Hay quienes imaginan el olvido
como un depósito desierto / una
cosecha de la nada y sin embargo
el olvido está lleno de memoria
Mario Benedetti.
José Gregorio González Márquez
La
memoria no es una simple caja de resonancia donde se depositan los
acontecimientos, acciones y saberes para rememorarlos ocasionalmente. Junto con
el olvido, la memoria acompaña al hombre por los caminos sinuosos de la vida.
Se apela al olvido para desdibujar las marcas que la existencia va imprimiendo
con el devenir del tiempo. Dolorosas o de difícil aceptación, se guardan en las
profundidades de la memoria; se olvidan por segundos o siglos completos; pero
resurgen por jugarretas del destino o intemperancias de la cotidianidad
humana en días largos, en noches donde
afloran los recuerdos y se encima la nostalgia.
La
infancia, espacio temporal para vivir la felicidad o la incertidumbre, puede
considerarse un estadio fascinante donde el niño interioriza su universo
particular bajo las marcas de vivencias que se convertirán en recuerdos cuando
crezca y se convierta en adulto. Entonces, deseará volver los pasos andados y
navegar por los infinitos ríos que la memoria le presenta como una película, que vertiginosa y audaz, le devuelve al
pasado: su casa, su escuela, sus amigos, su territorio de infancia.
Quien
escribe desde la nostalgia reflexiona con dolor y tristeza la lejanía de los
días perdidos; asume los momentos de infancia como inigualables y termina
considerándose un desterrado, un extranjero de sus propias vivencias. Samuel
Feijoo a propósito de su escritura poética dice: Tú, tenme en mí, toma mi
hoja de ayer y de hoy, y ve cómo me asomo alto o bajo o mediocre, hombre entero
o niño o viejo entero o niño o viejo entero, hacia ti, para dialogar como dos
sombras de pájaros, casualmente se cruzan sobre la rapidísima corriente del río
que se secará”. Pasado y presente, anuncios de tiempos imperecederos. Ronda
de nostalgia que se asimila en cada poema para denotar que la escritura cruza
los lugares con palabras que se transforman en vínculos entre la infancia y la
vejez.
La
memoria se ajusta a un discurso narrativo cuyas estructuras se construyen en el yo interno del individuo
y al ser contadas o relatadas llegan al colectivo para dejar testimonio de las
huellas que se han dejado en el camino de la vida. Se torna entonces en un
puente entre el recuerdo – feliz o infeliz – y la realidad momentánea.
Viaje en un barco de papel de
Beatriz Mendoza Sagarzazu es un libro extraordinario cuyo fundamento se mueve
entre la memoria y el olvido. El papel se convierte en la frágil nao
que usa la poeta como referente para establecer comunicación con las imágenes
que devienen del pasado, de su historia, de su infancia. Una nave que resiste
los embates de la nostalgia en su
búsqueda de puertos donde recalan los instantes vividos en la niñez. Vela al
viento, timonel que se adentra en el mar
familiar para indagar a dónde fueron los
recuerdos; quién se adueñó de las tardes lejanas; qué sucedió con la casa
materna o paterna. Poesía que alumbra los senderos para que la poeta se sumerja
en su comarca, en las distancias; para que escudriñe en su pasado las
vertientes del olvido y entonces se reencuentre con retazos de su existencia.
El
espejo refleja acaso la juventud perdida, los años que se fueron deshojando en
el camino, los cambios físicos que se suceden al paso de los días. Frente
al espejo, es un texto que
explora el continuo cambio que se da en el ser humano. Mirarse en él, implica
redimensionar la vida; observar la génesis del recuerdo. “Estoy frente a un
espejo, reclamada desde lejos. Me miro largamente, y trato de reconstruir mi
rostro de antes, cuando era niña. En vano. No puedo recordarme. Imposible fijar
en mis rasgos actuales los de ayer”. Una expresión que pareciera impersonal
pues existe un desdoblamiento de la niña-mujer que busca mirarse desde el
presente. Sin embargo, la relación del ego y el alter ego se conjugan como
identidades separadas por el paso del tiempo. “Me busco en el espejo. En
vano. Me he perdido. Quedé atrás en quién sabe qué gesto, en cuál palabra. ¿Me
encontraré alguna vez o volveré a perderme, definitivamente?” Resulta a
veces doloroso evocar los tiempos idos y no poder acercarse a ellos pues se han
difuminado hasta hacerse niebla, briznas que el olvido lleva lejos, inalcanzables
para la inmediatez.
