Yony G. Osorio G.
Mirarte
con estos ojos inundados
casa mía
casa vieja
es sentir en el tiempo
que cada canto tuyo
estremece con su silencio
(Ochoa, José, 2008, p. 12)
Poeta José Ochoa Díaz |
Para
leer La casa llena de siglos, la “de paredes grises” (Ibídem:
12), la evocada, habitada, vivida, extrañada y poblada por otras
nostalgias, aquella refundada por la palabra de José Ochoa Díaz, la
receptora que atesora toda una humanidad fundida de recuerdos;
recurriremos a Gastón Bachelard (1975), quien ha realizado un
fundamental estudio sobre el tema de la casa, mediante el que
pretendemos efectuar un ejercicio de lectura que nos permita una
aproximación a esta “casa incierta” (Ibídem: 10). En tal
sentido, el autor de La poética del espacio nos la define del
siguiente modo:
“En
efecto, la casa es primeramente un objeto de fuerte geometría. Nos
sentimos tentados de analizarlo racionalmente. Su realidad primera es
visible y tangible. Está hecha de sólidos bien tallados, de
armazones bien asociadas. Domina la línea recta. La plomada le ha
dejado la marca de su prudencia y de su equilibrio. Un tal objeto
geométrico debería resistir a metáforas que acogen el cuerpo
humano, el alma humana. Pero la trasposición a lo humano se efectúa
inmediatamente, en cuanto se toma la casa como un espacio de consuelo
e intimidad, como un espacio que debe condensar y defender la
intimidad (Bachelard” G., p. 80).
Una vez considerado el término casa en su dimensión
denotativa, y ahora tratado dicho objeto a luz de la poesía, éste
adquiere otros sentidos dado el poder metafórico del lenguaje. De
modo que la casa reconstruida desde la óptica del poeta José Ochoa
Díaz en su libro La casa llena de siglos, es un templo de recuerdos,
eco, resonancia de una existencia, del alma humana. Ésta es reflejo
de presencias desvanecidas, aunque al amparo de la oscuridad y su
fatal caricia. Casa que también se desdibuja en el tiempo, la de
“paredes grises, la que Sabe de tus pasos”, / de tu cuerpo”, /
la de aquellos ojos” (Ibídem: 7) turbados por la visita de la
invencible muerte; sin embargo, esa casa en la que presumimos ver más
allá de la mera cosa palpable, se re-hace en la transparencia del
lenguaje. Mirémosla pues, cómo nos es presentada:
“Esta
casa
de
paredes grises
guarda
en cada espacio
tu
silencio
Sabe
de tus pasos
alargados
al atardecer
de tu
cuerpo
que
se desdibuja
en
cada espejo de la habitación
y de
aquellos ojos
que
la noche besó
un
día de ausencia”
(Ibídem: 7)
La casa que tenemos ante nuestros ojos, La casa llena de siglos de
José Ochoa Díaz, configurada en el libro publicado por Ediciones
Gitanjali-Cenal (2008) en el estado Mérida, es la morada de los
sueños que se hace cuerpo, casa efímera y testimonio del vivir.
Simplemente, “casa incierta” (Ibídem: 10), la impresa como
templo en el cuerpo. Esta “casa natal es más que un cuerpo de
vivienda, es un cuerpo de sueño. Cuerpo de imágenes que dan al
hombre razones o ilusiones de estabilidad” (Bachelard, G., pp.
46-48). Así que es un espacio que genera la sensación de seguridad,
aunque en este poema resulte un espejismo de la memoria, su
nacimiento responde a que ésta:
“nace cuando se
forma la pareja, aunque no la haya construido todavía, y aunque sus
muros no se hayan levantado pueden ya albergar o aprisionar a sus
moradores futuros. La casa de muros, muebles e inmuebles no es sino
la prolongación del acogimiento maternal, ya que “la mujer llevada
a buscar casa
donde albergar la
viviente casa de su gravidez siempre posible es la que indica que la
erótica (varón-mujer) es inclinada analépticamente a la
fecundidad, al hijo, quien exige al salir del seno materno, del útero
hospitalario, la nueva hospitalidad pedagógica del padre y la madre.
La casa viene a ser así la prolongación de la corporalidad de la
mujer, el lugar de la fecundidad varonil, el mundo del hijo”
(Dussel, Enrique, 2007, pp. 27-28).
