María
Esther Gilio
“Monarca
de los titiriteros”, dijo el rey Juan Carlos inclinándose ante
Javier Villafañe, “Rey entre los reyes, el más justo y
admirable”, respondió Javier Villafañe inclinándose ante el rey
Juan Carlos. “Chámpate, chámpate”, dicen que dijeron los niños
que presenciaban las inclinaciones de ambos reyes al mejor estilo
Lejano Oriente.
Pero
hoy, Maese Javier no está más con nosotros. Diez años hace (mayo
de 1996) que emprendió el último viaje. Querríamos saber si
consiguió convencer a Dios de que lo dejara bajar al infierno, para
él más divertido. Creemos que Dios no aceptó su propuesta, no se
quiso perder a alguien tan loco, cariñoso y divertido y lo tiene a
su diestra anotando las noticias menos celestiales del día. Sus
colegas seguramente siguen haciéndolo enojar diciéndole: “Tú
eres el mejor titiritero que ha puesto sus pies en el mundo”.
¿Sabe
Javier? Yo creo que García Márquez lo leyó a usted y en sus cosas
encontró una puerta por la que meterse. Mire, tomo cualquier libro
suyo, lo abro en cualquier parte, leo y recuerdo siempre a García
Márquez. Yo creo que fue usted quien inventó el realismo mágico.
–Ah,
García Márquez, amo a ese hombre. Pero hay algo, si nosotros
pudiéramos. Los niños pueden. Fíjese, un chico que nunca había
leído a García Márquez me cuenta ese cuento de Dios que cae en el
gallinero de una casa. “A mí se me ocurren muchas cosas”, me
dijo el chico cuando le pregunté. “Pero nadie me pide que las
escriba. Y después que las cuento...” Claro, sentía que ya no era
necesario escribirlas –dijo Javier Villafañe con esa voz grave,
algodonosa, sin aristas y apenas audible. Una voz que escuchada
luego, en la cinta, tiene sonido de viento pasando entre las hojas o
de agua corriendo, tan pareja, continua y uniforme que se hace
difícil separar una palabra de otra. O dicho de manera más sincera,
una voz que transforma la desgrabación en un infierno, tanto que
llegué a adorar mi propia voz en el grabador, cosa que no me sucede
jamás, y sonreí deleitada cuando me escuché limpiamente decir:
¿“Es Trotamundos el personaje que más quiere?”
–Sí,
creo que Trotamundos es mi hijo preferido.
No
siempre el hijo preferido tiene el mejor padre. Hay amores que
ahogan.
–Sí,
por algo se queja Trotamundos de que los cuchillos que llevamos en la
valija son de utilería. “Porque un día voy a matarte”, dice. Y
cuando yo le pregunto por qué, él dice: “Porque eres mi padre”.
Pero no sé si es el que más quiero. A usted le parecerá mentira.
Yo le he hecho varios reportajes a Trotamundos, uno cuando cumplió
la mayoría de edad, otro en España y otro que luego escribí en
algún libro. Pero yo los quiero mucho a todos. De pronto estoy
preparando los muñecos para viajar y digo: “Voy a llevar sólo a
Trotamundos, al Diablo, a la Muerte y a estos dos”. Y miro a los
otros y me digo: “No, no, ¿cómo voy a dejar a estos otros?, no
puedo”. Y al final los llevo a todos. Usted dirá que hago
literatura.
Pero
cómo voy a decir que hace literatura si le estoy mirando los ojos.
Le da pena dejarlos.
–Claro,
claro. Y hace unos días, de pronto, le dije a Trotamundos: “Mirá
si yo te dejara. Ah, te das vuelta la cabeza para el otro lado, como
si no quisieras oír”. Y en ese momento Luz Marina, mi mujer, que
entra en el cuarto, pregunta: “¿Qué decías?”. “No, nada,
nada”, le contesto yo. Luz me mira y tampoco dice nada. Ella sabe
que yo hablaba con Trotamundos. Hablo mucho con él, es el muñeco
con el que más hablo.
Usted,
en sus obras, habla a menudo de la muerte. Es una muerte que no
asusta la suya, tal vez porque con ella se puede dialogar, y nosotros
confiamos mucho en el diálogo.
–Sí.
Yo creo que los uruguayos creen en el diálogo. Y está bien, hay que
tener esa confianza. Mire lo que me pasó una vez. Yo estaba enfermo,
muy enfermo, y tenía que morir porque me había atacado una terrible
pulmonía. Entonces me dije: “Está bien, algún día tenía que
morir, pero no todavía. Veamos qué hago”. El médico, muy amigo,
venía tres o cuatro veces por día a verme. Buscaba un pretexto y
venía, porque sabía que en cuanto él se diera vuelta, paf, yo me
le iba. Se me ocurrió una cosa. Cuando él entró una de esas veces
yo empecé a hablarle en voz muy muy alta, tan alta como si en un
teatro debieran escucharme desde el paraíso. “Mirá, yo quiero
salir de esto porque tengo que terminar un libro, y además tengo un
contrato que cumplir dentro de cinco años”. “Sí, sí”, dijo
él y le preguntó a mi compañera: “¿Qué le pasa a Javier, está
sordo?”. “El tiene bien el oído, no está sordo”, dijo ella. Y
él: “No sé, ha entrado en una cosa delirante”. Cuando ya se iba
lo llamé: “Acercate”, le dije. “¿Sabés por qué te hablaba
tan alto? Porque a lo mejor la muerte está escuchando. La muerte
está detrás de todas las paredes, las puertas. Si me oye va a
decir: ¿Cómo voy a llevarme a este viejo que tiene tantas cosas que
hacer?”.
