Gabriela
Damián Miravete
En
La extraña y mortal “aflicción” de Henri de Campion, Michel Tournier nos
revela el escaso valor de la niñez en la Europa del siglo XVII: “Esas cualidades
del niño que a nuestros ojos lo hacen seductor, amable, encantador y demás, no
parecen haber sido apreciadas por los hombres del Antiguo Régimen, quienes sólo
veían en él debilidad, ignorancia, suciedad, defectos, imbecilidad”.(1) Si los
niños sufrían debía ser a causa del castigo que supone nacer con el pecado original.
Sólo la piadosa pátina de la civilización, amén de la madurez, era capaz de
convertirlos en personas de verdad. De ahí que Henri de Campion,
protagonista del ensayo de Tournier, haya sido una conmovedora excepción entre
los hombres de su tiempo: Campion pierde a su querida hija Louise Anne cuando
ésta sufre de sarampión a los cinco años, conduciéndolo a un abismo de tristeza
y desconsuelo del que no saldrá jamás. Quebrado por la pena, se disculpa con el
lector de sus memorias por mostrarse tan herido por el acontecimiento: “Sé que
muchos me tacharán de sentimental, de falto de entereza en un accidente que no
se considera de los más penosos...”.(2) Lamentar apenas y sin aspavientos la muerte
de un niño era corriente no sólo en la Francia de 1613, sino en muchos otros
lugares donde la buena salud no estaba garantizada y lo más importante para la
sociedad eran los actores que conformaran la fuerza laboral o militar. Tampoco
era motivo de asombro la poca preocupación por nombrar a los recién nacidos: a
una pequeña alumbrada el día de San Juan se le llamaría Juana –de la familia
tal– si lograba sobrevivir a las múltiples amenazas para los pequeños de la
antigüedad: enfermedades, muerte, jornadas extenuantes de trabajo, abusos,
maltrato, etcétera. ¡El horror!, sobre todo si consideramos que en muchas
partes del mundo aún hay niños que corren todos estos riesgos.
Hoy,
sin embargo, abundan los libros de nombres para bebé, los grandes almacenes se
desbordan de ropa, juguetes, productos especializados en el desarrollo y
cuidado de la –ahora– preciosa etapa infantil. Fue el siglo XIX el que
estableció la semilla de lo que hoy experimentamos en torno a la niñez. Junto
con el culto a la naturaleza y las emociones nació la reflexión sobre el papel
de los niños en la vida social.
La
infancia de Jesús de Nazaret se convirtió en poesía, los artistas ensalzaron la
inocencia, pensadores como Jules Vallès y Kate D. Wiggin reflexionaron en torno
a la necesidad de proteger a los más jóvenes. Posteriormente, la profundización
de los estudios psicológicos sobre la infancia por Melanie Klein, Erik Erikson
y Jean Piaget estableció en la conciencia colectiva lo que significa un niño:
los futuros dirigentes de sociedades saludables o enfermas, según hayan sido
los primeros años de sus líderes. Todo lo anterior culminó en la Declaración de
los Derechos de la Infancia, aprobada por las Naciones Unidas en 1948 y
revisada hace apenas 21 años, en 1989. Quienes han nacido después de éste, el último
gran reconocimiento a su valía, gozan privilegios que no tienen precedente en
la historia (sí, son muy afortunados, chicos).
Los
reyes del hogar
Pero,
como suele suceder, paralelo a la reivindicación surgen también los excesos y
las polarizaciones. La posmodernidad ha convertido a algunos niños en
–literalmente– “los reyes del hogar”, es decir, en los que marcan el camino que
no sólo su familia debe seguir, sino, al parecer, la sociedad entera: las
maestras deben cuidarse de no afectarles con exigencias ni reprimendas (hay que
evitar los bajones en su autoestima), la parentela no tiene voz ni voto para la
educación de nietos y sobrinos (es que sólo los padres poseen la virtud del
“tiempo fuera”), el ocio familiar está condicionado a la disponibilidad de
productos y servicios para el disfrute infantil (“No podemos ir con ustedes si
el restaurante no tiene área de juegos para niños/ si la película no es
clasificación A”). En el mejor de los casos, esto trata de ser parte de una estrategia
de formación integral, pero la verdad es que la mayoría de estas pautas educativas
obedecen al miedo que los adultos tienen a los niños, tal como sucede en un
régimen de tiranía: miedo a que hagan un berrinche descomunal, a que den demasiada
lata, a que se traumen y los culpen (o incluso que los demanden por contravenir
sus derechos, como ha sucedido en E.U.). La sobreprotección y la
condescendencia parecen ser dos extremos de la misma cuerda, una cuerda-serpiente
que se muerde la cola.
