sábado, 10 de diciembre de 2016

Memoria de la infancia: Viaje en un barco de papel

Hay quienes imaginan el olvido
como un depósito desierto / una
cosecha de la nada y sin embargo
el olvido está lleno de memoria
Mario Benedetti.

José Gregorio González Márquez

La memoria no es una simple caja de resonancia donde se depositan los acontecimientos, acciones y saberes para rememorarlos ocasionalmente. Junto con el olvido, la memoria acompaña al hombre por los caminos sinuosos de la vida. Se apela al olvido para desdibujar las marcas que la existencia va imprimiendo con el devenir del tiempo. Dolorosas o de difícil aceptación, se guardan en las profundidades de la memoria; se olvidan por segundos o siglos completos; pero resurgen por jugarretas del destino o intemperancias de la cotidianidad humana  en días largos, en noches donde afloran los recuerdos y se encima la nostalgia.


La infancia, espacio temporal para vivir la felicidad o la incertidumbre, puede considerarse un estadio fascinante donde el niño interioriza su universo particular bajo las marcas de vivencias que se convertirán en recuerdos cuando crezca y se convierta en adulto. Entonces, deseará volver los pasos andados y navegar por los infinitos ríos que la memoria le presenta como una película,  que vertiginosa y audaz, le devuelve al pasado: su casa, su escuela, sus amigos, su territorio de infancia.


Quien escribe desde la nostalgia reflexiona con dolor y tristeza la lejanía de los días perdidos; asume los momentos de infancia como inigualables y termina considerándose un desterrado, un extranjero de sus propias vivencias. Samuel Feijoo a propósito de su escritura poética dice: Tú, tenme en mí, toma mi hoja de ayer y de hoy, y ve cómo me asomo alto o bajo o mediocre, hombre entero o niño o viejo entero o niño o viejo entero, hacia ti, para dialogar como dos sombras de pájaros, casualmente se cruzan sobre la rapidísima corriente del río que se secará”. Pasado y presente, anuncios de tiempos imperecederos. Ronda de nostalgia que se asimila en cada poema para denotar que la escritura cruza los lugares con palabras que se transforman en vínculos entre la infancia y la vejez.   

La memoria se ajusta a un discurso narrativo cuyas estructuras  se construyen en el yo interno del individuo y al ser contadas o relatadas llegan al colectivo para dejar testimonio de las huellas que se han dejado en el camino de la vida. Se torna entonces en un puente entre el recuerdo – feliz o infeliz – y la realidad momentánea.
Viaje en un barco de papel de Beatriz Mendoza Sagarzazu es un libro extraordinario cuyo fundamento se mueve entre la memoria y el olvido. El papel se convierte en la  frágil  nao que usa la poeta como referente para establecer comunicación con las imágenes que devienen del pasado, de su historia, de su infancia. Una nave que resiste los embates de la nostalgia  en su búsqueda de puertos donde recalan los instantes vividos en la niñez. Vela al viento, timonel  que se adentra en el mar familiar para indagar  a dónde fueron los recuerdos; quién se adueñó de las tardes lejanas; qué sucedió con la casa materna o paterna. Poesía que alumbra los senderos para que la poeta se sumerja en su comarca, en las distancias; para que escudriñe en su pasado las vertientes del olvido y entonces se reencuentre con retazos de su existencia.  

