Morita Carrillo
Qué lee la luna?. Ilustración de Marta Farina |
Si
recordamos que el mundo infantil gira dentro de la órbita de la
belleza, será fácil reconocer que la poesía es su elemento
natural. Ya entre las brevísimas frases de la primera infancia
coloreadas de onomatopeyas, palpitan sus primeras convergencias.
Si
se siguen de cerca y paso a paso las experiencias balbucientes de los
pequeños, podrá sentirse en ellas algo como el desarrollo musical
de la sensibilidad. Por eso alguien dijo que la primera edad tiene
“un aire de infinita sabiduría”. De esta actitud primigenia, de
este poder informe, análogo a un cosmos sumergido, perdurarán
raicillas que se vincularán luego a las saludables consecuencias de
los recursos estéticos que se pongan al alcance del niño.
Con
sobrada razón dice Dora P. de Etchebarne insistiendo en que no es
ninguna novedad que “la literatura forma parte de la vida del niño
desde temprana edad y constituye uno de los elementos más preciados
de su alma”. Sin omitir las diferencias individuales ni las
numerosas circunstancias no previsibles siempre, la ley del
crecimiento,
ineludible, pone al niño a caminar sobre el momento más
nuevo de la senda en la vida escolar. Y allá va el pequeño. El
tamaño creciente de las letras que dibuja en sus primeros cuadernos,
es fiel a los rasgos sin contornos de las primeras imágenes que se
dibujan en su mente y dentro de su “concepto plástico y musical
del mundo”, como tan hermosamente dice Juan Manuel González. Para
entonces, cuando los pequeños tienen una confusión apreciables de
las etapas del tiempo en relación con los acontecimientos; cuando
alguno de ellos anda diciendo por allí ---como nos lo recuerda
Arnold Gesell---, “no dormiré la siesta ayer”. O cuando una niña
de cinco años, a quien preguntamos: ¿Cómo es tu maestra de
kínder?, nos responde con memoria poética, cerrando los ojos y como
quien tiende un primer esfuerzo de lenguaje expresivo: “Todavía no
la conozco, pero no puedo...recordar su cara”. (Posteriormente la
madre nos confirma, que la niña nunca ha ido a la escuela). Conste
que el personaje de la presente anécdota es una muchachita de carne
y hueso; se llama Carmen Luisa y como todos los niños que viven una
tierna infancia, tiene más mundo interior inventado, que sutiles
experiencias.
Pero
volvamos al hilo abandonado. En esta edad del oír palpitar las cosas
bajo el encanto de las palabras que aún no se conocen o que todavía
no saben pronunciarse, los pequeños se dejarán envolver blandamente
en la musicalización de boberías poéticas como éstas:
Cuatro
años
tiene
el bebé,
que duerme en mi
corazón.
Bran brin y una
canción,
para el bebé de mamá.
(“El
bebé de mi mamá”).
Este poemín sólo pide para su aprendizaje
la luz vital de una intuición que llegó despierta, o sea, instinto
juguetón y brotes primerizos de emotividad... O este otro:
Yo tengo un carro
color de barro.
Yo tengo un carro
color marrón...
Cuando yo logre
ponerle alitas,
mi cacharrita,
será un avión. (“Mi carrito”)
Tiene este poemita nexos bastante cálidos
con las vivencias afectivas de los pequeños y una ligazón muy viva
con sus sencillos intereses cotidianos. Por alguna razón, en los
labios se les vuelve juego onomatopoyético el alargamiento de las
erres y se les oye decir: “Yo tengo un carrrr...o color de
barrr...o”, etc.
Igualmente conveniente, por simples razones
de claridad y sencillez, nos parece el breve poema “La casita
Iluminada”. Veamos:
Mi casita
sin pagarla,
tiene luz
alrededor.
De noche alumbran
cocuyos
y de día
Sueños lectores. Anna Forlati |
Nos preguntamos ¿no es con poesías tan
simples como éstas como pueden los pequeños satisfacer esa
exigencia íntima, esa necesidad humana en miniatura de correlacionar
el mundo? Así puede asegurarse porque bien sabemos todos que los
niños al repetir, tratando de memorizar, crean espontánea y
naturalmente y es esa creación lo que alguna vez hemos llamado
“equivocaciones”. En relación al poema estudiado, podrían
modificarse su revestimiento y hasta su esencia, diciendo por
ejemplo: “de noche bailan cocuyos” o “de noche bailan
estrellas”. O simplemente: “mi casita que era oscura”, porque
la poesía proporciona a los niños los elementos en movimiento
capaces de mezclarse a los giros de sus mentes en formación, las
cuales van tanteando, por así decirlo, aún muy dentro de la parte
germinal.
El siguiente micro-poema, hermano gemelo
del anterior, fue probado con igual intención, frente a un grupo de
niños entre los cuatro y los seis años. Dice así:
Mi casita
está rodeada
de música natural:
de noche cantan
sapitos
y de día canta
el turpial. (“Casita musical”)
Ahora resultó de nuevo que el jugueteo de
las palabras fue una y otra vez prurito creador, asomo de temblor
estético, porque los niños cuando creían sólo jugar, estaban
creando. Algunos reían de sus propias ocurrencias, porque la casita
estaba “rodeada de viento loco”, de “viento que picotea” (en
las puertas, en las paredes, en las ventanas, en las flores del
jardín) y la translación supo ir más lejos, porque con sus largos
picos, el viento y la lluvia podían picotear de noche cuando dejan
de cantar los grillos; o de día cuando cantan los pájaros. “Bien
lejos cantan” ----dijeron algunos---- porque cerca de sus vivencias
---lamentablemente--- no había árboles. Total, que el clima creado
les hizo hablar de sus siestas en la escuela (a los más chiquitos);
del despertar por el canto de los pájaros, que llegaba desde las
arboledas vecinas o debido a las lluvias sorpresivas; o bien porque
la brisa “soplaba duro” a través de las rendijas de las puertas.
Así la poesía brindó un riquísimo
repertorio de ideas, de palabras nuevas, dentro de un juego
alegremente bello. No olvidemos, por lo tanto, que si el niño logra
vivir un contacto directo con la poesía, de ella podrá extraer sin
lugar a dudas, edificación lírica y entretenimiento, belleza y
enseñanza. Pero tengamos muy presente, que para aprovechar hasta el
máximo la poderosa fuerza educativa de la poesía, su rica virtud
docente, es básica una selección muy adecuada. Recordemos por otra
parte, que si el niño está creando constantemente su mundo, es
nuestro deber ---- en la medida de nuestras posibilidades----,
enriquecer la materia con la cual ha de crearlo.
1972
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