Beatriz
Mendoza Sagarzazu
En la actualidad, ya nadie pretende
definir qué es la poesía. El mundo de hoy controversial y
cuestionador ha terminado con la aceptación de verdades absolutas y
es poco dado a las definiciones: Las palabras cuando de definir se
trata, se refieren más a sugerencias que a realidades, ya sean estas
esenciales o vivenciales. Más aun, si de poesía se trata, materia
incorpórea, tan inasible como la palabra misma, su elemento óseo,
sostenedor de su ser y existir. Sin embargo, con o sin definiciones,
la poesía es. Con detractores, en lucha desigual contra un
materialismo imperante y creciente, a pesar de un sistema de vida que
parece reducir su tiempo, y del facilismo que brindan los medios
audio-visuales, nadie puede negar la existencia de la poesía, una de
las pocas verdades que siguen siendo evidentes por sí mismas. Y aun
cuando no pueda encerrarse en los estrechos límites de una
definición, su materia, quizás como ninguna otra, porque de por sí
es cambiante, persiste a través del tiempo y sus espacios: La poesía
como la vida es un ser, y como la felicidad un estar; un estado de
ánimo cautivo y comunicante, una gracia intemporal que escapa y
permanece en una red frágil pero firme y duradera. Un poco así como
el perfume guardado en un envase al que de pronto dejamos en
libertad: Su aroma crece y se apodera del aire y mueve íntimas
vivencias y memorias.
Las dificultades de definición serían
aun mayores si se pretendiera intentar un trazo de límites entre lo
que es poesía y lo que se entiende por poesía infantil. La tarea no
es sólo mucho más difícil, sino también, riesgosa, y ante ella
cabría plantearse numerosas interrogantes: ¿qué es, a rasgos
generales, poesía infantil? ¿Existe realmente una poesía infantil,
diferente a la de los adultos? ¿Cuál sería la línea divisoria
determinante? ¿Cuándo la poesía dejará de ser “para” el niño
y en qué momento del proceso evolutivo del hombre se produce el
deslinde? Interrogantes todas, de muy difícil – por o decir de
imposible – contestación. Para empezar, si hemos de ser exactos
(todo lo exactos que la relatividad permite) el término de “poesía
infantil”, solamente podría aplicarse a la poesía hecha por el
niño, a la poesía que él es capaz de producir, de crear. En su
descubrimiento del mundo, el niño vive un estado de asombro, de
aprehensión de los que le rodea e impacta, y trata de darse y dar
una explicación de las cosas de acuerdo a sus impresiones. Este
intento de comunicación lleva en sí todo lo que de maravilloso
tiene el mundo, ya que éste se presenta cada vez como naciendo, como
recién lavado por la lluvia, con sus colores intactos, en el puro
mediodía de su esplendor.
Para el niño no hay fronteras entre
lo posible y lo imposible, entre lo real y lo imaginado. La vida es
un acto de magia y él es un pequeño prestidigitador, un diminuto
dios capaz de inventar criaturas sometidas a sus propias leyes y
conveniencias. Fundamentalmente, el niño es un creador inconsciente
de su poder, pero un creador con todas las posibilidades a su
alcance, sin obstáculos que dificulten sus entradas y saldas de ese
mundo maravilloso de los sueños. Si hubiera de escogerse una
cualidad distintiva de la niñez, esa cualidad podría ser la
imaginación, esa capacidad que campea – absoluta – en los
primeros años del hombre y que éste desafortunadamente va dejando
atrás a medida que se va cumpliendo su proceso de desarrollo. El
habla del niño en esa etapa de aprehensión de lo que le rodea es
hermoso, es poético, porque no está contaminado y posee la
inocencia irrestricta que le hace nombrar el mundo con metáforas e
imágenes sorprendentes que escapan muchas veces de la comprensión
del adulto y hacen que éste presente a sus ojos la misma figura
tonta que el infante parece ofrecer al hombre cuando el hombre lo
minimiza.
En “El Principito”, ese libro
milagroso de Antoine de Saint-Exupery, el pequeño protagonista daba
siempre un dibujo a los adultos para que éstos trataran de
explicarlo. Y aquella especie de sombrero se convirtió en la llave
de la amistad entre el niño y el autor, único capaz de comprender
que se trataba de una boa digiriendo un elefante.
En la actualidad se realizan
experiencias muy interesantes en talleres especializados tendientes a
estimular esa actividad creadora con resultados sorprendentes. Una de
estas experiencias, efectuada en los barrios del Distrito Federal, es
recogida por Edda Arriaga en “El Sol cambia de casa”. ¿Quién se
negaría a suscribir lo que dijo José Alberto, niño de 7 años del
barrio “El Resplandor” ?: “Aquí ha un muñeco una nube una
luna una bandera un sol una casa ellos están allí porque si no
estuvieran nosotros no existiríamos”.
