástica Graciela San
Román, Vacasagrada Ediciones, Bahía Blanca, 2010), “Cartas a la mosca” (Ediciones
El Suri Porfiado, Buenos Aires, 2010), “Temprano
en el aire” (Vacasagrada Ediciones, 2012), “Donde nace la noche” (VII Premio de Poesía Infantil Ciudad de
Orihuela, Editorial Kalandraka, Pontevedra, España, 2015) y “Libro de horas” (Primer Premio en
Poesía del Fondo Nacional de las Artes 2016, Editorial Bajo la Luna, Buenos
Aires, 2017).
Fue por teléfono que me explicaste lo concerniente a tu
versión libre, lúdica e inédita del poema de Pier Paolo Pasolini: “Who is Me?”,
y entonces yo te invité a que incluyéramos ese texto de septiembre de 2011 al
principio de nuestra conversación. ¿Quién sos vos, Laura?
Soy una
Soy una
que nació en un pueblo de la llanura
pampeana en 1964.
Tengo por consiguiente cuarenta y
siete años llevados
(hace un rato me miraba al espejo
y veía las manchas lívidas alrededor
de mi ojos);
mi padre murió en el 2000, mi madre
está viva.
Ya no lloro cada vez que lo recuerdo,
pienso en sus manos femeninas
con olor a madera, naranjas.
Él había llegado de Italia en el ‘49.
Venía de un pueblo alargado como una
serpiente
sobre los Apeninos centrales:
Casalanguida;
pude ver, después, sus campanarios.
(Esta mañana me despertó el reloj de
la torre de la iglesia
con su campana de las cinco y media
y pensé por primera vez en eso.)
En cuanto a la poesía, empecé a los
nueve años:
pero no era precoz, sino quieta y
tranquila.
Quería ser una poeta de nueve años,
como las poetas ahogadas en el mar.
Ahora, en este pueblo en silencio,
donde la lluvia muere lentamente
y la tierra demora sus dones,
en diciembre las segadoras deshuesan
el cielo
—ya no alimentan gaviotas
ni nacen hierbas sin nombre,
amargas y llenas de lo que se llama
vida—
en otoño las abejas arden los
girasoles
por el aire interminable y ausente.
Ahora, en este pueblo, todavía escribo
cuadernos y libretas que se olvidan.
La cosa más importante de mi vida ha
sido la escritura,
hecha posible por lo indispensable: mi
madre, mi padre,
mi hermana, Alejandro, los hijos, la
compañía,
tantas mujeres, gente acercando su
alimento.
En el 2008, en este lugar donde mi
país
es de tal manera él mismo que no queda
posibilidad para las metáforas de la
nacionalidad,
lleno de agricultores y pequeños
comerciantes,
gente educada y prejuiciosa, poca
fantasía,
en este pueblo publiqué mi primer
libro de poemas
con el título impreciso de “cerca de la acacia”
(hay un dibujo con flores en la tapa,
la luz de una sombra),
el árbol de la seda que me recibió
en la casa donde vivo, atravesada por
el día
que recorre una a una cada habitación
de este a oeste, hasta dejar la cruz
del sur
colgada sobre las plantas perdidas del
patio.
No escribí esos versos en dialecto
como Pasolini,
pero puse dos o tres palabras en
italiano,
el idioma que mi padre conservó en su
lengua,
como una articulación demorada, para
siempre.
El libro estaba dedicado a él aunque
no lo leyó.
Le hubiera dado inmenso placer,
éramos grandes amigos, sin saberlo ni
admitirlo;
nuestra amistad también formaba parte
del destino,
estaba más allá de nosotros.
Lo veo ahora que ocupo sus años
o cuando converso con la gente por la
calle.
La vergüenza y el miedo eran hacia mi
madre.
Aquel librito dedicado a mi padre
hablaba de nosotras;
lo que había visto los días de la
muerte, la tristeza
en el cansancio del cuerpo y el
terror,
mientras llevaba mi segundo hijo y le
hablaba
en un parque con escaleras y figuras
clásicas;
la sopa de las tías como en la
infancia
y el olor de la ciudad que no era
nuestra.
Le dije: Leelo si querés, no llores; o
si no, dejá,
no importa, no te enojes que puse todo
ahí,
no sabía qué hacer con estas cosas.
Pero ella lo leyó y me llamó por
teléfono
para decirme que estaba bien.
Dijo que los poemas eran los paisajes
en
que vivimos, que podía detenerse ahí
para pensar, como a la puerta de una
siesta
amarilla y pegajosa de polvo y moscas,
flores
de paraíso que adormecen y consuelan.
Ahora son mis palabras, no las de
ella, que recuerdan.
En el libro no hablaba de mis años
fuera del pueblo
del que huí en el ‘88, ‘89 sin querer
volver,
aunque sólo pude hacerme poeta aquí,
en este sitio
en que los dramas son el alimento del
viento,
corriente que pone un dedo sobre la
boca y pide silencio.