¿Tiene,
sí, muchas cosas que hacer?
–No,
no tantas, eso fue para engañar a la muerte. En realidad ya hace un
tiempo que me digo: “Quiero ver amigos, leer, tomar vino y dejar
que el tiempo pase sin ponerme a contarlo”.
Sabe
Javier que la cara de Maese Trotamundos es un poco triste, escéptica,
bueno, además de inteligente. Trotamundos es muy inteligente, creo.
–Sí,
es. ¿Le miró los ojos, los miró bien? Tienen muchos años esos
ojos para un títere. El nació en 1933, ya llegó a la mayoría de
edad y ya me hizo todos los reproches que se le hacen a un padre a
esa altura. Me dijo: “Yo no hablo así, ésa no es mi voz. Usted no
conoce la voz de ninguno de nosotros. No conoce nuestra manera de
caminar. Nos hace caminar como camina usted”.
Y
también: “¿Por qué no hay en la maleta un revólver con balas
que maten y un cuchillo filoso? ¿Y si yo me quisiera suicidar?”.
¿Qué sabe Trotamundos sobre la muerte?
–El
sabe que moriremos juntos porque se lo anunció una adivina. El me ha
dicho: “Le tengo miedo a la muerte. Por favor, mírese a un espejo.
Usted ha envejecido. Tiene la barba totalmente blanca. Está tan
viejo que puedo matarlo con un cuchillo de utilería”. Y hablando
de esto recuerdo a una titiritera que un día conocí, con la que
hablamos muy largamente de nuestros viajes y nuestros muñecos. Quiso
mostrármelos. Abrió la maleta que tenía cerrada desde hacía largo
tiempo y adentro sólo había polvo. Era la realidad más terrible de
la muerte. Ella se puso muy triste. Esa imagen no se me borrará
jamás. Los muñecos se habían transformado en polvo.
Usted
es tan vital que uno jamás lo asociaría con la muerte. Sin embargo
en su literatura siempre está allí nomás, tan cerca del niño como
del anciano.
–Ella
está presente en todas las cosas, en el amor –“Largas horas
tiene el día, el amor sólo un instante”–, está en esta llave
que parece tan fuerte y que un día no será más esta llave,
derecha, dorada y dura. Tengo un poema sobre la muerte pero mala
memoria.
Neruda
dijo en una charla que para él había una sola forma de olvidar a la
muerte: el amor. También decía “un poeta no puede vivir ni
escribir sin estar enamorado”.
–Un
titiritero tampoco. No se puede ni se debe. Aunque a veces el amor se
termina y uno sufre.
No lo
veo sufriendo.
–Sí,
sí, he sufrido. Yo he tenido muchas novias, muchas amigas. Y a veces
alguna me ha dicho: “Basta, se acabó, andate”. Porque el amor se
había terminado pero yo no lo sabía, no sentía que se hubiera
terminado. Aunque algo había hecho para que eso ocurriera. Yo me
quedaba muy, muy triste.
Muy,
muy triste, pero por muy poco tiempo, ¿verdad?
–Sí,
¿cómo lo sabe? Se me pasaba pronto.
Porque
encontraba otra.
–Sí,
sí. La compañera que más tiempo me ha durado es Luz Marina, 10
años.
¿A
usted, más que Dios le gusta el diablo, verdad?
–Sí,
me gusta más. El diablo es más ingenioso.
¿Dios
es más previsible?
–Las
cosas que se le ocurren al diablo jamás se le pueden ocurrir a Dios.
Yo tuve un problema con Dios. En cambio a mí el diablo nunca me dio
un dolor de cabeza.
Le
gusta más el diablo, sin embargo usted va a tener que bancarse a
Dios por una eternidad. Yo no lo veo en el infierno.
–Sí,
pero el infierno debe ser muy aburrido, quiero decir el cielo.
Siempre me equivoco, pienso cielo y digo infierno o al revés, ¿por
qué será que me equivoco? Le preguntaré a San Simeón, el santo
patrono de los titiriteros, él debe saber, fue el primer hombre que
tuvo al niño Jesús en sus brazos.
¿Antes
que José? ¿Sabía que un grupo de católicos quieren rever la
virginidad de María y la paternidad de José?
–Yo
tengo un poema que dice “Santo Dudoso de la fidelidad de su
esposa”. Está en un libro que quiero mucho: Historiacuentapoema.