El espejo refleja acaso la juventud perdida, los años que se fueron deshojando en el camino, los cambios físicos que se suceden al paso de los días. Frente al espejo,  es un texto que explora el continuo cambio que se da en el ser humano. Mirarse en él, implica redimensionar la vida; observar la génesis del recuerdo. “Estoy frente a un espejo, reclamada desde lejos. Me miro largamente, y trato de reconstruir mi rostro de antes, cuando era niña. En vano. No puedo recordarme. Imposible fijar en mis rasgos actuales los de ayer”. Una expresión que pareciera impersonal pues existe un desdoblamiento de la niña-mujer que busca mirarse desde el presente. Sin embargo, la relación del ego y el alter ego se conjugan como identidades separadas por el paso del tiempo. “Me busco en el espejo. En vano. Me he perdido. Quedé atrás en quién sabe qué gesto, en cuál palabra. ¿Me encontraré alguna vez o volveré a perderme, definitivamente?” Resulta a veces doloroso evocar los tiempos idos y no poder acercarse a ellos pues se han difuminado hasta hacerse niebla, briznas que el olvido lleva lejos, inalcanzables para la inmediatez.

La poesía que guarda la memoria, que la evoca, llena los vacíos de la existencia humana. Se busca en el espacio ancestral los hilos que conduzcan a los recuerdos. Cerramos los ojos y retrocedemos al universo infantil. Vemos entonces la casa con su jardín, con sus patios, con sus colores y sus habitantes hablando por corredores y cuartos. Al trasluz de las horas vanas aparecen familia y amigos  habitando los recodos de la melancolía.  Así nos acechan los recuerdos tras las puertas de pasado. 

En el poema El recuerdo, Beatriz Mendoza Sagarzazu  rememora la casa de la infancia, la misma que el progreso indetenible se llevó. “Es como esas cintas que reúnen cartas viejas de distintas procedencia con destino a una misma emoción. O como uno de esos caminos que recorrimos ya una vez, y que ha apostado centinelas al regreso. Los ojos del pasado. La mano de la nostalgia. Todo eso puede ser. Pero me gusta pensarlo como una casa antigua, encalada, con puertas y ventanas que acercan inmensos patios, pobladas de presencias inasibles que salen a nuestro encuentro desde todos sus rincones. Quizás porque así era la casa de mi infancia, la que quedó atrás, definitiva, abrazada para siempre al recuerdo”. Es la casa que se fija al pensamiento; la que viene amorosa con su calor de hogar para asaltarnos con sus imágenes. La misma donde los juegos iniciáticos se confundieron con los sueños que poblaban la imaginación de entonces. Una casa erigida para que perdurara más allá del paso momentáneo de los segundos. Visón completa o fragmentada que parte de la nostalgia y se arraiga en la conciencia primigenia del hombre. A decir de Bachelard: “Toda gran imagen simple es reveladora de un estado del alma. La casa, es más aun que el paisaje, un estado del alma”.

En las antiguas casas, cuando las ciudades no alcanzaban las dimensiones actuales, los espacios inundaban la mirada de sus habitantes. Entonces, los patios eran sitios para jugar, para entretenerse, para disfrutar de la naturaleza. Las sombras de sus árboles se constituían en testigos del universo lúdico que revitalizaba el amor infantil. En el patio transcurren días de asombro por las cosas sencillas de la vida; se estrechan los lazos amorosos que indefectiblemente tallarán en el alma de la niña los momentos felices de la infancia.

Refiere Beatriz Mendoza Sagarzazu en su poema El Patio: “Lo veo como antes, como si nunca hubiera dejado de existir, siempre agitando sus brazos de tierra en una bienvenida cordial. Voy a su encuentro tendidas mis manos blancas en un afán de estrechar las suyas, perdidas, anheladas”  Es el reencuentro diario con la tierra, con la madre que permite el abrazo filial y que jamás la dejará, la misma que le ofrenda trinitarias, limoneros, mangos o una pescua cuya fruta endulza el recuerdo lejano de la infancia.  Aun en la distancia, la imagen de los frutos acecha la memoria cotidiana. “Reclino mi nostalgia en el mango que conserva en su corazón vegetal la herida de mis manos. Me detengo junto al solitario mamón, ciudadela de los pájaros. Trato de alcanzar un níspero maduro. Sumerjo entre jazmines mi cabello.”