Este desprecio por la lógica, este
hacer “su realidad”, este moverse por el universo sin trabas, con
libertad, esta calidad de vuelo del niño es lo que llena de poesía
su lenguaje y hace que, como los poetas, exprese grandes verdades con
palabras sencillas.
Pero cuando se habla de poesía
infantil la referencia es la poesía del adulto que el niño acepta
como propia, bien sea creada para él exprofeso, o bien producto de
una vivencia peculiar o de una sensibilidad afín. En todo caso la
poesía tiene que dar la impresión de naturalidad, de falta de
artificio, y fluir espontánea y fresca, no parecer prefabricada. De
ahí que poemas que no fueron escritos deliberadamente para ellos,
gusten más a los niños que otros hechos con tal intención. Ya lo
anotaba así Rafael Olivares Figueroa en el Prólogo de su “Antología
infantil de la nueva poesía venezolana”, primera de ese género
publicada en el país: “El secreto – a nuestro entender – no
reside en el deliberado propósito de hacer poemas para los niños;
recurso lícito que rara vez da resultado, sino en las condiciones
del temperamento que le impulsan a crear una lírica de este tipo”.
El escribir poesía infantil (y vamos
a utilizar este vocablo convencional ya adoptado por el uso general)
supone en el adulto una infancia contemplativa, una prematura
soledad, un inicial registro de pequeñas cosas y sucesos que pasan
desapercibidos para los otros niños, una condición especial para el
sueño, un tiempo intemporal de juegos solitarios una profundidad
inadvertida entre el bullicio de los días felices. (Aunque esos días
no hayan sido tan felices). Y supone algo más. Haber conservado
intacto ese maravilloso mundo descubierto para reinventarlo luego con
toda la magia de la imaginación creadora.
Porque nunca tal vez sea tan exigente
la poesía como cuando se trata de llegar a los niños. Aunque
parezca una redundancia, la poesía infantil debe ser en primer
lugar, poesía. En primero y último lugar. Una poesía de metáforas,
de imágenes. De relámpagos. De lenguaje sencillo y sobrio,
profundo, lleno de gracia, con un ligero toque de ternura a veces. Un
lenguaje rico, lúdico, rítmico. Poesía y música. Poesía y ritmo
están íntimamente ligados cuando de poesía infantil se trata. Un
poema aveces no significa nada para el adulto, pero si las palabras
que lo constituyen tienen un enlace rítmico, puede despertar en el
niño un verdadero deleite. Sobre todo en el de pocos años. Este
gusto por el ritmo queda demostrado también en la aceptación, por
parte del niño, de mucha de la poesía folkórica, aceptación que
se deba también quizás al inmenso caudal de primitivismo y
sabiduría del pueblo que esa poesía contiene.
El ritmo es, pues, una condición
indispensable en toda la poesía, aun en aquella que pertenece
también a los dominios de la prosa. Y a propósito del ritmo, ha
aflorado otro de los puntos a tocar en esta breve nota introductoria,
y es el de la comprensión. Aun cuando ya se ha logrado un acuerdo a
respecto, es oportuno repetir aquí con Rafael Ángel Insausti: “La
poesía no está obligada a seguir la vía del conocimiento. Y no
tiene por qué ser explicable. En poesía la lógica racional es un
contrasentido. Poesía no es conceptuación sino principalmente
vivencia emotiva, sometida a un especial proceso de elaboración
artística”.
Es imposible hablar de poesía
infantil sin referirse a los riesgos que corren los que la cultivan.
Su aparente facilidad permite el acceso de la cursilería y la
banalidad, dos de sus más fuertes enemigos. Y nunca debe olvidarse
que el niño es el centro de su propio mundo y que desde allí, su
inocencia le da profundidad para mantener frente al adulto una
actitud de crítica que le hace rechazar todo aquello que pretenda
ridiculizarlo. También la postura prepotente del hombre frente al
niño se manifiesta en la poesía infantil mediante el didactismo, la
tentación de enseñar. Mucho se ha escrito sobre la utilización de
la poesía como medio para impartir conocimientos, dictar normas de
conducta o fijar criterios de tipo social, político o religioso. Tal
deliberación es excluyente de la poesía porque es atentatoria
contra su esencia misma, su autenticidad.