La
poesía que guarda la memoria, que la evoca, llena los vacíos de la existencia
humana. Se busca en el espacio ancestral los hilos que conduzcan a los recuerdos.
Cerramos los ojos y retrocedemos al universo infantil. Vemos entonces la casa
con su jardín, con sus patios, con sus colores y sus habitantes hablando por
corredores y cuartos. Al trasluz de las horas vanas aparecen familia y amigos habitando los recodos de la melancolía. Así nos acechan los recuerdos tras las
puertas de pasado.
En
el poema El recuerdo, Beatriz
Mendoza Sagarzazu rememora la casa de la
infancia, la misma que el progreso indetenible se llevó. “Es como esas
cintas que reúnen cartas viejas de distintas procedencia con destino a una
misma emoción. O como uno de esos caminos que recorrimos ya una vez, y que ha
apostado centinelas al regreso. Los ojos del pasado. La mano de la nostalgia.
Todo eso puede ser. Pero me gusta pensarlo como una casa antigua, encalada, con
puertas y ventanas que acercan inmensos patios, pobladas de presencias
inasibles que salen a nuestro encuentro desde todos sus rincones. Quizás porque
así era la casa de mi infancia, la que quedó atrás, definitiva, abrazada para
siempre al recuerdo”. Es la casa que se fija al pensamiento; la que viene
amorosa con su calor de hogar para asaltarnos con sus imágenes. La misma donde
los juegos iniciáticos se confundieron con los sueños que poblaban la
imaginación de entonces. Una casa erigida para que perdurara más allá del paso
momentáneo de los segundos. Visón completa o fragmentada que parte de la
nostalgia y se arraiga en la conciencia primigenia del hombre. A decir de
Bachelard: “Toda gran imagen simple es reveladora de un estado del alma. La
casa, es más aun que el paisaje, un estado del alma”.
En
las antiguas casas, cuando las ciudades no alcanzaban las dimensiones actuales,
los espacios inundaban la mirada de sus habitantes. Entonces, los patios eran
sitios para jugar, para entretenerse, para disfrutar de la naturaleza. Las
sombras de sus árboles se constituían en testigos del universo lúdico que
revitalizaba el amor infantil. En el patio transcurren días de asombro por las
cosas sencillas de la vida; se estrechan los lazos amorosos que
indefectiblemente tallarán en el alma de la niña los momentos felices de la infancia.
Refiere
Beatriz Mendoza Sagarzazu en su poema El Patio: “Lo veo como antes, como si nunca hubiera dejado de existir, siempre
agitando sus brazos de tierra en una bienvenida cordial. Voy a su encuentro
tendidas mis manos blancas en un afán de estrechar las suyas, perdidas,
anheladas” Es el reencuentro diario
con la tierra, con la madre que permite el abrazo filial y que jamás la dejará,
la misma que le ofrenda trinitarias, limoneros, mangos o una pescua cuya fruta
endulza el recuerdo lejano de la infancia.
Aun en la distancia, la imagen de los frutos acecha la memoria
cotidiana. “Reclino mi nostalgia en el
mango que conserva en su corazón vegetal la herida de mis manos. Me detengo
junto al solitario mamón, ciudadela de los pájaros. Trato de alcanzar un
níspero maduro. Sumerjo entre jazmines mi cabello.”
Quizás
con solo cerrar los ojos el infinito
caudal de imágenes acorrala la visión del pretérito. Paso efímero que el tiempo
inclemente arrebata. Sucesión de cuadros que se desvanece cuando más deseos de
acercamiento tiene el adulto. “No
quisiera volver. ¡Quién alejará definitivamente la terraza de ladrillos –
pequeña y roja – que me abre las puertas del regreso!”
Ese
mismo patio de juegos, de asombros cambia en la noche. Cuando la oscuridad arropa
los extensos celajes del cielo, la tierra dormita y entonces todo territorio
pareciera negro, infinito y deshabitado. La poeta recuerda: “De noche, el patio crecía. Era hasta más
allá de sí mismo. Sus paredes y árboles, perseguidos de sombras, inventaban
caminos de fuga. (¿Qué se hacían las trinitarias? ¿Cuál era el escondite del
solitario mamón? ¿Adónde se retiraban el guayabo, el níspero, la pescua?" La visión de una niña de apenas diez años se
deja llevar por la imaginación. Miles de motivos que impresionan la mente chica
pero con una capacidad innegable de retener los esbozos primigenios de su
pasión poética. “Todo era negro,
silencioso, palpitante. El miedo atisbaba desde todas partes y salía al
encuentro de cualquier avance, embozado y grotesco. Llevé a su presencia invisible mis diez años
combatientes” -¡Ah! Me empujaron… (el viento) - ¡Ah! ¿Quién me tocó?… (Un
árbol) – Me devuelvo… No sigo. La voz me salió de la garganta, cantando. Sus
pasos tímidos al principio, audaces después, avanzaron conmigo por el patio.
Vencido el miedo retrocedía, se fugaba. Pero no me atrevía a regresar la voz”
Los
imaginarios de la infancia son múltiples, heterogéneos y departen sitios
privilegiados en la memoria colectiva. La evocación de los tiempos idos aleja
los días felices pero graba en lo profundo del alma, referentes que llevan al
adulto a reencontrarse con su pasado cada vez que identifique elementos
asociados a su infancia. Los juguetes pueden considerarse como los objetos más
cercanos a esta realidad pues establecen diálogos intergeneracionales que seducen
al adulto y lo trasladan a la infancia sin
grandes contratiempos. Por siglos, las muñecas
han compartido los momentos preferidos y dilectos de las niñas. Seres a
quienes se les atribuyen innumerables funciones; compañía y complicidad fundamentan
su estadía en los años de la infancia.
En
María Adelina y yo, Beatriz Mendoza Sagarzazu relata: “No quiero recordarte. Pero al volver, ¡Cómo no escuchar tus pasos, tan
eco de mis pasos! ¡Qué difícil no hallar tu pequeña figura, tan sombra de la
mía! Al cruzar la calle de mi infancia, tu voz me grita que no vaya a olvidarte
y un mundo de muñecas se levanta, y allí juntas nos movemos como entonces. ¡Y
juntas - ¡cuántas veces juntas! – sabemos de diciembres, de esperas, de
cuentos, de miedos que se callan, de cosas perdidas y lejanas!" Almas gemelas que comparten alegrías,
tristezas y esperanzas. Muñeca viva, María Adelina extensión filial de la niña
que le cuenta sus secretos. Remembranza dolorosa del olvido que en ocasiones
conduce a la negación de lo vivido en la infancia “No. No quiero recordarte. Algo se muere en
mí. Alguien llora. Porque hoy tú y yo sólo compartimos el recuerdo. ¡Y saber
que un día, juntas, fuimos puras simples y felices!"
El
hogar, los integrantes de la familia, las personas que a diario comparten el
espacio vital, esas mismas que con su amor protegen a los más pequeños se
convierten en referentes filiales que permanecerán en las honduras del alma y
serán rememorados con el paso de los años. La madre, el tío o la abuela
caracterizan las figuras que regirán los pasos por la tierna infancia. Para sus guías amorosos, dedica su cosmos
literario como ofrenda de agradecimiento y dedicación. Pero además, en estos
textos aparece un reclamo a la muerte misma que inclemente visita su casa para
arrebatar a los seres queridos y a los
que jamás olvidará.
En Tío Carlos refiere: “Pienso qué sería de la casa sin tu paso
lento y firme por sus sitios. Las cosas, los lugares, los rostros y los gestos
no serían los mismos. No podrían ser los mismos. El zaguán estaría mudo a
ciertas horas, una voz se callaría el Dios te guarde y unos ojos no vigilarían
la puerta”.
Advierte
la poeta niña los rigores de la ausencia, el dolor que puede abrigarse con la
desaparición de quien se ama. Cuánto silencio llegaría para quedarse, cuánta
agonía se sentiría con el vacío inesperado provocado por la desaparición de su
amado tío. “Es cierto que se perderían
cosas poco gratas: tus palabras enojadas, algún gesto adusto y frío… Pero faltarían
las meriendas a las cuatro, los zapatos nuevos y las cartas a los Reyes. Y mi
madre lloraría más a menudo vendiendo sus helechos.” “Habría sido más difícil
-¡Oh, sí, mucho más difícil! – seguir siendo niña. ¡Fue preciso que muriera!"
En
el poema La abuela en tres instantes, afianza
los lazos amorosos. Narra en tres cuadros su cercanía con la abuela y los
sentimientos que le embargan cuando ella se marcha. La muerte no da tregua; en
su tránsito le despoja de su amada nona. “Vengo
del patio inmenso, pequeña y desolada. Y cruzo la minúscula terraza de las trinitarias, con la seguridad de hallarte
en el sillón de ruedas donde reclinas tu inmovilidad. Allí estás. Y voy a ti, abuelita,
porque tu mirada basta para iluminarme toda.” “Tu presencia basta para
iluminarme el mundo” En el segundo momento del poema, Mendoza Sagarzazu
metaforiza la salida y muerte de la abuela. “Era
una tarde clara. La casa andaba revuelta, con pasos apresurados, voces, gesto.
Desde mi cuarto veía la luz entrando firme
por un postigo abierto, el azul suspendido y lejano.” “De pronto se la
llevaron. (Aún escucho los pasos sin regreso). ¡Y sentí – hoy todavía lo siento
– que la casa salía con ella!"
El tercer
momento está marcado por la nostalgia. El texto funciona como una carta, una
misiva que el tiempo y la distancia convierten en testimonio de días efímeros
donde la felicidad poblaba la casa de la infancia. “Abuelita: Todo quedó atrás. Ya todo tiene ese olor de cosa antigua,
guardada, que de pronto nos sorprende reclamando un puesto en la nostalgia.
Llamo a tu recuerdo. Y la casa de la infancia comienza a llenarse de sitios, y
los sitios se ven asaltados de rostros, y los rostros hablan, ríen, lloran, sueñan.”
“Puerta de la infancia, llave del candor: tu nombre es la palabra mágica para
regresar el viaje”.
Viaje en un barco de papel es
un libro amoroso, cercano a la infancia, con viso de diario personal. Su
escritura apunta a recrear desde la intimidad las vivencias que se quedaron en el camino,
las circunstancias fotografiadas por la memoria y que se registraron en un film
que puede echarse andar en cualquier instante. Vínculo indisoluble que además
puede ser contado, cantado y conocido por generaciones de niños y adultos pues su
autora lo compartió con la bondad de quien ofrece parte de su sentimientos como
muestra de amor y libertad.
Bibliografía
Bachelard, G. (2000). La
poética del espacio. Argentina: Fondo de Cultura Económica.
Benedetti, M. (2001). El
olvido está lleno de memoria. España: Visor.
Feijóo, S. (2005). Lo que escribe la mano sin mentira. Madrid: Signos.
Mendoza
Sagarzau, B. (1998). Viaje en un barco de
papel. Caracas: Ediciones Niebla.
Ponencia presentada en el 11º Encuentro con
la literatura infantil y el Cine, Valencia noviembre de 2016
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