Allí también está la historia de un venezolano, el doctor José
Gregorio Hernández, al que quieren hacer santo. El pueblo está
empeñado en eso. Pero hay algunas cosas en contra.
¿Qué
cosas?
–Que
se teñía los bigotes. Y además su muerte, que no fue heroica. El
único auto que funcionaba en toda Venezuela lo mató. El cruzaba la
calle luego de haber comprado en la farmacia remedios para una
anciana menesterosa cuando se topó con el auto homicida.
Cómo
es esa historia del payaso cuyo pipi, dice usted, crece y crece,
tanto que lo tapan con una sábana y la sábana parece una bandera en
su mástil. Usted dijo que ese payaso existió.
–Sí,
existió. Su mujer se reencontró un día con una amiga del colegio y
así se reanudó un amor nacido en la infancia. Ella dejó al payaso
y se fue a vivir con su amiga. El payaso me lo contó todo, me dijo
cómo ella en la noche se demoraba en llegar a la cama. Y cómo
decía: “Estoy cansada”. Me dijo que él la acariciaba pero
sentía el rechazo de su cuerpo. Mi caricia tocaba su sudor frío y
resbaloso como el vientre de un reptil, dijo. Ella, Maricarmen, se
fue un día con Maite, su ex compañera de colegio. “Suerte que se
fue con una mujer”, me dijo el payaso, “si se hubiera ido con un
hombre, la mato. Yo no soy un cornudo”. Era tan inocente aquel
payaso. Uno al final se confunde y no sabe qué es fantasía y qué
es realidad. Ocurren cosas tan raras. Mire lo que pasó con aquella
mujer que se había enamorado de un gallo.
¿Quién
era?
–Era
la hija de un general con las paredes de su casa llenas de sables, y
las vitrinas de medallas. Muere el marido, que era coronel, y
entonces se enamora del gallo. ¿Qué hacer? –dice Javier riendo
para adentro, con una risa silenciosa que todo el cuerpo acompaña–.
Hija de un general y mujer de un coronel, lo primero que hace cuando
ve que el gallo ni la mira es matar una a una todas las gallinas.
Hecho esto, va y convida al gallo, que ahora llama Juan, para que
entre a su casa. Pero Juan se niega. Entonces ella toma una cesta
llena de maíz y los va tirando para que Juan la siga. Le lleva días
enseñarle a entrar, a subir la escalera. Pero lo consigue. Y luego
consigue que se suba a la cama, para lo cual desparrama granos sobre
las sábanas y sobre su sexo. Pero para seducirlo más aún, busca
gusanos y los pone sobre sus senos y su sexo.
¡Mi
Dios! ¿Y cómo termina?
–Con
la hija del general y viuda del coronel diciendo: “¡Juan! ¡Juan!
¡Juan!”. Pero no sonría que esta historia no tiene un final
feliz. Un día Juan desapareció, entonces la hija del general lo
buscó, lo buscó y lo buscó. Aquí, allá y más allá. Pero no lo
encontró. “Me lo robaron las solteronas de mis cuñadas”, dijo
finalmente.
Cuénteme
ahora de ese viaje que hizo con un teatrito por la ruta del Quijote.
–Sería
tan largo de contar ese viaje que 20 cintas no alcanzarían. Porque
allí andábamos despacio todos los que íbamos, que éramos diez.
Cuatro titiriteros, dos fotógrafos, un ventrílocuo, un cronista y
un estudiante. La gente en estos pueblitos no tiene urgencias. La
gente conversa mirando cómo el humo de las pipas sube y se confunde
con el humo de las nubes. Allí la gente distrae su ocio contemplando
el vuelo de los ángeles, mientras sentada al sol teje su propia
mortaja, porque quiere entrar vestida al cielo. Allí las gentes se
saludan diciendo: “Vaya con Dios y la buena hora”. Y le cuento
que es tan fuerte el espíritu del Quijote de La Mancha que todos
terminamos hablando como si fuésemos personajes de El Quijote.
Escuche: “En puerto Lápice tocónos ser huéspedes de doña Lola,
mujer que nos tratara tan mal y tan bien como sólo se trata a la
familia”. ¿Qué le parece?
Escrito
por Cervantes.
–No
exagere si quiere que le crea.
Bueno,
otra pregunta, la última. Usted ha dicho: “El títere es la sombra
del hombre”.
–Es
que están tan unidos. Puede ser así y también al revés. Yo quería
hacer algo en que estuvieran unidos el titiritero, el títere y el
teatro. Como si en las venas de los tres corriera la misma sangre. Y
esta idea, este deseo que tengo de esta obra me hace doler el pecho.
Yo creo que todo lo que uno ama es dolor.
Esto lo
dice un personaje suyo, un titiritero miserable que anda por ahí con
su hijo, su pequeño teatrito y tres personajes: la Novia, la Muerte
y el Soldado. El dice: “Felices y desdichados aquellos que no aman
su oficio”.
–Pobrecito
del que ejerce su oficio sin dolor. Duele, duele el oficio. Cómo
duele.
No hay comentarios:
Publicar un comentario