Fanuel Hanán Díaz
Fui
un lector precoz. Recuerdo que un día amanecí leyendo el periódico,
tendría como tres años. Mis padres no podían creer que realmente
yo sabía leer y probaron a ponerme el periódico al revés varias
veces, pero al final los convencí leyendo en voz alta varios
párrafos al azar.
En
realidad, aprendí a leer escuchando las clases improvisadas que mi
abuela le daba a mi hermana. Y también porque desde que tengo
memoria en mi casa siempre había libros y adultos lectores. Ese
mismo año, en Navidad, el Niño Jesús me trajo una pistola de luces
y un discreto paquete en papel kraft que tenía dos libros que
cambiaron mi vida para siempre. El primero de ellos era Peter Pan,
ilustrado, y el segundo una versión en cómic de La isla del tesoro
que me atrapó de una manera adictiva. Recuerdo que esos días
en las
noches cuando se suponía que debíamos estar durmiendo yo prendía
una linterna enorme y pesada, para continuar la historia del valiente
Jim de polizonte en un barco. A partir de ese momento se instaló en
mí la sensación de que al abrir las páginas comenzaba a recorrer
un mundo secreto donde sólo yo podía entrar, cubierto por la sábana
de mi cama, mientras al lado mis hermanos dormían. Mi necesidad de
aventuras germinó y creció con voracidad, como la planta de
habichuelas mágicas. Como vivíamos en el interior, aprovechaba cada
viaje que mi papá hacia a Caracas para pedirle un libro. Y quizás
dentro de las limitaciones del momento, fue una enorme suerte tener
un papá con intuición lectora, que puso en mis manos libros
maravillosos como Los piratas de Malasia y Los Tigres de Mompracen,
Las minas del rey Salomón, Los chicos de la calle Pal, La flecha
negra y El Robinson suizo, libros que recuerdo con devoción porque
poblaron mi infancia de imágenes exóticas y emociones fuertes.
Para
ese momento había descubierto el placer de la relectura, y aunque ya
sabía lo que iba a pasar podía leer el mismo libro varias veces y
sentirme atrapado con la misma intensidad. Poco a poco construí un
espacio personal y la capacidad para entrar fácilmente en mundos
paralelos, con los libros y en mi mente. Quizás, se puede decir que
me volví soñador, de esos niños que parecen retraídos, pero que
en realidad andan pensando en muchas cosas. Otro territorio que me
sedujo fue el de la no ficción, especialmente el mundo de los
animales marinos, las serpientes y los descubrimientos arqueológicos.
Incluso pensé que en algún momento iba a ser biólogo o arqueólogo.
Recuerdo una enciclopedia maravillosa de gran formato que se llamaba
Naturalia y que tenía dibujos científicos de animales muy extraños,
como peces del fondo marino y monos de Borneo... era una verdadera
delicia mirar esas imágenes y luego enterarse de las rarezas de cada
especie, de su nombre científico, de sus mecanismos de defensa.
Estoy
convencido de que la lectura es una experiencia vital. Leer nos
permite enriquecer el mundo interior de tal forma que puedes digerir
muchos eventos de la vida como oportunidades de crecimiento y no como
acontecimientos simples e insípidos. La lectura alimenta dimensiones
de complejidad y de belleza que están en todos los eventos, por
pequeños a insignificantes que parezcan.
La
poesía llegó un poco más tarde a mi vida, en plena adolescencia.
Poesía de amor y de dolor, Pablo Neruda, Aquiles Nazoa y César
Vallejo inclinaron mi vocación a la escritura de versos, en papeles
sueltos, en cuadernos. Fue una etapa melodramática, de esas de
amores imposibles, pero siempre como factor común desde el mundo
secreto que los libros me permitían construir, porque allí podía
desbocarme como un caballo en planea carrera. Creo que esa intensidad
fue lo que permitió sobrevivir a otras experiencias ingratas y
dolorosas, de pérdida y mucha soledad. En mi caso la poesía fue
como forma de sobrevivencia.
Otro
de los grandes descubrimientos en mi camino de lector fue la fantasía
épica, mejor dicho, El señor de los anillos, un libro realmente
profundo y mágico, con sus visiones élficas y sus seres
repugnantes. En algún momento leí que este libro estaba considerado
como el mejor del siglo XX, y estoy de acuerdo en que debe incluirse
entre los mejores de la literatura universal. Tolkien me regaló el
respeto por la verosimilitud, su mundo es tan consistente y sus
personajes son tan humanos, que permiten al lector asistir a la lucha
íntima que cada persona tiene con su sombra. Pero además a la
creación de un mundo secundario donde la imaginación se pierde en
el horizonte de la fantasía. A pesar del vuelo creativo es posible
reconocer una fuerza racional que sostiene este universo literario.
La
literatura infantil me encontró de frente, cuando ya había
terminado la universidad. No pensé que obras de tanto valor pudieran
haber sido escritas para la infancia, pues raramente en la literatura
que se estudiaba en la universidad se les abría un espacio a los
libros para niños. Haber trabajado en el Banco del Libro de
Venezuela me permitió conocer autores, especialmente del realismo
crítico, como Katherine Paterson, Mirjam Pressler, Klaus Kordon,
Peter Härtling, Susan Hinton... y poco a poco adentrarme en un
territorio que me abrió otras puertas a la ficción, y me llevó a
explorar los fascinantes libros álbum. Hoy en día tengo una enorme
deuda con la literatura infantil, porque me permitió la formación
como crítico, en primer lugar, y como escritor de libros para niños.
Uno
de los temas de investigación que he desarrollado en los últimos
años tiene que ver con la literariedad visual, cómo leer el
discurso de las imágenes. Y eso me lleva a reconocer que desde mis
lecturas tempranas las ilustraciones tuvieron un enorme impacto, como
un elemento seductor al principio y más adelante como un lenguaje
que también podía interpretar. Ahora como un discurso sobre el cual
hago análisis y más elaboradas construcciones. Así que el mundo
visual forma parte de mi relación con la lectura.
Durante
los últimos años, mi vocación se ha enfilado hacia los libros
extraños y perturbadores. Busco en estas lecturas otras emociones
que sobrepasan la aventura, los sentimientos afilados, las pugnas
psicológicas o la fantasía desbordada. Me gusta encontrar en estos
libros el sabor amargo, los secretos resortes que explican ciertas
actitudes y experiencias difíciles, la consistencia de un final poco
complaciente o la humanidad más genuina, sin tanto maquillaje.
Los
libros en distintos momentos de mi vida han sido fundamentales para
satisfacer mi enorme curiosidad y para sentirme bien conmigo mismo,
en situaciones en que un libro es la mejor y más segura compañía.
La
lectura me ha enseñado a hurgar y sentirme parte del mundo, me ha
permitido reconocer que todos somos muy diferentes y que eso es
fascinante. A veces me he preguntado por qué el ser humano necesita
leer, por qué esta incesante exploración. Una de las respuestas más
solventes la encontré hace años en un artículo de Wolfgang Iser
que explica por qué necesitamos la ficción: para llenar ese enorme
vacío de no saber qué hay antes de haber nacido y después de la
muerte.
En
todo caso, los buenos libros, los que uno ama y agradece que existan,
siempre dan respuestas a cosas que uno ni siquiera ha pensado y
calman esa angustia existencial de no saber qué hay más allá, en
parte porque ese espacio que no conocemos es un territorio infinito
que la ficción puede poblar.
Díaz,
Fanuel Hanán (2013). Un mundo secreto. Álabe 8
[www.revistaalabe.com]
No hay comentarios:
Publicar un comentario