Otro “recurso ilícito” al que
ocurren con frecuencia muchos autores de poesía infantil es al del
abuso de los diminutivos. Este recurso, además de revelar pobreza
imaginativa y de lenguaje, señala una falta de respeto a la
inteligencia del niño, a sus capacidades creadoras, a su integridad
como ser. El diminutivo puede ser empleado cuando contribuye a dar un
toque especial de gracia, de ternura, cuando se busque provocar un
efecto determinado, cuando no pueda ser cambiado sin alterar el
significado de lo que se quiere expresar: en una palabra, cuando su
utilización sea necesaria.
Y sin embargo, no todo queda dicho:
por mucho que se teorice sobre la poesía infantil, ninguna regla
hará que un poema sea aceptado por el niño como propio, para su
íntimo deleite.
Por eso es tan difícil hacer poesía
para niños.
II
Pero hay otra poesía vinculada a la
infancia, que crece a sus márgenes, vive en sus aguas y se mira en
ellas, melancólica y serena.
Es una poesía de memorias. De
pérdidas y desarraigos. De casas caídas bajo la piqueta inclemente
de los días. De pueblos devastados por la desolación y ciudades
enterradas por el progreso. Poesía de rostros salvados
milagrosamente del olvido. De palabras y gestos inconclusos. De fotos
desvaídas. De perfumes viajeros que pronto nos asaltan con su carga
nostalgiosa de recuerdos. Poesía de roces. De miradas vigilantes
desde la oscuridad. De música y silencio.
Es una poesía impresionista. De
líneas imprecisas, que se mueve al filo de los atardeceres, en los
andenes de los trenes, por las noches de los grillos y las ranas. Y
de los gatos, que desde los tejados no se cansan de llorar la luna.
Poesía introspectiva. De ojos siempre
vueltos hacia atrás, hacia donde el tiempo va sellando de cruces el
camino. Poesía del padre presidiendo la mesa familiar. O de la
madre, centro de la ternura. Evocación de los hermanos juntos y
felices cuando todavía eran juntos y felices. O de la abuela con un
aire de nostalgia rondándole las pupilas vacías o de aquel
personaje inolvidable que sentó un día su dominio en la memoria.
Poesía de primeros amores, de la flor o de la manzana que se lleva a
la maestra. Poesía de la escuela que en su apretada nuez guarda el
lazo azul de “aquella niña”.
Pero si la propia infancia es capaz de
revelar al poeta esta melancolía – que de pronto no se sabe si
existe por lo que ha quedado atrás o por lo que de vivir resta –
el contacto con el niño le hace sentir y expresar otro tipo de
vivencias.
La cercanía de un niño produce
siempre en el adulto un golpe de luz, una sensación de júbilo o de
redescubrimiento que le hacen ver de nuevo el mundo aunque sea por un
instante, con algo de la inocencia perdida.
Para el poeta este contacto es de
mayores proyecciones. Y su naturaleza afín, su capacidad creadora ,
ese “estado de gracia” que le es característico, permiten la
expresión de esas vivencias enriquecedoras en la dirección que
afecte su sensibilidad.
De ahí la ternura de una nana, el
canto al hijo de inquietudes vivenciales y existenciales, de
implicaciones filosóficas o el poema de intención social, de
protesta.
En la época actual el cambio de vida
que ha evolucionado de un estado apacible, casi bucólico, a un
torbellino de acción y nuevas inquietudes, la poesía como expresión
primordial del hombre y de su tiempo, ha experimentado las mudanzas
que habrían de esperarse de su autenticidad.
En las nuevas generaciones venezolanas
presentes también es esta antología, la infancia aparece en la
poesía con un tratamiento diferente no sólo de fondo sino también
formal. Adopta la figura de relatos breves, de pequeñas referencias,
de toques, de situaciones contadas de tal modo que dan como resultado
el logro de una atmósfera peculiar donde el lirismo se mezcla a
veces con el humor. En estos textos de infancia de los escritores
jóvenes, la poesía y la prosa, la poesía y la narrativa han
eliminado fronteras y presentan una imagen global armoniosa y
rítmica. La nostalgia sigue siendo una constante, pero de una manera
sobria, contenida. Asoma un rostro desvaído, asume una condición
tactante por entre un mundo convencional y cotidiano devuelto a la
creación por un lenguaje árido y desposeído; o enjoyado y
reiterativo; o coloquial y periodístico, todos de gran eficacia
poética.
Su lenguaje. La expresión de su
tiempo. Y la poesía como el resultado de un refinamiento del habla,
vale decir, la flor del idioma.
Nota
introductoria al libro La infancia en la poesía Venezolana.
Ediciones de la Presidencia de la
República. Caracas, 1983.
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