De este modo, si “Habitar oníricamente la casa natal, es más que
habitarla por el recuerdo, es vivir en la casa desaparecida como lo
habíamos soñado” (Bachelard, G., p.47), entonces confirmamos la
incertidumbre de lo irreal:
“Ya
no viviré más aquí
casa
incierta
casa
gris
Todos
mis sueños se han ido
casa
mía
casa
de nadie pero a la vez de todos
Ya no
viviré más aquí
pero
en mi carne y en mis huesos
queda
tu templo”
(Ibídem: 10)
En este poemario, La Casa llena de siglos de José Ochoa Díaz, se
vislumbra la nostalgia de un tiempo ido que se refugia en los ecos
del silencio. El dolor ante lo ido, ante el beso de la noche
trasciende el arrebato, la locura, el desasosiego, la angustia ante
la nada. Si quisiéramos buscar algún sustento, por ejemplo, la
reflexión filosófica de un Albert Camus en torno al suicidio,
Heidegger en la develación de la angustia del hombre ante la nada o
Vallejo también con la zozobra en los hombros ante el tiempo,
pudiéramos albergar alguna esperanza para calmar ese dolor generado
por tantas llagas metafísicas; sin embargo, es tal la orfandad,
padecimiento o abandono expresado en estos versos del poeta Ochoa,
quien también manifiesta su queja metafísica en estos versos
dolorosos, que la cura se nos torna aún más incierta:
“No
me preguntes
por
dioses sacrificados
mis
heridas son mayores
y no
es suficiente un suicidio
para
curar estas llagas
hechas
de tu ausencia”
(Ibídem: 19)
Para ilustrar un poco ese estado emocional que podemos captar en el
poema de José Ochoa Díaz y sostenernos en algún abismo para
encontrar un alivio o respuesta, no obstante notaremos mayor
perplejidad, comparémoslo con el de César Vallejo:
Hay
golpes en la vida, tan fuerte... Yo no sé
Golpes
como el odio de Dios; como si ante ellos,
la
resaca de todo lo sufrido
se
empezara en el alma... Yo no sé!
Son
pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el
rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán
talvez los potros de bárbaros atilas;
o los
heraldos negros que nos manda la Muerte.
(Vallejo, César, 1991, p.1)
Al constatar lo dicho anteriormente, citaremos otra muestra como
expresión de ese sentimiento y esa fuerza y hondura que en la
poética de José Ochoa Díaz está “más allá y más acá” de
las palabras “(Vargas, Livia, 2007, p.43).
Mirarte
con
estos ojos inundados
casa
mía
casa
vieja
es
sentir en el tiempo
en
esta piel mítica
que
cada canto tuyo
estremece
con su silencio
(Ibídem: 12)
Otro aspecto que advertimos “en esta casa llena de siglos”
(Ibídem: 9) es la evocación del aroma de un ser querido esparcido
como sombra guardiana de la memoria. Y a través de la palabra se
rememora, conmemora y celebra el fenómeno vida-muerte en la brevedad
de su modo de ser, en el chispazo como se manifiesta lo que una vez
fue luz e instantáneamente oscuridad. Por ello, la noche
se funde en el Yo. La noche, una sola imagen con dos caras unidas
dialécticamente por los contrarios: vida-muerte. Así que es en esta
cardinal elegía a Bonifacia, madre del autor, donde se sintetiza
toda una voz hecha casa-mujer, alma-humanidad transfigurada en el
tiempo:
Son
las seis de la tarde
de un
día cualquiera
de un
mes sin importancia
ella
está allí
radiante,
amorosa
tal
vez algo cansada
por
el afán del día
que
la noche impetuosa
sentencia
a muerte
.......................................