La
industria editorial dedicada a los niños resulta sintomática de esta condición.
Por un lado, las casas de gran tiraje se han preocupado por dar al público
libros multifuncionales: que enseñen, entretengan y fomenten valores (tan
diverso como ambiguo es el término), que conviertan a los niños en una suerte
de políglotas, expertos en arte (siempre los grandes hits de la pintura:
Van Gogh, Velázquez, Frida Kahlo), ecologistas en miniatura. Se trata de
sembrar en ellos un porvenir limpio, saludable, que pondere las delicias del
razonamiento y la Verdad como estandarte. A modo de ejemplo irónico, la versión
que Dulcinea hace de Caperucita roja: “Un día, su madre le pidió que
llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no
porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello
representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de
comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud
física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta
y madura que era”.(3) Un mundo correcto, perfecto, donde el dolor se esconde
hábilmente, aunque se hable con la verdad.
Por
otro lado, también hay quienes apuestan por lo políticamente incorrecto como camino
seguro para llegar al corazón y la mente de los chamacos (y a los
bolsillos de sus papás). El desparpajo, la travesura, lo escatológico: la
escuela de Shrek llevada al papel. Igual que con el cuento de Caperucita
mencionado un poco más arriba, se promueve la desmitificación de los cuentos,
las jerarquías (reyes, maestros, padres, abuelos: ninguno se salva del
ridículo) y el lenguaje, pero en otro sentido. No para corregir las fallas
heredadas en pos del mundo ideal, sino para coronar a lo lúdico como el regidor
de toda actividad y aprendizaje infantil. Lo que quede fuera del rango morirá,
pues los niños demandan, ante todo, diversión. Nada que genere mucho esfuerzo.
Y hay que darles gusto.
Los temas prohibidos
Buenas noches y buena lectura (ilustración de Julie Dillon) |
Ambos
extremos de la cuerda, sin embargo, tienen las mejores intenciones. No está mal
procurar la contemporización de esquemas clásicos, así como tampoco son dañinas
la irreverencia y el cuestionamiento de la autoridad. Por eso a la mitad del
espectro encontramos obras que se columpian de un lugar a otro ofreciendo alternativas
muy ricas que pueden satisfacer las necesidades estéticas, éticas y lúdicas de los
niños, sus padres o maestros, sin caer en la condescendencia ni la
sobreprotección. Mejor aún si éstas poseen el valor literario que el gran público
tiende a pasar por alto precisamente porque la literatura para niños sigue
siendo considerada algo así como un género menor, cosa incierta e injusta. Para
muestra, muchos botones: Antoine de Saint Exupéry (El principito), Roal Dahl
(Mathilda), Michael Ende (La historia interminable), Wolf
Erlbruch (El pato y la muerte), Guus Kuijer (El libro de todas
las
cosas),
Marie-Francine Hébert (Ningún lugar a donde ir), María José Mendieta (Aitor
tiene dos mamás). Todos ellos exploraron los temas “prohibidos” para los
pequeños: guerra, muerte, violencia, homosexualidad, con delicadeza,
inteligencia y humor, tres de las condiciones más difíciles de lograr en el
oficio literario.
Las
versiones originales de los cuentos de hadas que hemos contado una y otra vez,
embadurnados de los mimos provistos por Disney o recubiertos por el
romanticismo de los hermanos Grimm, no son tan dulces ni abogan por una
felicidad gratuita como se piensa. Dice Verónica Murguía al respecto:
En los cuentos de
hadas tradicionales no ocurre así: el héroe suele ser valiente, solidario y
suertudo. Generalmente es un ser pequeño, indefenso, lo opuesto a Superman.
Contenido en estos textos viejísimos hay una especie de código de ética vital,
asombrosamente alejado de cualquier moral formularia.(4)
El
gato con botas es
una apología de la supervivencia cuando te han dejado a tu suerte, Caperucita
roja previene a las niñas de los asaltos sexuales, La sirenita significa
el primer acercamiento con el desengaño amoroso que los pequeños no alcanzan a asir
del todo sin el destino trágico de su protagonista.
No
hay enunciación de todas estas cosas, pues los niños no la necesitan.