Me dictaron algo donde estuve haciendo
no sé qué cosas,
pero recién lo supe de regreso a la
vereda
de los árboles aserrados en invierno,
implorantes
como viejos que han abandonado a su
locura.
Aquí supe que tenía que escribir y
compré cuadernos
azules; hay ocho o nueve cuadernos
azules guardados
en mi biblioteca, en ellos aprendí a
escribir mis poemas.
Tenía treinta y seis años y empezaba
de nuevo.
Todavía estoy en eso.
¿Tu primera lengua fue el italiano?
Sí, cuando tenía seis
meses mi familia se trasladó a Italia y allí permanecimos por dos años. Mi
padre era italiano, carpintero; mi madre, costurera, hija de español y tengo
una hermana mayor, Perla, profesora de Literatura. En Italia, rodeada de tías y
tíos, con la Nonna Domenica, aprendí a caminar, a hablar, a comer sola, a jugar
con muñecas. De regreso en Argentina, en Coronel Dorrego, cursé el jardín de
infantes y la escuela primaria. Hice la secundaria en el Colegio San José, con
orientación docente y obtuve mi título de Maestra Normal Superior.
Residiste un tiempo en la ciudad de Bahía Blanca.
Entre 1989 y
1994. Allí conocí a quien es mi compañero desde hace más de veinticinco años,
Alejandro Lemus, y con quien tenemos dos hijos, Pablo y Vittorio. En Bahía
concurrí a los talleres de Educación por el Arte en La Casa del Sol Albañil,
que coordinaba Mirta Colángelo, mi gran maestra en poesía. Antes, a partir de
la vuelta a la democracia en 1983, había pasado por otros talleres de expresión
artística. Esos talleres y en especial el contacto con Mirta Colángelo,
cambiaron el rumbo de mi actividad docente, ya que empecé a dedicarme a
coordinar talleres de lectura y escritura creativa en mi pueblo y en
diversas localidades de la zona y dejé mi actividad en la educación formal. Me especialicé en
animación a la lectura y la escritura y en literatura infantil y juvenil: a
través del juego, la experimentación, la reflexión: mi labor preferida y
primordial: crear historias, descubrir la magia de una palabra, su sonoridad,
reír con todo el cuerpo, emocionarse, imbuirse de la intimidad de ese contacto
único a través del arte, especialmente en
grupos con chicas y chicos.
¿Y Poesía en la Escuela?
Poesía en la Escuela es un
proyecto creado por las poetas Marisa Negri y Alejandra Correa con el objetivo
de que la poesía entre en las escuelas de todo el país, de la mano de poetas y
artistas, con propuestas de talleres, festivales, lecturas, intervenciones
públicas. Empecé a participar activamente de esta iniciativa colectiva e
independiente en 2012. En 2016 movilizó a más de sesenta escuelas de distintos
puntos de nuestro país, de todas las modalidades y niveles. Se logró
editar “Pie firme sobre cálido cielo”, una antología de poemas de
quienes participaron en los talleres a lo largo de los años, donde se incluyen
textos de chicas y chicos de Coronel Dorrego.
¿Algún otro encuentro potente y esencial?
El feminismo. En
2005, después de un taller de lectura de la novela de Julio Cortázar, “Rayuela”, con un grupo de amigas y mi
hermana creamos un programa radial: “Y que los platos los lave otro”. Programa
que se transformó en el primer espacio feminista en Dorrego, generando eventos
sociales y culturales diversos: ciclos de cine, conferencias, talleres,
presentaciones de libros, marchas, jornadas en la calle, muestras artísticas,
intervenciones. Y así nos fuimos conectando con grupos feministas de la región
y de todo el país, coordinando acciones conjuntas, difundiendo y concibiendo
eventos que concienticen sobre la necesidad del ejercicio pleno de los derechos
para las mujeres y la solución urgente al problema de la violencia de género.
El feminismo ha sido, además, un elemento de influencia ineludible en mi poesía
y es mi lugar de militancia.
Otras experiencias habrás tenido.
En 2001 inicié un
trabajo de clínica poética —meticuloso, exigente, respetuoso— con la poeta,
crítica y traductora Delfina Muschietti. Una década después me incorporé a un
taller virtual de poesía coordinado por la poeta Roberta Iannamico; lo
integramos escritoras y escritores provenientes de diferentes puntos del país y
de diversos campos profesionales y literarios, es una experiencia muy
enriquecedora, no sólo en relación al trabajo con la poesía, sino también, y
especialmente, desde lo humano. Otra influencia importante se produjo a partir
del encuentro con la artista plástica Graciela San Román, también dorreguense.