Son
las seis de la tarde
en
esta casa llena de siglos
donde
tu silueta aún danza
en el
aroma de la taza de café
en el
jardín que te extraña
y en
estos ojos turbios
que
se desgastan a torrentes
en un
día cualquiera
de un
mes sin importancia
(Ibídem:9)
De estas cuatro estrofas dedicadas a la progenitora del poeta, en
donde se enfatiza el tema de la ausencia mediante el uso del recurso
anafórico sólo tomamos dos, y consideramos para afianzar un poco
más en torno a lo que venimos sosteniendo, acudir una vez más a
Bachelard, quien establece lo siguiente:
“Para
quien sabe escuchar la casa del pasado, ¿no es acaso una geometría
de ecos? Las voces, la voz del pasado, resuenan de otra manera en la
gran estancia y en el cuarto pequeño. En el orden de los recuerdos
difíciles, mucho más allá de las geometrías del dibujo, hay que
encontrar de nuevo la tonalidad de la luz, y después llegan los
suaves aromas que quedan en las habitaciones vacías, poniendo un
sello aéreo en cada una de las estancias de la casa del recuerdo.
¿Es posible, más allá todavía, restituir no solamente el timbre
de las voces queridas que han callado, sino también la resonancia de
todos los cuartos de la casa sonora?” (Bachelard, G.p.93). En
tanto:
“Las
voces que me llaman
vienen
ligeras
en
barcas que navegan
hacia
el sur
Las
voces que me llaman
hablan
de un tiempo
donde
tú
aún
no terminas de llegar”
(Ibídem: 20)
El tema del padre es esencial en este poemario, claro que con
resonancias del otro, el “Padre de la poesía”, Vicente Gerbasi;
pero tratado aquí con la propiedad que le asiste al poeta José
Ochoa Díaz, al ver en su progenitor el viaje imaginario a través de
la palabra descifrada en el gran libro de la vida que es Clarencio
Ochoa, silente y sonoro cantor de velorios. He allí también las
cicatrices que deja el auto-destierro así como la desolación del
naufragio temporal y la angustia de este vaivén de la nostalgia:
“Mi
padre
no es
el inmigrante
pero
sus antepasados
están
al otro lado del mar
...........................
“Mi
padre no es el inmigrante
pero
esta mañana
le he
mirado al rostro
y
pude ver en sus ojos
la
tristeza del huérfano
y la
angustia del desterrado
(Ibídem: 14)
Mientras el poeta se encuentra ante el hecho creador, el acto de la
escritura implica un desasosiego y existen momentos inefables como
éstos de encontrarse ante la soledad del hecho escritural, la
soledad del poema que no acaba de ser objetiva angustia ante esa nada
que abruma y te deja en la perplejidad de lo inasible o la
imposibilidad de un parto poético esperado. De allí que la
revelación de la palabra habita, viene y encarna en el yo:
“Intento
escribir
lo
que pudiera ser un poema
y no
sé quién está más vacío
esta
noche de desencuentros
si el
poeta que pretendo ser
o el
lápiz que no deja salir
la
tinta impregnada de mis versos
(Ibídem: 24)
Hoy
la poesía
hizo
un lugar en mí
(Ibídem:17)
Finalmente, qué más puede ser este acto amoroso sino acto de
confraternidad y afecto al amigo, al poeta y su relación con el
hecho poético en el mundo. Qué mejor homenaje y conmemoración a un
líquido espíritu que besa y alza la copa de la ausencia y que se
hace exhalación de un verso que acuchilla las grietas del alma, como
ese poeta recordado también en esta Casa llena de siglos, como lo es
el poeta Pepe Barroeta:
“...Entonces
de lo profundo del espíritu
entre
la ebriedad de los cantos
griegos
y latinos
se
eterniza en el instante
el
verso preciso
que
recuerda la estancia
de
los primeros años
de la
vieja y bohemia París
de
los amigos y familiares idos
para
sentenciar entre el amor y la angustia
la
soledad y el desencuentro
que
“Todos han muerto”...
Y la
poesía se eleva hacia el infinito
en un
tiempo sin tiempo”
(Ibídem:25)
Referencias:
Bachelard,
Gastón. (1975). La poética del espacio. México: Fondo de Cultura
Económica.
Ochoa,
José D. (2008). La casa llena de siglos. Estado Mérida- Venezuela:
Ediciones Gitanjali- Cenal.
Dussel,
Enrique. (2007). Para una erótica latinoamericana.
Caracas-Venezuela: Fundación Editorial El perro y la rana.
Vallejo,
César. (1991). Poemas escogidos. (Selección y prólogo de Julio
Ortega). Caracas- Venezuela: Biblioteca Ayacucho.
Vargas,
Livia. (2007). Entre libertad e historicidad. Sartre y el compromiso
literario. Caracas- Venezuela: Fundación el perro y la rana.
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