Necesitan, en cambio, el mundo aparte que ofrece la fantasía, la sensación de
que hay algo más en eso que se les narra y, por ende, la curiosidad
irrefrenable de desentrañarlo. Necesita sustituir, por sí mismo, al lobo por el
agresor en el largo camino que le espera hacia la madurez. Sin embargo, los
finales felices bien construidos, aquellos que son consecuencia lógica de la
historia misma, son un rescoldo de esperanza, indicador de que el mundo, a
pesar de sus acechanzas, aún nos guarda lo amable, las cosas buenas. “Uno no
puede darle a un niño Los hermanos Karamazov y decirle, como se supone
que Dios le dijo a San Agustín: ‘toma, lee’. Entérate, el mal es algo humano,
inseparable de nosotros y las preguntas sobre su naturaleza no tienen
respuesta. Hacer algo así sería perverso”.(5)
Un goce recobrado
Con
frecuencia, algunos escritores piensan que la literatura para niños es un arte
sencillo que dominan mejor las maestras o pedagogas. No faltan aquellos que
hacen el crossover de la literatura “seria” a la “infantil” a manera de
pasatiempo, de aligerar peso o de publicar más y con mejores retribuciones.
Tampoco es raro encontrar mujeres iluminadas súbitamente por la experiencia de
la maternidad que desean escribir historias para los hijos propios y ajenos.
Pronto, estos grupos espontáneos se darán cuenta de que la literatura para
niños no es infantil ni maternal, sino otra cosa muy distinta. Es una especie
particular de literatura, una mucho más incluyente que la “infantil” (didáctica,
simplona, sitiada en los bordes, la superficie, que sólo puede ser leída en el
ámbito de la educación formal) y que la “adulta” (incomprensible para quienes
no comparten sus códigos, ya sean de lenguaje, la experiencia o la referencia,
que sólo puede ser leída por “los que ya están grandes”). Implica, para los autores,
un ejercicio de humildad y compasión, de reverencia hacia aquella mirada
olvidada que por arte de magia la escritura recobra. El goce de estar en el
mundo con las manos en el suelo y la boca llena de grosella helada, de la
maravilla y la sospecha. A los escritores de libros para niños les hace falta
leer historias disfrutadas por los niños, desde las que pasan en la tele hasta
las que se cuentan entre ellos, escondidos en alguna esquina del patio de
juegos.
Por
otra parte, los lectores adultos piensan que los libros para niños indican, muy
a la manera del Antiguo Régimen, que para leerlos hay que tener siete años y no
darse mucha cuenta de lo que pasa allá afuera. Pero sin duda a varios se les
aclararía el panorama leyendo Momo, de Michael Ende, la historia de la
niña que se enfrenta a los terribles Hombres grises, ladrones del tiempo de la
gente que no para de trabajar y no es capaz de sentarse un momento para oír lo
que los otros tienen que decir; o que encuentren conmovedoras respuestas que no
hubieran imaginado antes al leer La Gran Pregunta, de Wolf Erlbruch, en
donde personajes como el panadero o el soldado responden a esa cuestión indescifrable:
¿por qué venimos al mundo? “Es para celebrar tu cumpleaños por lo que estás en
la Tierra”, dice el hermano, “para aprender a confiar”, contesta el ciego.
“Estás aquí para disfrutar de la vida”, responde la Muerte. (6) Si otorgásemos
un poco más de crédito a la literatura escrita para niños podríamos vivir con frecuencia
ese hermoso instante descrito en el final de Alicia en el País de las
Maravillas:
Y pensó que Alicia
conservaría, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de
su niñez, y que reuniría a su alrededor a otros chiquillos, y haría brillar los
ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño
del País de las Maravillas que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría
las pequeñas tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de los niños, recordando
su propia infancia y los felices días del verano. (7)
No
sólo se trata de recordar, sino de poner en perspectiva nuestro propio devenir,
enmarcado en el cada vez más veloz curso de la Historia. Recobrar el goce de
cuando creíamos que éramos capaces de cambiar al mundo, y contagiar a los niños
de él. Porque quizá ellos serán capaces de hacerlo mejor que nosotros.
1
Michel Tournier, La extraña y mortal “aflicción” de Henri de Campion, en
El vuelo del vampiro, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 36.
2 Ibidem, p. 40.
3 Caperucita roja, por Dulcinea en Autoindefinida,
en línea: http://salsapientiae.blogspot.com/2007/01/caperucita-roja.html Dos de
enero de 2007.
4
Verónica Murguía, “El final feliz”, en Las rayas de la cebra, La
Jornada Semanal, Núm. 573, México, domingo 26 de febrero de 2006.
5
Idem.
6
Wolf Erlbruch, La Gran Pregunta, ilustraciones por Wolf Erlbruch,
Ediciones Tecolote, México, 2008.
7
Lewis Carroll, Alicia, Anotada, Edición comentada por Martin Gardner,
Ediciones Akal, Madrid, 1987.
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