En 2003 me invitó a participar con mis textos en la muestra “Ando pidiendo
verte”, que se realizó inicialmente en Coronel Dorrego en memoria de cuatro
jóvenes del pueblo desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar. A
partir de ahí seguimos elaborando obras en torno a temas relacionados con
derechos humanos y género. En octubre de 2008 inauguramos, en la Biblioteca
Rivadavia de Bahía Blanca, la muestra “Un objeto pequeño”, homenaje a María
Salomón de Aiub, madre de Carlos, Ricardo y Marita Aiub, desaparecidos. La
muestra consta de una serie de poemas de mi autoría y una colección de cajitas
intervenidas por Graciela con hilos, bordados, objetos, elementos naturales. En
2010 se presentó el libro “Un objeto pequeño”, con mis poemas y
fotografías de las obras de Graciela. Libro y muestra anduvieron por La Plata,
Bahía Blanca, Viedma, Puerto Madryn, y en tu ciudad, en el Centro Cultural de
la Cooperación. Graciela es también la autora de las obras que aparecen en tapa
e interior de otros dos libros míos: “Temprano
en el aire” y el inédito “Pájaros o
reinas”. También trabajamos juntas, Rolando, en varias muestras
relacionadas con la violencia hacia las mujeres, expuestas en Coronel Dorrego,
Monte Hermoso y Bahía Blanca. Ahora estamos con el proyecto “Oración a la Madre
Sandía”, un juego en que Graciela creó la imagen de la Virgen de la Sandía, con
su altarcito portátil y yo escribí la oración, el rezo a la Bellísima Reina del
Verano. Este proyecto se fue convirtiendo en un libro, la Oración con sus nueve
imágenes, que deseamos poder publicar pronto.
Nombres de escritoras a las cuales citás en tus libros: Alfonsina,
Katherine, Sylvia, Marguerite, Idea, Clarice, Gabriela, Emily…
Esos nombres forman un
mapa de lectura. Leer sus libros ha sido una experiencia fundamental para mí,
no sólo como poeta, como mujer. Leerlas me ha ayudado a encontrarme conmigo
misma y con mis hermanas. Las admiro, las amo. Me gusta nombrarlas, que estén presentes
en mis poemas.
Difundir la obra de
escritoras se ha convertido, en los últimos años, en un objetivo central para
mí. Incluso en los talleres que doy, siempre trato de llevar sus textos, porque
todavía hay una gran desigualdad entre la difusión y valorización de la obra de
las mujeres y la de los varones. Por ejemplo, en las universidades o estudios
superiores, el porcentaje de obras de escritoras mujeres sigue siendo muy
minoritario, vergonzosamente minoritario.
— Oigamos a estos tres
escritores: Baldomero
Fernández Moreno (1886-1950): “Todo es
anécdota: anécdota intelectual, aérea, creacionista, o anécdota de pan y queso.
La poesía viene o no viene, después.” Roland Barthes (1915-1980): “Es escritor aquel para quien el lenguaje
crea un problema, que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su
belleza.” Luis Luchi (1921-2000):
“Cuando un poeta lee está determinando una cantidad de emociones con la
inflexión de la voz. A mí escuchar me da claves para sentir los poemas.” ¿De
cuales afirmaciones te sentís más próxima?
LF — De las tres: no son opuestas, son
complementarias.
Como
Baldomero, creo que el poema se alimenta de la anécdota, lo más pequeño de
nuestra vida, lo insignificante. El poema ayuda a mirar, a descubrir de qué
habla esa anécdota, qué nos dice, qué destello nos deja. La poesía caza esos
instantes y los vuelve —si tenemos suerte— verdad y belleza. Pero, como también
dice Baldomero, la poesía viene o no viene. El poema se hace o no. No sé si
esto es importante, lo necesario es percibir el destello del instante, ese otro
lado de lo que vemos, escuchamos, vivimos. El misterio. Si se hace poema, lo
celebramos. Pero la mayoría de la gente siente ese destello, aunque no lo
escriba.
Y
esto conecta con la cita de Barthes; quienes queremos llevar esos instantes al
poema, tenemos la inquietud de la escritura, somos esos que andamos forzando el
lenguaje, haciendo trampas al diccionario y a la gramática, sentimos la
profundidad de las palabras, ese otro mundo que encierran, no instrumental,
poético, inútil.
La
cita de Luchi nos deriva a otro lugar: la lectura en voz alta del poema, la voz
del poeta que lee. Escuchar el poema —especialmente en la voz de quien lo ha
escrito— es otro tipo de experiencia poética. El poema entra por el oído, nos
atrapa su música, su tono, la dicción, el arrastre de esa voz, el eco dentro de
nuestro cuerpo. Una experiencia muy diferente a leer el poema sobre el papel,
que es una experiencia visual e intelectual.
El
poema leído es un río en el que nos dejamos llevar, transportar a otra orilla,
una orilla desconocida, recién creada.
*
Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Coronel Dorrego y
Buenos Aires, distantes entre sí unos 630 kilómetros, Laura Forchetti y Rolando
Revagliatti, 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario