Carlos Yusti
Don Quijote en la Biblioteca, el personaje entre libros. Ilustración de Svetlin Vassilev |
Especialistas franceses, que
han estudiado con estadísticas, la sociedad y la lectura tienen una teoría la
cual postula que todos estamos al margen de la página y lo ideal es saltar
dentro de la página para apoderarse de los textos literarios. Estar al margen
significa que muchos poseemos capacidad de comprender los signos escritos lo
que no garantiza en lo absoluto que seamos capaces de asimilar, desglosar y
disfrutar de los textos escritos. Por eso es necesario centrar esfuerzos para
que desde los primeros años el niño entre en contacto con libros, que los
rayen, se impregnen del olor a tinta impresa, los rompan; que conviertan los
libros en juguetes rabiosos para el disfrute sin cortapisas ni reprimendas de
ninguna naturaleza.
Apropiarse de los textos
literarios, saltar del margen de la página y sumergirse en ese sutil arte de la
escritura literaria no es tan sencillo como se piensa, ni tan complicado como
los profetas del desastre de siempre lo postulan.
Un libro como el Ulises de James Joyce, que narra
apenas un día en la vida de una serie de personajes, desgranando un complejo
mundo interior, tiene que resultar farragoso para cualquier lector no
preparado. Ese día, 16 de junio de 1904, narrado por Joyce no
sólo pulveriza los clásicos cánones de la novelística tradicional, sino que su
autor se sumerge en el barro nada placentero del alma humana, de su piel más
mundana para desnudar los prejuicios, miserias y sueños de ese mundo interior
tan afín a muchos hombres y mujeres.
También se puede ir al
encuentro de una novela menos vanguardista como
Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, la cual profesores del bachillerato han
reducido a un forcejeo exótico de civilización y barbarie sin desentrañar el
nada sutil discurso machista y misógino que se esconde entrelíneas; un discurso
que perfila tipos humanos que trascienden las páginas de la novela y se mezclan
en nuestra cotidianidad pasada y actual, lo que lleva a pensar: la novela es
muy buena o el país es de pésima calidad.
No sé si he logrado explicar
algo, pero así sucede con todas las grandes obras de la literatura, y creer que
Moby Dick, de Herman Melville, es la persecución y caza de una ballena
blanca por parte de un capitán desquiciado y ensombrecido por la venganza no se
acerca ni remotamente a las intenciones religiosas y metafísicas de su autor, y
quien en una carta escribió: “He escrito un libro impío, pero me siento
inmaculado como un cordero”.
Pasa igual con Don Quijote y los lectores del libro (o aquellos que han
escuchado de manera colateral pasajes de la novela de Cervantes). Con respecto a Don Quijote existen muchos
equívocos y la mejor manera para solventarlos es leerlo. Se da el caso que
muchos citan pasajes del libro con una lectura a medias e incluso nuestros ignorantes
politicastros de oficio, que sólo han leído la Gaceta Hípica, se atreven a
citar frases del libro sin haber husmeado siquiera la contraportada. Son unos caradepescado fríos y calculadores que
al enfrentar la prensa sueltan: “Nunca confundimos molinos de vientos con
gigantes”, “Con la Iglesia hemos topado”, “Si los perros ladran es señal de que
avanzamos”, “Ese, mi adversario político de cuyo nombre no quiero acordarme”, o
“Aquí todos quieren ser Quijotes y no llegan ni a Sancho Panza”. Para muchos la
novela trata de un viejo, especie de jubilado, al que se le zafaron los
tornillos del cerebro de tanto leer novelas de caballerías. No obstante el
libro de Cervantes es de una riqueza más compleja que requiere de varias
lecturas para arañar un poco en los parámetros trascendentales de una novela
que de algún modo cambia nuestra percepción de la realidad a través del
lenguaje y que es, más o menos, lo que hace toda gran novela. No por azar
Marthe Robert escribe: “Feo, débil y de apariencia grotesca, don Quijote está
tan mal equipado para las tareas épicas como para convertirse en una persona
que triunfa sobre la vida. La pobreza de su cuerpo, su triste figura y su
torpeza le hacen imposible la acción e incluso, y esto es peor aún, el sueño de
acción en el que don Quijote espera adquirir un nuevo temple. La epopeya, y él
lo sabe bien, sólo se ocupa de hombres orgullosos de su belleza y de su fuerza
que, además de todo esto, no sienten lastima por los desheredados de su
especie. Por lo tanto don Quijote no puede entrar en ella como conquistador,
sino por medio de la persuasión, haciendo uso de un don que verdaderamente
posee y que, por casualidad, es casi tan precioso para sus modelos como la
belleza: la elocuencia, es decir el amor y el respeto por las palabras, el arte
de usarlas con la habilidad de hacerlas vivir”.
Existe una mitología en
torno a lectura bastante pintoresca. Todo el mundo (profesores universitarios,
maestros, politicastros y todo bicho de uña que parasita en torno al arte y la
cultura) hacen votos y recomendaciones para que nuestros niños y jóvenes lean,
pero la gran verdad es que quienes incitan a leer libros son los primeros que
no lo hacen, habrá sus honradas excepciones, pero la gran mayoría hace rato que
sólo pedalea al margen de la página sin ganas ya de saltar hacia el centro del
página.
Me convertí en lector
sorteando la crítica de amigos y familiares e incluso de algunos profesores que
chasqueando la lengua me percibían como un caso perdido y sólo me recomendaban
que estudiara más y leyera menos. Leer es siempre un riesgo y saltar del margen
hacia ese abismo de las páginas de la gran literatura es un encuentro con el
lenguaje organizado en función de la imaginación y la memoria hasta hacer vivir
las palabras más allá de la página y del tiempo.
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