Quizás con solo  cerrar los ojos el infinito caudal de imágenes acorrala la visión del pretérito. Paso efímero que el tiempo inclemente arrebata. Sucesión de cuadros que se desvanece cuando más deseos de acercamiento tiene el adulto. “No quisiera volver. ¡Quién alejará definitivamente la terraza de ladrillos – pequeña y roja – que me abre las puertas del regreso!”

Ese mismo patio de juegos, de asombros cambia en la noche. Cuando la oscuridad arropa los extensos celajes del cielo, la tierra dormita y entonces todo territorio pareciera negro, infinito y deshabitado. La poeta recuerda: “De noche, el patio crecía. Era hasta más allá de sí mismo. Sus paredes y árboles, perseguidos de sombras, inventaban caminos de fuga. (¿Qué se hacían las trinitarias? ¿Cuál era el escondite del solitario mamón? ¿Adónde se retiraban el guayabo, el níspero, la pescua?"  La visión de una niña de apenas diez años se deja llevar por la imaginación. Miles de motivos que impresionan la mente chica pero con una capacidad innegable de retener los esbozos primigenios de su pasión poética. “Todo era negro, silencioso, palpitante. El miedo atisbaba desde todas partes y salía al encuentro de cualquier avance, embozado y grotesco.  Llevé a su presencia invisible mis diez años combatientes” -¡Ah! Me empujaron… (el viento) - ¡Ah! ¿Quién me tocó?… (Un árbol) – Me devuelvo… No sigo. La voz me salió de la garganta, cantando. Sus pasos tímidos al principio, audaces después, avanzaron conmigo por el patio. Vencido el miedo retrocedía, se fugaba. Pero no me atrevía a regresar la voz”

Los imaginarios de la infancia son múltiples, heterogéneos y departen sitios privilegiados en la memoria colectiva. La evocación de los tiempos idos aleja los días felices pero graba en lo profundo del alma, referentes que llevan al adulto a reencontrarse con su pasado cada vez que identifique elementos asociados a su infancia. Los juguetes pueden considerarse como los objetos más cercanos a esta realidad pues establecen diálogos intergeneracionales que seducen al adulto y lo trasladan a la infancia  sin grandes contratiempos. Por siglos, las muñecas  han compartido los momentos preferidos y dilectos de las niñas. Seres a quienes se les atribuyen innumerables funciones; compañía y complicidad fundamentan su estadía en los años de la infancia.

En María Adelina y yo, Beatriz Mendoza Sagarzazu relata: “No quiero recordarte. Pero al volver, ¡Cómo no escuchar tus pasos, tan eco de mis pasos! ¡Qué difícil no hallar tu pequeña figura, tan sombra de la mía! Al cruzar la calle de mi infancia, tu voz me grita que no vaya a olvidarte y un mundo de muñecas se levanta, y allí juntas nos movemos como entonces. ¡Y juntas - ¡cuántas veces juntas! – sabemos de diciembres, de esperas, de cuentos, de miedos que se callan, de cosas perdidas y lejanas!"  Almas gemelas que comparten alegrías, tristezas y esperanzas. Muñeca viva, María Adelina extensión filial de la niña que le cuenta sus secretos. Remembranza dolorosa del olvido que en ocasiones conduce a la negación de lo vivido en la infancia  “No. No quiero recordarte. Algo se muere en mí. Alguien llora. Porque hoy tú y yo sólo compartimos el recuerdo. ¡Y saber que un día, juntas, fuimos puras simples y felices!"

El hogar, los integrantes de la familia, las personas que a diario comparten el espacio vital, esas mismas que con su amor protegen a los más pequeños se convierten en referentes filiales que permanecerán en las honduras del alma y serán rememorados con el paso de los años. La madre, el tío o la abuela caracterizan las figuras que regirán los pasos por la tierna infancia.  Para sus guías amorosos, dedica su cosmos literario como ofrenda de agradecimiento y dedicación. Pero además, en estos textos aparece un reclamo a la muerte misma que inclemente visita su casa para arrebatar a los seres queridos y  a los que jamás olvidará.

En Tío Carlos refiere: “Pienso qué sería de la casa sin tu paso lento y firme por sus sitios. Las cosas, los lugares, los rostros y los gestos no serían los mismos. No podrían ser los mismos. El zaguán estaría mudo a ciertas horas, una voz se callaría el Dios te guarde y unos ojos no vigilarían la puerta”.

Advierte la poeta niña los rigores de la ausencia, el dolor que puede abrigarse con la desaparición de quien se ama. Cuánto silencio llegaría para quedarse, cuánta agonía se sentiría con el vacío inesperado provocado por la desaparición de su amado tío. “Es cierto que se perderían cosas poco gratas: tus palabras enojadas, algún gesto adusto y frío… Pero faltarían las meriendas a las cuatro, los zapatos nuevos y las cartas a los Reyes. Y mi madre lloraría más a menudo vendiendo sus helechos.” “Habría sido más difícil -¡Oh, sí, mucho más difícil! – seguir siendo niña. ¡Fue preciso que muriera!"

En el poema La abuela en tres instantes, afianza los lazos amorosos. Narra en tres cuadros su cercanía con la abuela y los sentimientos que le embargan cuando ella se marcha. La muerte no da tregua; en su tránsito le despoja de su amada nona. “Vengo del patio inmenso, pequeña y desolada. Y cruzo la minúscula terraza de  las trinitarias, con la seguridad de hallarte en el sillón de ruedas donde reclinas tu inmovilidad. Allí estás. Y voy a ti, abuelita, porque tu mirada basta para iluminarme toda.” “Tu presencia basta para iluminarme el mundo” En el segundo momento del poema, Mendoza Sagarzazu metaforiza la salida y muerte de la abuela. “Era una tarde clara. La casa andaba revuelta, con pasos apresurados, voces, gesto. Desde mi cuarto veía la luz entrando firme  por un postigo abierto, el azul suspendido y lejano.” “De pronto se la llevaron. (Aún escucho los pasos sin regreso). ¡Y sentí – hoy todavía lo siento – que la casa salía con ella!"

El tercer momento está marcado por la nostalgia. El texto funciona como una carta, una misiva que el tiempo y la distancia convierten en testimonio de días efímeros donde la felicidad poblaba la casa de la infancia. “Abuelita: Todo quedó atrás. Ya todo tiene ese olor de cosa antigua, guardada, que de pronto nos sorprende reclamando un puesto en la nostalgia. Llamo a tu recuerdo. Y la casa de la infancia comienza a llenarse de sitios, y los sitios se ven asaltados de rostros, y los rostros hablan, ríen, lloran, sueñan.” “Puerta de la infancia, llave del candor: tu nombre es la palabra mágica para regresar el viaje”.

Viaje en un barco de papel es un libro amoroso, cercano a la infancia, con viso de diario personal. Su escritura apunta a recrear desde la intimidad  las vivencias que se quedaron en el camino, las circunstancias fotografiadas por la memoria y que se registraron en un film que puede echarse andar en cualquier instante. Vínculo indisoluble que además puede ser contado, cantado y conocido por generaciones de niños y adultos pues su autora lo compartió con la bondad de quien ofrece parte de su sentimientos como muestra de amor y libertad.

Bibliografía

Bachelard, G. (2000). La poética del espacio. Argentina: Fondo de Cultura Económica.
Benedetti, M. (2001). El olvido está lleno de memoria. España: Visor.
Feijóo, S. (2005). Lo que escribe la mano sin mentira. Madrid: Signos.
Mendoza Sagarzau, B. (1998). Viaje en un barco de papel. Caracas: Ediciones Niebla.

Ponencia presentada en el 11º Encuentro con la literatura infantil y el Cine, Valencia noviembre de 2016



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